domingo, 24 de septiembre de 2017

Aportes preliminares al ordenamiento de la educación sexual en la escuela - Mons. Héctor Aguer

El orden del espíritu en la sexualidad

Aportes preliminares al ordenamiento
de la educación sexual en la escuela



La educación sexual se ha convertido en un tema de moda. ¿Pero, qué se entiende generalmente por ello? Los especialistas que gozan de aprobación oficial y de recursos la conciben casi exclusivamente como la información, brindada a los adolescentes, sobre la genitalidad humana, sus procesos fisiológicos y sus posibles consecuencias indeseables, más la afirmación acerca de la inocuidad de las relaciones sexuales prematuras y la exhortación a practicar sexo seguro. Se les ayuda repartiendo preservativos y anticonceptivos.
Conozco de primera mano un caso paradigmático en una escuela de la ciudad de Buenos Aires. Jóvenes instructoras, que parecían más bien promotoras de una marca de condones, ofrecían el adminículo a la consideración de chicos de trece años y les decían que la práctica sexual es como un juego, o como cualquiera otra actividad natural: comer o ir al baño. Todo ante el silencioso estupor de las profesoras del establecimiento. Episodios como éste ocurrieron y ocurren en otras ciudades del país.

El contexto cultural
1.- Notemos, ante todo, la difusión de una nueva versión de individualismo en la concepción de la persona humana, que podría calificarse de anárquico, en cuanto que desliga al hombre de sus vínculos esenciales, pone el acento en la expresión de la subjetividad, valora exageradamente toda auto-expresión creativa como paradigma de conducta: cada uno tiene derecho a elegir para sí una forma de vida libre y abierta, que no admita trabas. Se fomenta en los niños y adolescentes una temprana conciencia de autonomía y ésta se configura éticamente como egoísmo. La cultura de hoy, inspirada por los maestros de la sospecha, especialmente Freud, rechaza toda idea de límite, regulación o prohibición en la búsqueda del placer y en el ejercicio de la función que lo brinda. Además, se desconoce, mitiga o elude toda referencia a valores objetivos, universales y permanentes, respecto de los cuales el hombre debe ser educado y autoeducarse en la responsabilidad.
2.- Si queremos caracterizar ideológicamente esta actitud, podemos referirnos, aunque parezca una antigualla, a la célebre proclama de 1968 en París: prohibido prohibir. Los revolucionarios de entonces, que aspiraban a destruir el mundo heredado para construir uno nuevo calcado de las utopías circulantes, acabaron por asimilarse cómodamente a la sociedad burguesa, pero conservaron los ideales de liberación sexual en las costumbres cotidianas y en relación con la pareja (como se dice ahora). Podemos aplicar a esta actitud la calificación elegida por Juan Pablo II en la encíclica Evangelium Vitae: una idea perversa de libertad, violatoria del orden de la naturaleza y del auténtico bien de la persona humana. En tales actitudes se expresa una antropología reductiva, incapaz de comprender el complejo unitario y viviente que es la persona humana. El antecedente filosófico se encuentra en la idea cartesiana del hombre. Descartes escindía la unidad vital de la persona aplicando la distinción entre res cogitans (mente) y res extensa (cuerpo). Como consecuencia, el pensamiento, que se torna pensamiento de dominio, trata al bios (a la vitalidad natural, al cuerpo y sus funciones) despóticamente, como una cosa de la que se puede disponer a voluntad. Se puede notar, de paso, que el espiritualismo exagerado tiene el mismo fundamento filosófico que el materialismo vitalista.

3.- Otro elemento del contexto cultural que intento describir es la inflación desmesurada y antinatural de la problemática relativa al sexo, que podría designarse pan-erotismo y pan-sexualismo: nada escapa en la vida actual a la motivación o a la finalidad sexual. El vocabulario del psicoanálisis, en lo que tiene de filosóficamente incompatible con la concepción cristiana del hombre, se ha convertido en jeringoza habitual, gracias al empeño de los numerosos licenciados en psicología, formados en aquella orientación predominante, que pontifican por televisión y monopolizan consultorías y asesorías. La sexología televisiva se expresa con un desparpajo que resulta finalmente irrisorio.
