El orden del espíritu en la sexualidad
Aportes
preliminares al ordenamiento
de la educación
sexual en la escuela
La educación sexual se ha convertido en un tema de moda. ¿Pero, qué se
entiende generalmente por ello? Los especialistas que gozan de aprobación
oficial y de recursos la conciben casi exclusivamente como la información,
brindada a los adolescentes, sobre la genitalidad humana, sus procesos
fisiológicos y sus posibles consecuencias indeseables, más la afirmación acerca
de la inocuidad de las relaciones sexuales prematuras y la exhortación a
practicar sexo seguro. Se les ayuda repartiendo preservativos y
anticonceptivos.
Conozco de primera mano un caso paradigmático en una escuela de la
ciudad de Buenos Aires. Jóvenes instructoras, que parecían más bien promotoras
de una marca de condones, ofrecían el adminículo a la consideración de chicos
de trece años y les decían que la práctica sexual es como un juego, o como
cualquiera otra actividad natural: comer o ir al baño. Todo ante el silencioso
estupor de las profesoras del establecimiento. Episodios como éste ocurrieron y
ocurren en otras ciudades del país.
El contexto cultural
1.- Notemos, ante todo, la difusión de una nueva versión de
individualismo en la concepción de la persona humana, que podría calificarse de
anárquico, en cuanto que desliga al hombre de sus vínculos esenciales, pone el
acento en la expresión de la subjetividad, valora exageradamente toda
auto-expresión creativa como paradigma de conducta: cada uno tiene derecho a
elegir para sí una forma de vida libre y abierta, que no admita trabas. Se
fomenta en los niños y adolescentes una temprana conciencia de autonomía y ésta
se configura éticamente como egoísmo. La cultura de hoy, inspirada por los
maestros de la sospecha, especialmente Freud, rechaza toda idea de límite,
regulación o prohibición en la búsqueda del placer y en el ejercicio de la
función que lo brinda. Además, se desconoce, mitiga o elude toda referencia a
valores objetivos, universales y permanentes, respecto de los cuales el hombre
debe ser educado y autoeducarse en la responsabilidad.
2.- Si queremos caracterizar ideológicamente esta actitud, podemos
referirnos, aunque parezca una antigualla, a la célebre proclama de 1968 en
París: prohibido prohibir. Los revolucionarios de entonces, que
aspiraban a destruir el mundo heredado para construir uno nuevo calcado de las
utopías circulantes, acabaron por asimilarse cómodamente a la sociedad
burguesa, pero conservaron los ideales de liberación sexual en las costumbres
cotidianas y en relación con la pareja (como se dice ahora).
Podemos aplicar a esta actitud la calificación elegida por Juan Pablo II en la
encíclica Evangelium Vitae: una idea perversa de libertad,
violatoria del orden de la naturaleza y del auténtico bien de la persona
humana. En tales actitudes se expresa una antropología reductiva, incapaz de
comprender el complejo unitario y viviente que es la persona humana. El
antecedente filosófico se encuentra en la idea cartesiana del hombre. Descartes
escindía la unidad vital de la persona aplicando la distinción entre res
cogitans (mente) y res extensa (cuerpo). Como
consecuencia, el pensamiento, que se torna pensamiento de dominio, trata
al bios (a la vitalidad natural, al cuerpo y sus funciones)
despóticamente, como una cosa de la que se puede disponer a voluntad. Se puede
notar, de paso, que el espiritualismo exagerado tiene el mismo fundamento
filosófico que el materialismo vitalista.
3.- Otro elemento del contexto cultural que intento describir es la
inflación desmesurada y antinatural de la problemática relativa al sexo, que
podría designarse pan-erotismo y pan-sexualismo:
nada escapa en la vida actual a la motivación o a la finalidad sexual. El
vocabulario del psicoanálisis, en lo que tiene de filosóficamente incompatible
con la concepción cristiana del hombre, se ha convertido en jeringoza habitual,
gracias al empeño de los numerosos licenciados en psicología, formados en
aquella orientación predominante, que pontifican por televisión y monopolizan
consultorías y asesorías. La sexología televisiva se expresa con un desparpajo
que resulta finalmente irrisorio.
Ha cundido así entre muchos adolescentes y jóvenes la preocupación por
desarrollar un comportamiento atlético en la vida sexual, y la curiosidad o la
obsesión por el placer como un fin en sí mismo. Los sexólogos y las iniciativas
de prevención de las posibles consecuencias indeseadas suelen presentar una
reducción fisiologista de la sexualidad en la que el amor es, a lo sumo un
ingrediente afrodisíaco, no el medio del encuentro personal.
4.- Mencionar el papel de los medios de comunicación, especialmente la
televisión, puede parecer un lugar común. No me detengo en plantear el problema
de la pornografía o de la obscenidad, de la sistemática transgresión del
horario beatíficamente considerado de protección al menor. En realidad, hoy en
día tendríamos que ocuparnos también, en este capítulo, de la difusión del
video y de las navegaciones por Internet. Quiero referirme, solamente, a
ciertos programas de televisión abierta dedicados a los adolescentes, emitidos
durante años, en los que con el pretexto de reflejar la realidad vivida por
numerosos chicos se ponía en juego un mecanismo sutil de corrupción. Así
ocurría, unos pocos años atrás, en “Rebelde way” y antes en “Jugate conmigo”,
obra de la misma productora: cultivo morboso de la sensualidad y elogio, como
algo normal, de los “actos incompletos” (como se los llama en Teología Moral)
o petting, que constituyen en las personas normales prolegómenos
del acto sexual. El segundo de los programas mencionados tuvo también una
versión escénica: “Rejugadísimos”. El diario La Nación publicó, en su
oportunidad, una crónica de aquellas representaciones, firmada por Ruth Mehl.
Transcribo algunos de sus juicios: “Los artistas reclaman el afecto y la fuerza
del público para existir, y el acento está puesto en el
movimiento, el ruido, y sobre todo, en la sensualidad... la
ingenua y excitada platea adolescente responde con
entusiasmo... El amor es muy mencionado en este espectáculo... Pero el
amor que se menciona está subrayado en todo momento por el tono sensual y
erótico de las canciones, los bailes y las coreografías, que generalmente
concluyen con la seducción y la entrega... Muy bien controlado en su
carga, el “puente de energía” sigue funcionando con las pilas de intérpretes y
público, sin que aparezca el menor atisbo de alguna otra cosa que una
sexualidad refinada y cuidadosamente dosificada... como si la diversión sólo
fuera posible con la sensualidad y eso solo representara lo único
valioso del mundo adolescente”. La crónica fue publicada en la Sección
Espectáculos y bajo el epígrafe “Platea infantil”.
5.- En relación con el ambiente que crean los programas de televisión
está la subcultura de la “disco” o el “boliche”. Padres y educadores descuidan
advertir la malicia de esta práctica cuasi ritual o capitulan ante la
imposición de una forma de diversión que constituye muchas veces ocasión
próxima de pecado: el hacinamiento en los lugares cerrados, el influjo de luces
y música que tiende a inhibir los controles voluntarios y a desinhibir los
instintos, la ingesta de alcohol (cuando no droga), la promiscuidad facilitada;
todo esto lleva a la exacerbación de la libido en personas inmaduras, incapaces
aún de integrar estas realidades en el conjunto de la vida personal. Son los
hijos de nuestra familia, los alumnos de nuestros colegios, los muchachos y
chicas de nuestras parroquias quienes se agolpan en estos sitios malhadados.
¿Cómo pueden hacer compatible con esta manía la práctica de las virtudes
cristianas?
6.- Para cerrar el círculo: La reciente legislación sancionada en la
Nación y en varias provincias, con matices diversos, pero que bajo el propósito
de evitar la transmisión del SIDA y otras enfermedades que tienen su causa en
la lujuria, el embarazo adolescente o “no deseado”, promueven de modo
irresponsable la fornicación y el acceso prematuro a la relación sexual,
proponiendo obligatoriamente información parcializada y reparto de
anticonceptivos y preservativos. Para calibrar adecuadamente la perversidad de
estas disposiciones basta pensar que la ley conlleva siempre unan
intencionalidad pedagógica: lo que ella manda o permite se considera bueno. Los
autores de estas leyes intentan –y así lo confiesan– cambiar una mentalidad,
imponer otro estilo de vida.
