HOMILÍA
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA BEATIFICACIÓN DE LOS SIERVOS DE DIOS
JOSÉ APARICIO SANZ Y
JOSÉ APARICIO SANZ Y
232 COMPAÑEROS MÁRTIRES EN ESPAÑA
Domingo 11 de marzo de 2001
Domingo 11 de marzo de 2001
Amados hermanos y
hermanas:
1. "El Señor
Jesucristo transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su
condición gloriosa" (Flp 3,21). Estas palabras de San
Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura de la liturgia de hoy, nos
recuerdan que nuestra verdadera patria está en el cielo y que Jesús
transfigurará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo glorioso como el suyo. El
Apóstol comenta así el misterio de la Transfiguración del Señor que la Iglesia
proclama en este segundo domingo de Cuaresma. En efecto, Jesús quiso dar un signo
y una profecía de su Resurrección gloriosa, en la cual nosotros estamos
llamados también a participar. Lo que se ha realizado en Jesús, nuestra Cabeza,
tiene que completarse también en nosotros, que somos su Cuerpo.
Éste es un gran
misterio para la vida de la Iglesia, pues no se ha de pensar que la
transfiguración se producirá sólo en el más allá, después de la muerte. La vida
de los santos y el testimonio de los mártires nos enseñan que, si la
transfiguración del cuerpo ocurrirá al final de los tiempos con la resurrección
de la carne, la del corazón tiene lugar ya ahora en esta tierra, con la ayuda
de la gracia.
Podemos
preguntarnos: ¿Cómo son los hombres y mujeres "transfigurados"? La
respuesta es muy hermosa: Son los que siguen a Cristo en su vida y en su
muerte, se inspiran en Él y se dejan inundar por la gracia que Él nos da; son
aquéllos cuyo alimento es cumplir la voluntad del Padre; los que se dejan
llevar por el Espíritu; los que nada anteponen al Reino de Cristo; los que aman
a los demás hasta derramar su sangre por ellos; los que están dispuestos a
darlo todo sin exigir nada a cambio; los que -en pocas palabras- viven amando y
mueren perdonando.
2. Así vivieron y
murieron José Aparicio Sanz y sus doscientos treinta y dos compañeros,
asesinados durante la terrible persecución religiosa que azotó España en los
años treinta del siglo pasado. Eran hombres y mujeres de todas las edades y
condiciones: sacerdotes diocesanos, religiosos, religiosas, padres y madres de
familia, jóvenes laicos. Fueron asesinados por ser cristianos, por su fe en
Cristo, por ser miembros activos de la Iglesia. Todos ellos, según consta en
los procesos canónicos para su declaración como mártires, antes de morir
perdonaron de corazón a sus verdugos.
La lista de los que
hoy suben a la gloria de los altares por haber confesado su fe y dado su vida
por ella es numerosa. Hay treinta y ocho sacerdotes de la Archidiócesis de
Valencia, junto con un numeroso grupo de hombres y mujeres de la Acción
Católica también de Valencia; dieciocho dominicos y dos sacerdotes de la
Archidiócesis de Zaragoza; cuatro Frailes Menores Franciscanos y seis Frailes
Menores Franciscanos Conventuales; trece Frailes Menores Capuchinos, con cuatro
Religiosas Capuchinas y una Agustina Descalza; once Jesuitas con un joven
laico; treinta y dos Salesianos y dos Hijas de María Auxiliadora; diecinueve
Terciarios Capuchinos con una cooperadora laica; un sacerdote dehoniano; el
Capellán de Colegio La Salle de la Bonanova, de Barcelona, con cinco Hermanos
de las Escuelas Cristianas; veinticuatro Carmelitas de la Caridad; una
Religiosa Servita; seis Religiosas Escolapias con dos cooperadoras laicas
provenientes éstas últimas del Uruguay y primeras beatas de ese País
latinoamericano; dos Hermanitas de los Ancianos Desamparados; tres Terciarias
Capuchinas de Nuestra Señora de los Dolores; una Misionera Claretiana; y, en
fin, el joven Francisco Castelló i Aleu, de la Acción Católica de Lleida.
Los testimonios que
nos han llegado hablan de personas honestas y ejemplares, cuyo martirio selló
unas vidas entretejidas por el trabajo, la oración y el compromiso religioso en
sus familias, parroquias y congregaciones religiosas. Muchos de ellos gozaban
ya en vida de fama de santidad entre sus paisanos. Se puede decir que su
conducta ejemplar fue como una preparación para esa confesión suprema de la fe
que es el martirio.