Ha cundido así entre muchos adolescentes y jóvenes la preocupación por desarrollar un comportamiento atlético en la vida sexual, y la curiosidad o la obsesión por el placer como un fin en sí mismo. Los sexólogos y las iniciativas de prevención de las posibles consecuencias indeseadas suelen presentar una reducción fisiologista de la sexualidad en la que el amor es, a lo sumo un ingrediente afrodisíaco, no el medio del encuentro personal.
4.- Mencionar el papel de los medios de comunicación, especialmente la televisión, puede parecer un lugar común. No me detengo en plantear el problema de la pornografía o de la obscenidad, de la sistemática transgresión del horario beatíficamente considerado de protección al menor. En realidad, hoy en día tendríamos que ocuparnos también, en este capítulo, de la difusión del video y de las navegaciones por Internet. Quiero referirme, solamente, a ciertos programas de televisión abierta dedicados a los adolescentes, emitidos durante años, en los que con el pretexto de reflejar la realidad vivida por numerosos chicos se ponía en juego un mecanismo sutil de corrupción. Así ocurría, unos pocos años atrás, en “Rebelde way” y antes en “Jugate conmigo”, obra de la misma productora: cultivo morboso de la sensualidad y elogio, como algo normal, de los “actos incompletos” (como se los llama en Teología Moral) o petting, que constituyen en las personas normales prolegómenos del acto sexual. El segundo de los programas mencionados tuvo también una versión escénica: “Rejugadísimos”. El diario La Nación publicó, en su oportunidad, una crónica de aquellas representaciones, firmada por Ruth Mehl. Transcribo algunos de sus juicios: “Los artistas reclaman el afecto y la fuerza del público para existir, y el acento está puesto en el movimiento, el ruido, y sobre todo, en la sensualidad... la ingenua y excitada platea adolescente responde con entusiasmo... El amor es muy mencionado en este espectáculo... Pero el amor que se menciona está subrayado en todo momento por el tono sensual y erótico de las canciones, los bailes y las coreografías, que generalmente concluyen con la seducción y la entrega... Muy bien controlado en su carga, el “puente de energía” sigue funcionando con las pilas de intérpretes y público, sin que aparezca el menor atisbo de alguna otra cosa que una sexualidad refinada y cuidadosamente dosificada... como si la diversión sólo fuera posible con la sensualidad y eso solo representara lo único valioso del mundo adolescente”. La crónica fue publicada en la Sección Espectáculos y bajo el epígrafe “Platea infantil”.
5.- En relación con el ambiente que crean los programas de televisión está la subcultura de la “disco” o el “boliche”. Padres y educadores descuidan advertir la malicia de esta práctica cuasi ritual o capitulan ante la imposición de una forma de diversión que constituye muchas veces ocasión próxima de pecado: el hacinamiento en los lugares cerrados, el influjo de luces y música que tiende a inhibir los controles voluntarios y a desinhibir los instintos, la ingesta de alcohol (cuando no droga), la promiscuidad facilitada; todo esto lleva a la exacerbación de la libido en personas inmaduras, incapaces aún de integrar estas realidades en el conjunto de la vida personal. Son los hijos de nuestra familia, los alumnos de nuestros colegios, los muchachos y chicas de nuestras parroquias quienes se agolpan en estos sitios malhadados. ¿Cómo pueden hacer compatible con esta manía la práctica de las virtudes cristianas?