Educación para el amor, la castidad, el
matrimonio y la familia
¿Qué actitud hemos de tomar nosotros ante la inclusión curricular de lo
que se llama educación sexual? ¿Cómo hemos de abordar en nuestras escuelas esta
nueva asignatura?
Una indicación preliminar: no corresponde que nosotros, sin más, la
llamemos así; si es preciso utilizar este nombre, sepamos que a la luz de una
concepción cristiana del hombre y la mujer se traduce:Educación para el
amor, la castidad, el matrimonio y la familia. Digamos también, desde ya,
que en el centro de esta propuesta humanista y cristiana de educación sexual se
ubica la cuestión acerca de la virtud de la castidad.
El fundamento teórico de este camino pedagógico está en una concepción
genuinamente humana y cristiana de la sexualidad, que a su vez encuentra sus
cimientos en una concepción integral de la persona humana. No intento abundar
ahora en este punto; pero quiero señalar la importancia de una correcta base
antropológica, que debe ser asumida por los educadores sin vacilaciones.
Recomiendo, además, el estudio de las catequesis que S.S. Juan Pablo II ofreció
a toda la Iglesia en los años 1979 y 1980 sobre la teología del cuerpo y del
amor conyugal.
Uno de los principales problemas teóricos es la comprensión de lo
específico de la sexualidad humana, que no puede enfocarse “desde abajo”, desde
la animalidad, como si la sexualidad humana no se diferenciara específicamente
de la de los bichos inferiores, ni exclusivamente “desde arriba”, desde una
racionalidad matematizada y dominadora, presuntamente capaz de disponer y
manejar a su arbitrio el torrente biológico expresado en la libido. Materia y
espíritu, cuerpo (bios) y psique se conjugan y unifican en la dimensión
sexual. En este nivel, el que es propio de la sexualidad humana, se verifica
una participación recíproca de espíritu y materia en la que se descubre la
persona misma. El hombre se diferencia del animal, incluso, en el fondo de su
ser, donde se sitúan elementos biológicos y vitales, porque debido a la
mencionada participación recíproca de espíritu y materia, que constituyen el ser
único de hombre, todo lo biológico se encuentra bajo el imperativo
meta-biológico del espíritu, de tal modo que lo biológico no puede comprenderse
por sí solo. Podría esbozarse un paralelismo con la expresión verbal, con el
fundamento del lenguaje. Los órganos sexuales, los procesos hormonales,
nerviosos y secretorios ligados a la sexualidad, los impulsos y estados de
ánimo del orden sensible, la capacidad vital del contacto y las experiencias
eróticas, todos estos elementos desempeñan el mismo papel que los procesos
necesarios para la producción de sonidos del lenguaje humano; constituyen la
parte material de la función y actividad sexual, así como lo son aquellos del
fenómeno de la expresión verbal, pero en esos elementos materiales no radica el
sentido total y la esencia de la expresión humana. Se vislumbra así la
integración personal, la luminosa delicadeza y la felicidad que es propia de la
vida sexual rectamente orientada. El elemento que procede del espíritu es el
amor, y concretamente el amor conyugal. Corresponde recordarlo en este momento:
el ejercicio de la función sexual debe referirse a la unión conyugal y a la
comunicación de la vida, es decir al matrimonio y a los hijos. En este ámbito
se verifican los fines, las normas y el sentido de la actuación sexual
perfecta. Vale la pena insistir en este principio humano y cristiano, olvidado
en la cultura fornicaria que se impone tiránicamente: sólo en el matrimonio
puede resultar lícita, digna, noble, santa, la actividad sexual.
Esta somera alusión a un dato característico de la antropología
cristiana puede servir de base para una breve consideración de la castidad. No
creo que pueda enfocarse la educación sexual, desde nuestra perspectiva, sino
como una educación en la castidad. Sobre todo si deseamos que sea,
efectivamente, educación, es decir, un proceso orientado a la plasmación de la
personalidad.
