1.4. - EXAMINAD LOS
ESPÍRITUS
I
Si bien reflexionamos,
veremos que todos tenemos esa natural tendencia a creer que estamos en la
verdad, simplemente porque nos la enseñó así nuestra madre inolvidable o
nuestro querido padre o nuestro sabio párroco, etc. Pero Dios nos enseña, por
boca de San Pedro, que hemos de estar dispuestos para dar en todo momento
razón de la esperanza que hay en nosotros (I Pedro III, 15), es decir de la fe que profesamos; pues la
esperanza se funda en la fe, en las cosas que no se ven (Rom. VIII, 24). Es, pues, como si
dijera: Examinad el espíritu que tenéis, si es bueno o malo, si merece fe o
desconfianza.
Con
lo cual vemos que no es recta delante de Dios esa posición antes recordada que
tiene un móvil puramente sentimental o humano, y que no significa
certeza en el orden sobrenatural. Pues nuestra madre, por ejemplo, puede haber sido muy querida
pero muy ignorante, y por lo demás, los hijos de una mahometana o de una
japonesa shintoísta, etc., piensan sin duda con igual honradez que sus padres y
sus maestros no pudieron engañarlos. Y
como la fe no es tampoco una argumentación filosófica, sino el asentimiento
prestado a la Palabra de Dios revelante, ¿qué haremos para examinar los
espíritus, sino buscar todo el tiempo la confirmación de lo que creemos o
esperamos o su rectificación en caso necesario para sanear verdaderamente
nuestra fe de cualquier deformación proveniente de creencia popular o
supersticiosa?
II
Más
de una persona que quiere ser piadosa, se dedica a una piedad sentimental,
y está convencida de que no será oída por Dios, sino recitando tal fórmula
determinada, y esto delante de tal imagen determinada y no de otra, y en tal
día y no en otro, y cree esto con tanta firmeza como si lo hubiese leído en el
Evangelio, mientras ignora casi por completo las Palabras de vida que
allí nos dejó nuestro divino Salvador.
A
tal persona no le falta lo que se llama devoción es tal vez la más piadosa de
la parroquia, pero sí, la recta espiritualidad. No sabe distinguir entre
lo esencial y lo secundario, y así se trastorna en ella el orden de los
valores, de modo que los de poco valor le parecen más importantes que los de
primera categoría. Es porque esa alma se deja llevar, sin darse cuenta, de
un espíritu pseudo-religioso, que es precisamente la mejor arma del diablo para
corromper las almas piadosas.
Peor
es el caso de los que tienen una religiosidad enfermiza, como
aquella que San Pablo estigmatiza en II Tim. IV, 5-4, diciendo que habrá
hombres, que "no soportarán más la sana doctrina, antes bien con prurito
de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias. Apartarán de
la verdad el oído y se volverán a las fábulas". El Papa Benedicto XV cita
este pasaje en la Encíclica “Humani Generis", donde exhorta a los
predicadores a no ambicionar el aplauso de los oyentes, y agrega: "A éstos
les llama San Pablo halagadores de oídos. De ahí esos gestos nada reposados y
descensos de la voz unas veces, y otras esos trágicos esfuerzos; de ahí esa
terminología propia únicamente de los periódicos; de ahí esa multitud de
sentencias sacadas de los escritos de los impíos, y no de la Sagrada Escritura,
ni de los Santos Padres". Agradecemos al Sumo Pontífice la franqueza con
que azota aquí las faltas que algunos hacen en la predicación, con lo cual da a
entender que las aberraciones espirituales de los fieles tienen su paralelo en
las desviaciones de los predicadores.