6.- Para cerrar el círculo: La reciente legislación sancionada en la Nación y en varias provincias, con matices diversos, pero que bajo el propósito de evitar la transmisión del SIDA y otras enfermedades que tienen su causa en la lujuria, el embarazo adolescente o “no deseado”, promueven de modo irresponsable la fornicación y el acceso prematuro a la relación sexual, proponiendo obligatoriamente información parcializada y reparto de anticonceptivos y preservativos. Para calibrar adecuadamente la perversidad de estas disposiciones basta pensar que la ley conlleva siempre unan intencionalidad pedagógica: lo que ella manda o permite se considera bueno. Los autores de estas leyes intentan –y así lo confiesan– cambiar una mentalidad, imponer otro estilo de vida.

Educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia
¿Qué actitud hemos de tomar nosotros ante la inclusión curricular de lo que se llama educación sexual? ¿Cómo hemos de abordar en nuestras escuelas esta nueva asignatura?
Una indicación preliminar: no corresponde que nosotros, sin más, la llamemos así; si es preciso utilizar este nombre, sepamos que a la luz de una concepción cristiana del hombre y la mujer se traduce:Educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia. Digamos también, desde ya, que en el centro de esta propuesta humanista y cristiana de educación sexual se ubica la cuestión acerca de la virtud de la castidad.
El fundamento teórico de este camino pedagógico está en una concepción genuinamente humana y cristiana de la sexualidad, que a su vez encuentra sus cimientos en una concepción integral de la persona humana. No intento abundar ahora en este punto; pero quiero señalar la importancia de una correcta base antropológica, que debe ser asumida por los educadores sin vacilaciones. Recomiendo, además, el estudio de las catequesis que S.S. Juan Pablo II ofreció a toda la Iglesia en los años 1979 y 1980 sobre la teología del cuerpo y del amor conyugal.
Uno de los principales problemas teóricos es la comprensión de lo específico de la sexualidad humana, que no puede enfocarse “desde abajo”, desde la animalidad, como si la sexualidad humana no se diferenciara específicamente de la de los bichos inferiores, ni exclusivamente “desde arriba”, desde una racionalidad matematizada y dominadora, presuntamente capaz de disponer y manejar a su arbitrio el torrente biológico expresado en la libido. Materia y espíritu, cuerpo (bios) y psique se conjugan y unifican en la dimensión sexual. En este nivel, el que es propio de la sexualidad humana, se verifica una participación recíproca de espíritu y materia en la que se descubre la persona misma. El hombre se diferencia del animal, incluso, en el fondo de su ser, donde se sitúan elementos biológicos y vitales, porque debido a la mencionada participación recíproca de espíritu y materia, que constituyen el ser único de hombre, todo lo biológico se encuentra bajo el imperativo meta-biológico del espíritu, de tal modo que lo biológico no puede comprenderse por sí solo. Podría esbozarse un paralelismo con la expresión verbal, con el fundamento del lenguaje. Los órganos sexuales, los procesos hormonales, nerviosos y secretorios ligados a la sexualidad, los impulsos y estados de ánimo del orden sensible, la capacidad vital del contacto y las experiencias eróticas, todos estos elementos desempeñan el mismo papel que los procesos necesarios para la producción de sonidos del lenguaje humano; constituyen la parte material de la función y actividad sexual, así como lo son aquellos del fenómeno de la expresión verbal, pero en esos elementos materiales no radica el sentido total y la esencia de la expresión humana. Se vislumbra así la integración personal, la luminosa delicadeza y la felicidad que es propia de la vida sexual rectamente orientada. El elemento que procede del espíritu es el amor, y concretamente el amor conyugal. Corresponde recordarlo en este momento: el ejercicio de la función sexual debe referirse a la unión conyugal y a la comunicación de la vida, es decir al matrimonio y a los hijos. En este ámbito se verifican los fines, las normas y el sentido de la actuación sexual perfecta. Vale la pena insistir en este principio humano y cristiano, olvidado en la cultura fornicaria que se impone tiránicamente: sólo en el matrimonio puede resultar lícita, digna, noble, santa, la actividad sexual.
