El
CORAZÓN DE JESÚS ESTÁ
ENTREGÁNDOSE
SIEMPRE
Y el Hijo del hombre será entregado
(Mt 20,18)
Nos
ama
¡Qué
trabajo y tiempo costó a los amigos de Jesús enterarse de que había de padecer
y morir! Padeció y murió, dice el Evangelio y reza nuestro símbolo. Y esas
palabras tan claras, ¡qué efectos tan distintos producen hace veinte siglos!
Padeció
y murió
Los
hombres todos parece que hacen un alto en sus ocupaciones y preocupaciones de
todos los días al llegar el Jueves y Viernes Santo, y cada uno a su manera deja
entrar dentro de su alma el eco de esas palabras de nuestro símbolo: padeció y
murió.
Hace
veinte siglos que ocurrió lo que significan esas palabras, y para esa Pasión y
Muerte aun hay lágrimas de compadecidos, gemidos de penitentes, heroísmo de
imitadores, y también imprecaciones de populacho seducido, hipócritas protestas
de perseguidores arteros, torpes subterfugios de cómplices cobardes y saña
diabólica de verdugos de inocentes...
Padeció y murió, oyen decir los unos
y rezan y lloran y piden perdón, y protestan amor y se aprestan a padecer y a
morir por el que padeció y murió por ellos...
Padeció
y murió, oyen los otros y, rechinando los dientes o lavándose hipócritamente
las manos o gozándose en la sangre inocente, repiten el «crucifícalo», o el «no
queremos que éste reine sobre nosotros», o el «preferimos a Barrabás», o el
«queremos raer sobre la haz de la tierra su nombre».
Diríase
que cada Viernes Santo que pasa, más que un aniversario y un recuerdo de aquel
primer Viernes santo es una repetición del mismo.
Se repiten la piedad valiente y
delicada de las Marías, la fidelidad de Juan, las lágrimas de la Virgen, la
confesión del ladrón, la misericordiosa solicitud de los santos varones... y se
repiten los odios y las seducciones y las ingratitudes, y los salivazos y las
bofetadas y la cruz, y no se repite la muerte porque... no pueden.
Y
pregunto:
¿Qué
hombre es ése que padeció y murió y qué clase de padecimientos y de muerte son
ésos que, a los veinte siglos de ocurridos, de ese modo conmueven todos los
corazones como si ocurriesen en el día?
¿Conocéis
algún muerto cuyos parientes y herederos lo lloren tantos siglos?
¿Conocéis
algún muerto cuyos verdugos se lleven veinte siglos gozándose en su muerte?
¿Habéis
visto más lágrimas sobre una víctima o más implacabilidad sobre un reo?
¿Y
no les dicen nada a esos pobres verdugos esos veinte siglos de Pasión llorada
por unos y repetida por otros?
¿No
ven que ni ese amor ni ese odio son de esta tierra?
Si
ese odio les dejara ver, ¡no ven!, se convencerían de que son amor y odio
sobrehumanos; amor de cielo, odio de infierno.
Solamente
con amor de cielo se puede amar tanto y por tanto tiempo y sólo con odio de
infierno se puede odiar tanto y por tantos siglos.
Los
hombres solos no saben ni pueden odiar así.
¡Pobrecillos!
Tan
ufanos los unos con sus casacas de ministros, los otros con sus borlas de
doctor, éstos con sus aureolas de escritor, aquéllos con sus arcas de Creso,
los de aquí con sus diplomacias y los de allí con sus sensualidades, tan
pagados de sus merecimientos y tan confiados en su poderío, se pasan la vida
engañados con la ilusión de que van a acabar con Jesucristo y, cuando consiguen
ponerlo en cruz y se aprestan a batir palmas de triunfo, se encuentran con que
el Jesucristo por ellos crucificado goza de muy buena salud y que a sus palmas
de triunfo se anticipa el resurrexit que vuela por los aires...
¡Pobrecillos
los perseguidores!, perpetuamente condenados a servir a Barrabás, capitán de
ladrones y viciosos, por no querer a Jesucristo Hijo de Dios vivo; condenados a
bajar siempre del Calvario como los fariseos y los verdugos rechinando los
dientes y confundidos por la ira de Dios, por no querer bajar como el
Centurión, confesando que verdaderamente aquel hombre era Hijo de Dios.
¡Pobrecillos
y eternamente pobrecillos los perseguidores!
Ellos se irán con sus decretos
persecutorios, con sus impiedades escritas, habladas o hechas, con sus
intriguillas y con sus triunfos de poco tiempo; se irán, sí, como se fueron los
que les precedieron en el oficio; pero el Jesucristo por ellos perseguido, la
Iglesia Católica con su sacerdocio, su Misa y su Sagrario por ellos envidiada y
escarnecida, ésos no se van.
Podrán esconderse; pero ¿irse?, ¡que
os enteréis bien, perseguidores!
¡Que
no se van!
Madre
querida del eterno condenado a destierro y a muerte por el tribunal de las
pasiones humanas, haz de mi corazón fortaleza y refugio para defensa y descanso
de tu Jesús
escondido...
No hay comentarios:
Publicar un comentario