En la actualidad se habla constantemente de la necesidad de
“contención”; el concepto de “contener” (a los niños, a los adolescentes, a los
jóvenes) recurre de continuo en las divagaciones de maestros, psicólogos,
padres de familia, periodistas; se ha convertido en una palabra de moda. Sin
embargo, muchos apóstoles de la contención, a menudo suelen promover, de una
manera u otra, el libertinaje sexual. Aristóteles no podría entender semejante
contradicción. Hacia el final del Libro III de la Ética a Nicómaco (1117 b ss)
se refiere el filósofo a la sophrosyne, a la templanza.
Observa allí que el desenfreno del lujurioso, del destemplado, se asemeja en
algo a las faltas de los niños, porque éstos se dejan llevar caprichosamente
por su apetito. Está sugiriendo que el desborde sexual es señal de
infantilismo, de inmadurez, que el varón (o la mujer) que no ha plasmado el
orden del espíritu en su vida sexual no ha alcanzado la plena integración de su
personalidad.
En la teoría clásica de las virtudes, la templanza aparece asociada con
la serenidad, con la tranquilidad del ánimo; tal sosiego brota de un orden
interno, objetivo, logrado en lo más íntimo del hombre. La templanza procura,
pues, la actuación del orden, del equilibrio interno del deseo, el imperio de
la ratio, de la razón, en el conjunto de energías sensibles que
constituyen el fondo del ser humano y tienden a su conservación. La templanza
“contiene”, orienta, pone cauces, hace que el hombre se asuma como misión a
cumplirse; es así virtud de la autoconservación y del crecimiento humano, actúa
sobre la profundidad de la persona, ya que se refiere a realidades esenciales y
constitutivas. Trabaja en la orientación positiva, constructiva, de los
placeres más elementales y vehementes, ligados a la alimentación, la bebida y
la pasión sexual. Aquí corresponde recordar el desequilibrio congénito que nos
habita como consecuencia del pecado original: la concupiscencia, entendida en
su sentido teológico, como inclinación al pecado. Digamos, entre paréntesis,
que en el griego del Nuevo Testamento pecado se dice hamartía,
y equivale a marrar el blanco; en el campo de la templanza es un error por
despiste del auténtico sentido de las fuerzas elementales que constituyen al
hombre. Asoma en este punto un aspecto dramático, doloroso, de la sexualidad;
después del pecado, es una llaga en el costado del género humano. Esta visión
realista impide alienarse en una concepción naturalista o romántica del eros,
de la pasión sexual, de la libido y sus actuaciones genitales.
La templanza que se aplica a buscar en este ámbito el justo medio,
el medium rationis, y a regular la libido, la pasión sexual y los
actos exteriores que proceden de ella, recibe el nombre de castidad.
Es éste un nombre que ya no circula socialmente, señal clarísima de que su
concepto y, lo que es peor, su práctica, ya no constituyen un valor vigente,
reconocido y apreciado por la mayoría de nuestros contemporáneos.
Lo propio de la castidad es ir logrando la inclinación sana, recta, de
la pasión desde “adentro” de ella misma; su objeto es orientarla hacia el bien,
para que se ejerza, como corresponde, en el matrimonio, y en este ámbito como
expresión del amor conyugal y en apertura al don de la vida, para hacerlo
fecundo en los hijos. La norma moral expresada en el sexto mandamiento, que
tradicionalmente hemos formulado “no fornicar” no resulta de una imposición
externa, sino que procede de la misma naturaleza de la cosa: el fin al que está
orientada estructuralmente la sexualidad humana.