Esta somera alusión a un dato característico de la antropología cristiana puede servir de base para una breve consideración de la castidad. No creo que pueda enfocarse la educación sexual, desde nuestra perspectiva, sino como una educación en la castidad. Sobre todo si deseamos que sea, efectivamente, educación, es decir, un proceso orientado a la plasmación de la personalidad.
En la actualidad se habla constantemente de la necesidad de “contención”; el concepto de “contener” (a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes) recurre de continuo en las divagaciones de maestros, psicólogos, padres de familia, periodistas; se ha convertido en una palabra de moda. Sin embargo, muchos apóstoles de la contención, a menudo suelen promover, de una manera u otra, el libertinaje sexual. Aristóteles no podría entender semejante contradicción. Hacia el final del Libro III de la Ética a Nicómaco (1117 b ss) se refiere el filósofo a la sophrosyne, a la templanza. Observa allí que el desenfreno del lujurioso, del destemplado, se asemeja en algo a las faltas de los niños, porque éstos se dejan llevar caprichosamente por su apetito. Está sugiriendo que el desborde sexual es señal de infantilismo, de inmadurez, que el varón (o la mujer) que no ha plasmado el orden del espíritu en su vida sexual no ha alcanzado la plena integración de su personalidad.
En la teoría clásica de las virtudes, la templanza aparece asociada con la serenidad, con la tranquilidad del ánimo; tal sosiego brota de un orden interno, objetivo, logrado en lo más íntimo del hombre. La templanza procura, pues, la actuación del orden, del equilibrio interno del deseo, el imperio de la ratio, de la razón, en el conjunto de energías sensibles que constituyen el fondo del ser humano y tienden a su conservación. La templanza “contiene”, orienta, pone cauces, hace que el hombre se asuma como misión a cumplirse; es así virtud de la autoconservación y del crecimiento humano, actúa sobre la profundidad de la persona, ya que se refiere a realidades esenciales y constitutivas. Trabaja en la orientación positiva, constructiva, de los placeres más elementales y vehementes, ligados a la alimentación, la bebida y la pasión sexual. Aquí corresponde recordar el desequilibrio congénito que nos habita como consecuencia del pecado original: la concupiscencia, entendida en su sentido teológico, como inclinación al pecado. Digamos, entre paréntesis, que en el griego del Nuevo Testamento pecado se dice hamartía, y equivale a marrar el blanco; en el campo de la templanza es un error por despiste del auténtico sentido de las fuerzas elementales que constituyen al hombre. Asoma en este punto un aspecto dramático, doloroso, de la sexualidad; después del pecado, es una llaga en el costado del género humano. Esta visión realista impide alienarse en una concepción naturalista o romántica del eros, de la pasión sexual, de la libido y sus actuaciones genitales.
La templanza que se aplica a buscar en este ámbito el justo medio, el medium rationis, y a regular la libido, la pasión sexual y los actos exteriores que proceden de ella, recibe el nombre de castidad. Es éste un nombre que ya no circula socialmente, señal clarísima de que su concepto y, lo que es peor, su práctica, ya no constituyen un valor vigente, reconocido y apreciado por la mayoría de nuestros contemporáneos.
Lo propio de la castidad es ir logrando la inclinación sana, recta, de la pasión desde “adentro” de ella misma; su objeto es orientarla hacia el bien, para que se ejerza, como corresponde, en el matrimonio, y en este ámbito como expresión del amor conyugal y en apertura al don de la vida, para hacerlo fecundo en los hijos. La norma moral expresada en el sexto mandamiento, que tradicionalmente hemos formulado “no fornicar” no resulta de una imposición externa, sino que procede de la misma naturaleza de la cosa: el fin al que está orientada estructuralmente la sexualidad humana.