La
religiosidad de esta clase de cristianos es un problema. "Tendrán, como dice San Pablo, ciertamente apariencia de piedad,
mas niegan su fuerza" (II Tim. III, 5), o sea, su espíritu. A la gran masa
le gusta tal deformación de la religión, porque exige poco: solamente algunas
"apariencias" piadosas, las más baratas posibles: en lo demás,
libertad para vivir la vida, pues esos hombres son "amadores de los placeres más que de Dios" (II Tim. III,
4). ¡Con qué claridad San Pablo ha visto nuestro tiempo! Y le dio también el
nombre que le corresponde: tiempo de apostasía, apostasía práctica, por
supuesto, ya que las "apariencias" de piedad impiden la apostasía
formal. La apostasía disfrazada es para el Apóstol de los Gentiles "el
misterio de la iniquidad", del cual habla en II Tes. II, 7 ss., para
abrirnos los ojos sobre los espíritus que nos engañan bajo forma de piedad y
aparatosa religiosidad, incluso apariciones.
III
¿Cómo podemos reconocer los
falsos espíritus? ¿Cómo descubrir "los poderes de engaño" (II Tes. II, 11), que "con toda
seducción de iniquidad" (íbid. v.
10) y vestidos de "ángel de luz" (II Cor. XI, 14) corrompen la grey de Cristo, no exteriormente,
sino interiormente, como lo describe el Apóstol en el segundo capítulo de la II Carta a los Tesalonicenses, y Jesucristo en la parábola de la cizaña
(Mat. XIII, 24 ss.)?
El mismo Dios nos brinda en
la Sagrada Escritura las armas defensivas contra los espíritus que falsifican
la piedad, diciéndonos que hay que examinarlo todo para ver si es de Dios o de
los espíritus malos. “Examinadla todo y
quedaos con lo bueno" (I Tes.
V, 21). “No queráis creer a todo
espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios” (I Juan IV, 1).
Lejos
de tener esa llamada fe del carbonero, que acepta ciegamente cuanto escucha
(cómodo pretexto para no estudiar las cosas de Dios), debemos imitar a los
primeros cristianos, que escuchaban a San Pablo en Berea, y siendo "de
mejor índole que los de Tesalónica, recibieron la palabra con gran ansia y
ardor, examinando atentamente todo el día las Escrituras, para ver si era
cierto lo que se les decía" (Hech. XVII, 11).
A
los judíos que no le reconocían como Mesías, dice Jesús: "Escudriñad
las Escrituras. . . ellas son las que dan testimonio de Mí" (Juan V,
39). Lo mismo diría El hoy a los que no conocen su fisonomía auténtica de
Dios-Hombre o le destronan de su única posición de Mediador entre Dios y los
hombres (I Tim. II, 5).
Escudriñad las Escrituras,
leed los Evangelios, las Cartas de San
Pablo, estudiad rasgo por rasgo la personalidad de Cristo, rumiad cada una de sus
palabras, que son luz y vida, imbuíos de su espíritu, y os inmunizaréis contra
todo intento de desfigurarlo o sustituirlo por apariencias. El atento lector
del Evangelio está prevenido contra los falsos apóstoles y las apariencias de
piedad y sabe que Cristo es el centro de toda la religión cristiana, y cuanto
más una devoción se acerca al centro tanto más es cristiana. Enfocando todas
las cosas con la luz del Evangelio descubre él lo que es verdad y lo que es
apariencia. Demos gracias a Dios que nos ha dado la antorcha de su palabra para
orientarnos.
San Juan nos da un método muy sencillo
para conocer y discernir los espíritus. Dice el Apóstol predilecto: "Todo
espíritu que confiesa que Cristo ha venido en carne, es de Dios, y todo
espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que es el espíritu del
Anticristo" (1 Juan IV, 2-3). Es decir, todo lo que redunda en honor
de Jesucristo y contribuye a la glorificación de su obra redentora, viene del
buen espíritu: y todo lo que disminuye la eficacia de la obra de Cristo o lo
desplaza de su lugar céntrico, procede del espíritu maligno, aunque se presente
disfrazado como ángel de luz y obre señales y prodigios, (Mat. XXIV, 24; II
Tes. II, 9). Pues todo falso profeta tiene dos cuernos como el Cordero (Apoc.
XIII, 11), es decir, la apariencia exterior de Cristo, y sólo pueden
descubrirlo los que son capaces de apreciar espiritualmente lo que es o no es
palabra de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario