XXII
Mi
querido Orugario:
¡Vaya!
Tu hombre se ha enamorado, y de la peor manera posible, ¡y de una chica que ni
siquiera figura en el informe que me enviaste! Puede interesarte saber que el
pequeño malentendido con la Policía Secreta que trataste de suscitar a
propósito de ciertas expresiones incautas en algunas de mis cartas, ha sido
aclarado. Si contabas con eso para asegurarte mis buenos oficios, descubrirás
que estás muy equivocado. Pagarás por eso, igual que por tus restantes
equivocaciones. Mientras tanto, te envío un folleto, recién aparecido, sobre el
nuevo Correccional de Tentadores Incompetentes. Está profusamente ilustrado, y
no hallarás en él una página aburrida.
He
mirado el expediente de esa chica y estoy aterrado de lo que me encuentro. No
sólo una cristiana, sino vaya cristiana: ¡una señorita vil, escurridiza, boba,
recatada, lacónica, ratonil, acuosa, insignificante, virginal, prosaica! ¡El
animalillo! Me hace vomitar. Apesta y abrasa incluso a través de las mismas
páginas del expediente. Me enloquece el modo en que ha empeorado el mundo. La
hubiésemos destinado a la arena del circo, en los viejos tiempos: para eso está
hecha su clase. Y no es que tampoco allí fuese a servir de mucho, no. Una
pequeña tramposa de dos caras (conozco el género), que tiene el aire de ir a
desmayarse a la vista de la sangre, y luego muere con una sonrisa. Una tramposa
en todos los sentidos. Parece una mosquita muerta, y sin embargo tiene ingenio
satírico. El tipo de criatura que me encontraría DIVERTIDO ¡a mí! Asquerosa,
insípida, pacata, y sin embargo dispuesta a caer en los brazos de este bobo,
como cualquier otro animal reproductor. ¿Por qué el Enemigo no la fulmina por
eso, si Él está tan loco por la virginidad, en lugar de contemplarla sonriente?
En
el fondo, es un hedonista. Todos esos ayunos, y vigilias, y hogueras, y cruces,
son tan sólo una fachada. O sólo como espuma en la orilla del mar. En alta mar,
en Su alta mar, hay placer y más placer. No hace de ello ningún secreto: a Su
derecha hay "placeres eternos". ¡Ay! No creo que tenga la más remota
idea del elevado y austero misterio al que descendemos en la Visión Miserífica;
Él es vulgar, Orugario; Él tiene mentalidad burguesa: ha llenado Su mundo de
placeres. Hay cosas que los humanos pueden hacer todo el día, sin que a Él le
importe lo más mínimo: dormir, lavarse, comer, beber, hacer el amor, jugar,
rezar, trabajar. Todo ha de ser retorcido para que nos sirva de algo a
nosotros. Luchamos en cruel desventaja: nada está naturalmente de nuestra
parte. (No es que eso te disculpe a ti. Ya arreglaré cuentas contigo.
Siempre me has odiado y has sido insolente conmigo cuando te has atrevido.)
Luego,
claro, tu paciente llega a conocer a la familia y a todo el círculo de esta
mujer. ¿No podías haberte dado cuenta de que la misma casa en que ella vive es
una casa en la que él nunca debía haber entrado? Todo el lugar apesta a ese
mortífero aroma. El mismo jardinero, aunque sólo lleva allí cinco años, está
empezando a adquirirlo. Hasta los huéspedes, tras una visita de un fin de
semana, se llevan consigo un poco de este olor. El perro y el gato también lo
han cogido. Y una casa llena del impenetrable misterio. Estamos seguros (es una
cuestión de principios elementales) de que cada miembro de la familia debe
estar, de alguna manera, aprovechándose de los demás; pero no logramos
averiguar cómo. Guardan tan celosamente como el Enemigo mismo el secreto de lo
que hay detrás de esta pretensión de amor desinteresado. Toda la casa y el
jardín son una vasta indecencia. Tiene una repugnante semejanza con la
descripción que dio del Cielo un escritor humano: "las regiones donde sólo
hay vida y donde, por tanto, todo lo que no es música es silencio".
Música
y silencio. ¡Cómo detesto ambos! Qué agradecidos debiéramos estar de que, desde
que Nuestro Padre ingresó en el Infierno —aunque hace mucho más de lo que los
humanos, aún contando en años-luz, podrían medir—, ni un solo centímetro
cuadrado de espacio infernal y ni un instante de tiempo infernal hayan sido
entregados a cualquiera de esas dos abominables fuerzas, sino que han estado
completamente ocupados por el ruido: el ruido, el gran dinamismo, la expresión
audible de todo lo que es exultante, implacable y viril; el ruido que, solo,
nos defiende de dudas tontas, de escrúpulos desesperantes y de deseos
imposibles. Haremos del universo eterno un ruido, al final. Ya hemos hecho
grandes progresos en este sentido en lo que respecta a la Tierra. Las melodías
y los silencios del Cielo serán acallados a gritos, al final. Pero reconozco
que aún no somos lo bastante estridentes, ni de lejos. Pero estamos
investigando. Mientras tanto, tú, asqueroso, pequeño...
(Aquí
el manuscrito se interrumpe, y prosigue luego con letra diferente.)
En el entusiasmo de la redacción
resulta que, sin darme cuenta, me he permitido asumir la forma de un gran
miriápodo. En consecuencia, dicto el resto a mi secretario. Ahora que la
transformación es completa, me doy cuenta de que es un fenómeno periódico.
Algún rumor acerca de ello ha llegado hasta los humanos, y un relato
distorsionado figura en el poeta Milton, con el ridículo añadido de que tales
cambios de forma son un "castigo" que nos impone el Enemigo. Un
escritor más moderno —alguien llamado algo así como Pshaw— se ha percatado, sin
embargo, de la verdad. La transformación procede de nuestro interior, y es una
gloriosa manifestación de esa Fuerza Vital que Nuestro Padre adoraría, si
adorase algo que no fuese a sí mismo. En mi forma actual, me siento aún más
impaciente por verte, para unirte a mí en un abrazo indisoluble.
(Firmado)
SAPOTUBO
Por
orden. Su Abismal Sublimidad Subsecretario.
ESCRUTOPO, T. E. B.
S., etc.
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