No debe entenderse la castidad como represión, ni como supresión de los deseos y placeres de los sentidos en materia sexual. Todo lo contrario: la teoría clásica de las virtudes considera que la negación del placer es un defecto o un vicio llamado insensibilidad. Además, habría que distinguir la represión, en cuanto que es criticada como una postura patológica, de la continencia, necesaria para la adquisición de la castidad. La continencia consiste en un ejercicio de la voluntad sobre la pasión, que retiene su desencadenamiento y la refrena imponiéndose “desde afuera”. Procede así la continencia hasta que la pasión sexual se vaya asimilando al bien auténtico del hombre, el bonum rationis, y conformándose el hábito de la castidad. En los adolescentes y jóvenes solteros, en quienes la castidad debe verificarse como abstinencia, la voluntad, que contiene la pasión, desempeña un papel imprescindible para la propia educación sexual y para su preparación al matrimonio, estado en el cual deben empeñarse en consolidar la castidad conyugal.
Corresponde en este punto hacer referencia a un valor olvidado, que constituye el umbral de una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia. Es el pudor. No debe entenderse éste como mojigatería u ocultamiento puritano, que han de ser vistos más bien como sus deformaciones hipócritas o enfermizas. El pudor es un sentimiento que impulsa a detenerse, a ser discreto, que implica una cuota imprescindible de vergüenza honesta. Se funda en el presentimiento de una dignidad espiritual, propia de las cosas nobles, que corre el riesgo de ser profanada si se la expone sin más a la divulgación; conlleva el temor de envilecer algo íntimo, que no se quiere comunicar indebidamente. Es un fenómeno natural y no convencional, que se da espontáneamente en las personas honestas, del que carece el desvergonzado, el descarado, que es capaz de hacer ostentación de sus vicios.
El pudor es todo lo contrario de la banalización de la sexualidad, del exhibicionismo inhumano que ofrece el sex-shop televisivo que asedia obsesivamente a nuestros muchachos y chicas y que les impide el reconocimiento y la valoración de las realidades sexuales como algo honesto, bello y santo. Este sentimiento es asumido por la psicología de la castidad y constituye la salvaguarda de esta virtud y del verdadero amor.
        
Los agentes de una recta educación para el amor.
Volvamos al planteo educativo. ¿Quién debe asumir la formación de niños, adolescentes y jóvenes respecto de la sexualidad? Esta cuestión depende, en realidad, de otra más general: ¿quién educa, realmente, hoy? ¿La familia, la escuela, la Iglesia, la sociedad (en cuanto opinión pública), la televisión, los “formadores de opinión”? Las legítimas autoridades educativas parecen desplazadas por nuevos agentes y factores que son, en buena medida, instrumentos de deseducación. En el caso concreto que nos interesa, de una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia, parece que se debe reconocer una conjunción de competencias que debería ser armonizada prudentemente.
Hay que reconocer que, en la Argentina, la familia no ha desempeñado, tradicionalmente, su papel educativo en lo que respecta al conocimiento y la orientación de la sexualidad de sus hijos. Por un lado, se dejaba al adolescente librado a su suerte, como si su desarrollo sexual no fuera materia de aprendizaje y de transmisión de principios y valores. “De eso no se habla”, parecía ser la posición tácita de tantas familias, y del ambiente en general, quizás por influjo de un cierto puritanismo, de una idea equivocada de la sexualidad y de una incomprensión del papel de la virtud que la configura y orienta. Pero no faltaban los casos de padres –aún presuntamente cristianos- que favorecían la iniciación sexual de sus hijos en el tenebroso mundo de la prostitución, de los hijos varones, naturalmente, porque por aquellos años se pensaba todavía que la mujer debía permanecer virgen hacia el matrimonio. No hace falta señalar cuánto han cambiado las costumbres; hemos ido de mal en peor.