No debe entenderse la castidad como represión, ni como supresión de los
deseos y placeres de los sentidos en materia sexual. Todo lo contrario: la
teoría clásica de las virtudes considera que la negación del placer es un
defecto o un vicio llamado insensibilidad. Además, habría que distinguir la
represión, en cuanto que es criticada como una postura patológica, de la
continencia, necesaria para la adquisición de la castidad. La continencia
consiste en un ejercicio de la voluntad sobre la pasión, que retiene su
desencadenamiento y la refrena imponiéndose “desde afuera”. Procede así la
continencia hasta que la pasión sexual se vaya asimilando al bien auténtico del
hombre, el bonum rationis, y conformándose el hábito de la
castidad. En los adolescentes y jóvenes solteros, en quienes la castidad debe
verificarse como abstinencia, la voluntad, que contiene la pasión, desempeña un
papel imprescindible para la propia educación sexual y para su preparación al
matrimonio, estado en el cual deben empeñarse en consolidar la castidad
conyugal.
Corresponde en este punto hacer referencia a un valor olvidado, que
constituye el umbral de una educación para el amor, la castidad, el
matrimonio y la familia. Es el pudor. No debe entenderse éste como
mojigatería u ocultamiento puritano, que han de ser vistos más bien como sus
deformaciones hipócritas o enfermizas. El pudor es un sentimiento que impulsa a
detenerse, a ser discreto, que implica una cuota imprescindible de vergüenza
honesta. Se funda en el presentimiento de una dignidad espiritual, propia de
las cosas nobles, que corre el riesgo de ser profanada si se la expone sin más
a la divulgación; conlleva el temor de envilecer algo íntimo, que no se quiere
comunicar indebidamente. Es un fenómeno natural y no convencional, que se da
espontáneamente en las personas honestas, del que carece el desvergonzado, el
descarado, que es capaz de hacer ostentación de sus vicios.
El pudor es todo lo contrario de la banalización de la sexualidad, del
exhibicionismo inhumano que ofrece el sex-shop televisivo que
asedia obsesivamente a nuestros muchachos y chicas y que les impide el
reconocimiento y la valoración de las realidades sexuales como algo honesto,
bello y santo. Este sentimiento es asumido por la psicología de la castidad y
constituye la salvaguarda de esta virtud y del verdadero amor.
Los agentes de una recta educación para el amor.
Volvamos al planteo educativo. ¿Quién debe asumir la formación de niños,
adolescentes y jóvenes respecto de la sexualidad? Esta cuestión depende, en
realidad, de otra más general: ¿quién educa, realmente, hoy? ¿La familia, la
escuela, la Iglesia, la sociedad (en cuanto opinión pública), la televisión,
los “formadores de opinión”? Las legítimas autoridades educativas parecen
desplazadas por nuevos agentes y factores que son, en buena medida,
instrumentos de deseducación. En el caso concreto que nos interesa, de
una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia, parece
que se debe reconocer una conjunción de competencias que debería ser armonizada
prudentemente.
Hay que reconocer que, en la Argentina, la familia no ha desempeñado,
tradicionalmente, su papel educativo en lo que respecta al conocimiento y la
orientación de la sexualidad de sus hijos. Por un lado, se dejaba al
adolescente librado a su suerte, como si su desarrollo sexual no fuera materia
de aprendizaje y de transmisión de principios y valores. “De eso no se habla”,
parecía ser la posición tácita de tantas familias, y del ambiente en general,
quizás por influjo de un cierto puritanismo, de una idea equivocada de la
sexualidad y de una incomprensión del papel de la virtud que la configura y
orienta. Pero no faltaban los casos de padres –aún presuntamente cristianos-
que favorecían la iniciación sexual de sus hijos en el tenebroso mundo de la
prostitución, de los hijos varones, naturalmente, porque por aquellos años se
pensaba todavía que la mujer debía permanecer virgen hacia el matrimonio. No
hace falta señalar cuánto han cambiado las costumbres; hemos ido de mal en
peor.
Hoy en día son pocas las familias preparadas y dispuestas a brindar a
sus hijos una recta educación para el amor conyugal y fecundo. Además, las
transformaciones sufridas por la estructura familiar, las aventuradas
variaciones en el concepto y la experiencia de la conyugalidad, la
consideración de las relaciones prematrimoniales como algo normal e inevitable
y una cierta tolerancia para con otras aberraciones sexuales desubican los posibles
intentos educativos de la familia en esta materia tan delicada y bella. El ser
humano necesita ser educado para el recto ejercicio de la función sexual, sobre
todo si se toma en cuenta el desquicio producido en nuestra naturaleza por el
pecado original. Ulpiano decía que estas cosas son quod omnia animalia
natura docet, lo que la naturaleza enseña a todos los animales. Puede ser
que al animal humano la naturaleza le enseñe qué es y cómo se hace, pero
necesita que se le conduzca y acompañe en la orientación virtuosa de esta
fuerza esencial que es la sexualidad para que sea vivida y gozada humanamente.
Existe, además, otra dificultad que no puede ser soslayada. Desde hace
ya varias décadas, no faltan sacerdotes y otros agentes pastorales, que no sólo
han dejado de transmitir el valor y el aprecio de la castidad, sino que,
contradiciendo al Magisterio de la Iglesia confunden a los fieles con las
posturas de los teólogos del disenso y “autorizan” (como si ellos pudieran
hacerlo) a obrar contra la norma moral, o bien disminuyen el carácter
objetivamente pecaminoso de las faltas cometidas contra el orden del espíritu
en la sexualidad: anticoncepción artificial, relaciones prematrimoniales,
masturbación, relaciones homosexuales. Un proyecto educativo como el que nos
proponemos desarrollar debe basarse sobre la clara aceptación de la doctrina de
la Iglesia, reiterada recientemente en luminosos documentos de Juan Pablo II y
de las Congregaciones Romanas.
La escuela no puede desentenderse de esta cuestión capital para el
destino de las personas, de las familias y de la sociedad toda. En primer
lugar, a la escuela católica le corresponde instruir, educar y asistir a las
familias para que ellas puedan asumir este aspecto de su deber educativo
respecto de los hijos, sobre todo de los más pequeños.
Pero, además, nuestras instituciones de enseñanza han de instrumentar
planes curriculares en los que las diversas disciplinas contribuyan a
transmitir una concepción integral de la persona humana que pueda ser
verificada, vivida, en un proceso educativo de plasmación de la personalidad.
Me parece importante insistir en el carácter interdisciplinario de este camino
de formación. A la biología y a la psicología le cabe la incumbencia básica de
presentar sin reduccionismos los aspectos biológicos, anatómicos, fisiológicos
y anímicos de la sexualidad humana, por referencia a una sana
antropología filosófica y teológica. En los contenidos éticos deberá
establecerse con claridad el valor de la virtud y concretamente, de las
referidas a la orientación de la sensibilidad y de la sexualidad. Es
competencia de la enseñanza religiosa escolar insertar una concepción integral
de la persona humana, del amor, la sexualidad, el noviazgo, el matrimonio y la
familia en la totalidad de la cosmovisión cristiana, sin olvidar las realidades
condicionantes como el pecado original y sus secuelas, y el misterio de la
gracia redentora de Cristo, que hace posible al hombre cumplir su destino de
imagen y semejanza de Dios, más aún de hijo suyo, llamado a la felicidad
eterna. La catequesis escolar irá acompañada de una asistencia pastoral cercana
y personalizada y facilitará el acceso a los sacramentos, sin cuya gracia no es
posible practicar la virtud. Especialmente en el sacramento de la
Reconciliación y en la dirección espiritual encontrarán los alumnos la
posibilidad de formar su conciencia en el discernimiento de la verdad y del
bien.
La transmisión de conocimientos, la orientación ética y el
acompañamiento espiritual deberán graduarse con prudencia y delicadeza, según
la edad y situación personal de los educados, y siempre en relación con las
familias.
El asunto del cual me he ocupado aquí someramente constituye un aspecto
particularmente delicado y a la vez fundamental de un proyecto educativo
católico. Sin exageración podemos pensar que de nuestro acierto en este campo
depende, en buena medida, el futuro de la familia y de la sociedad. Que el
Señor nos ilumine y nos asista para cumplir cabalmente con nuestra misión. Es
una tarea que debemos consagrar a la Inmaculada Virgen María y someter
incesantemente, con nuestras súplicas, a su intercesión.
+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata
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