Hoy en día son pocas las familias preparadas y dispuestas a brindar a sus hijos una recta educación para el amor conyugal y fecundo. Además, las transformaciones sufridas por la estructura familiar, las aventuradas variaciones en el concepto y la experiencia de la conyugalidad, la consideración de las relaciones prematrimoniales como algo normal e inevitable y una cierta tolerancia para con otras aberraciones sexuales desubican los posibles intentos educativos de la familia en esta materia tan delicada y bella. El ser humano necesita ser educado para el recto ejercicio de la función sexual, sobre todo si se toma en cuenta el desquicio producido en nuestra naturaleza por el pecado original. Ulpiano decía que estas cosas son quod omnia animalia natura docet, lo que la naturaleza enseña a todos los animales. Puede ser que al animal humano la naturaleza le enseñe qué es y cómo se hace, pero necesita que se le conduzca y acompañe en la orientación virtuosa de esta fuerza esencial que es la sexualidad para que sea vivida y gozada humanamente.
Existe, además, otra dificultad que no puede ser soslayada. Desde hace ya varias décadas, no faltan sacerdotes y otros agentes pastorales, que no sólo han dejado de transmitir el valor y el aprecio de la castidad, sino que, contradiciendo al Magisterio de la Iglesia confunden a los fieles con las posturas de los teólogos del disenso y “autorizan” (como si ellos pudieran hacerlo) a obrar contra la norma moral, o bien disminuyen el carácter objetivamente pecaminoso de las faltas cometidas contra el orden del espíritu en la sexualidad: anticoncepción artificial, relaciones prematrimoniales, masturbación, relaciones homosexuales. Un proyecto educativo como el que nos proponemos desarrollar debe basarse sobre la clara aceptación de la doctrina de la Iglesia, reiterada recientemente en luminosos documentos de Juan Pablo II y de las Congregaciones Romanas.
La escuela no puede desentenderse de esta cuestión capital para el destino de las personas, de las familias y de la sociedad toda. En primer lugar, a la escuela católica le corresponde instruir, educar y asistir a las familias para que ellas puedan asumir este aspecto de su deber educativo respecto de los hijos, sobre todo de los más pequeños.
Pero, además, nuestras instituciones de enseñanza han de instrumentar planes curriculares en los que las diversas disciplinas contribuyan a transmitir una concepción integral de la persona humana que pueda ser verificada, vivida, en un proceso educativo de plasmación de la personalidad. Me parece importante insistir en el carácter interdisciplinario de este camino de formación. A la biología y a la psicología le cabe la incumbencia básica de presentar sin reduccionismos los aspectos biológicos, anatómicos, fisiológicos y anímicos de la sexualidad humana, por referencia  a una sana antropología filosófica y teológica. En los contenidos éticos deberá establecerse con claridad el valor de la virtud y concretamente, de las referidas a la orientación de la sensibilidad y de la sexualidad. Es competencia de la enseñanza religiosa escolar insertar una concepción integral de la persona humana, del amor, la sexualidad, el noviazgo, el matrimonio y la familia en la totalidad de la cosmovisión cristiana, sin olvidar las realidades condicionantes como el pecado original y sus secuelas, y el misterio de la gracia redentora de Cristo, que hace posible al hombre cumplir su destino de imagen y semejanza de Dios, más aún de hijo suyo, llamado a la felicidad eterna. La catequesis escolar irá acompañada de una asistencia pastoral cercana y personalizada y facilitará el acceso a los sacramentos, sin cuya gracia no es posible practicar la virtud. Especialmente en el sacramento de la Reconciliación y en la dirección espiritual encontrarán los alumnos la posibilidad de formar su conciencia en el discernimiento de la verdad y del bien.
La transmisión de conocimientos, la orientación ética y el acompañamiento espiritual deberán graduarse con prudencia y delicadeza, según la edad y situación personal de los educados, y siempre en relación con las familias.
El asunto del cual me he ocupado aquí someramente constituye un aspecto particularmente delicado y a la vez fundamental de un proyecto educativo católico. Sin exageración podemos pensar que de nuestro acierto en este campo depende, en buena medida, el futuro de la familia y de la sociedad. Que el Señor nos ilumine y nos asista para cumplir cabalmente con nuestra misión. Es una tarea que debemos consagrar a la Inmaculada Virgen María y someter incesantemente, con nuestras súplicas, a su intercesión.


+ Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata



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