¿Cómo no conmovernos
profundamente al escuchar los relatos de su martirio? La anciana María Teresa
Ferragud fue arrestada a los ochenta y tres años de edad junto con sus cuatro
hijas religiosas contemplativas. El 25 de octubre de 1936, fiesta de Cristo
Rey, pidió acompañar a sus hijas al martirio y ser ejecutada en último lugar
para poder así alentarlas a morir por la fe. Su muerte impresionó tanto a sus
verdugos que exclamaron: "Esta es una verdadera santa". No menos
edificante fue el testimonio de los demás mártires, como el joven Francisco
Alacreu, de veintidós años, químico de profesión y miembro de la Acción
Católica, que consciente de la gravedad del momento no quiso esconderse, sino
ofrecer su juventud en sacrificio de amor a Dios y a los hermanos, dejándonos
tres cartas, ejemplo de fortaleza, generosidad, serenidad y alegría, escritas
instantes antes de morir, a sus hermanas, a su director espiritual y a quien
fuera su novia. O también el neosacerdote Germán Gozalbo, de veintitrés años,
que fue fusilado sólo dos meses después de haber celebrado su Primera Misa,
después de sufrir un sinfín de humillaciones y malos tratos.
3. ¡Cuántos ejemplos
de serenidad y esperanza cristiana! Todos estos nuevos Beatos y muchos otros
mártires anónimos pagaron con su sangre el odio a la fe y a la Iglesia desatado
con la persecución religiosa y el estallido de la guerra civil, esa gran
tragedia vivida en España durante el siglo XX. En aquellos años terribles
muchos sacerdotes, religiosos y laicos fueron asesinados sencillamente por ser
miembros activos de la Iglesia. Los nuevos beatos que hoy suben a los altares
no estuvieron implicados en luchas políticas o ideológicas, ni quisieron entrar
en ellas. Bien lo sabéis muchos de vosotros que sois familiares suyos y hoy
participáis con gran alegría en esta beatificación. Ellos murieron únicamente
por motivos religiosos. Ahora, con esta solemne proclamación de martirio, la
Iglesia quiere reconocer en aquellos hombres y mujeres un ejemplo de valentía y
constancia en la fe, auxiliados por la gracia de Dios. Son para nosotros modelo
de coherencia con la verdad profesada, a la vez que honran al noble pueblo
español y a la Iglesia.
¡Que su recuerdo bendito
aleje para siempre del suelo español cualquier forma de violencia, odio y
resentimiento! Que todos, y especialmente los jóvenes, puedan experimentar la
bendición de la paz en libertad: ¡Paz siempre, paz con todos y para todos!
4. Queridos
hermanos, en diversas ocasiones he recordado la necesidad de custodiar la
memoria de los mártires. Su testimonio no debe ser olvidado. Ellos son la
prueba más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano
incluso a la muerte más violenta y manifiesta su belleza aun en medio de
atroces padecimientos. Es preciso que las Iglesias particulares hagan todo lo
posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio.
Al inicio del tercer
milenio, la Iglesia que camina en España está llamada a vivir una nueva
primavera de cristianismo, pues ha sido bañada y fecundada con la sangre de
tantos mártires. Sanguis martyrum, semen christianorum! ¡La
sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos! (Tertuliano, Apol.,
50,13: CCL 1,171). Esta expresión, acuñada durante las persecuciones de los
primeros siglos, debe hoy llenar de esperanza vuestras iniciativas apostólicas
y esfuerzos pastorales en la tarea, no siempre fácil, de la nueva
evangelización. Contáis para ello con la ayuda inigualable de vuestros
mártires. Acordaos de su valor, "fijaos en el desenlace de su vida e
imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre" (Hb 13,7-8).
5. Deseo confiar a
la intercesión de los nuevos beatos una intención que lleváis profundamente
arraigada en vuestros corazones: el fin del terrorismo en España. Desde hace
varias décadas estáis siendo probados por una serie horrenda de violencias y
asesinatos que han causado numerosas víctimas y grandes sufrimientos. En la
raíz de tan lamentables sucesos hay una lógica perversa que es preciso
denunciar. El terrorismo nace del odio y a su vez lo alimenta, es radicalmente
injusto e acrecienta las situaciones de injusticia, pues ofende gravemente a
Dios y a la dignidad y los derechos de las personas. ¡Con el terror, el hombre
siempre sale perdiendo! Ningún motivo, ninguna causa o ideología pueden
justificarlo. Sólo la paz construye los pueblos. El terror es enemigo de la
humanidad.
6. Amados en el
Señor, también a nosotros la voz del Padre nos ha dicho hoy en el Evangelio:
"Este es mi Hijo, el escogido; escuchadle" (Lc 9,35).
Escuchar a Jesús es seguirlo e imitarlo. La cruz ocupa un lugar muy especial en
este camino. Entre la cruz y nuestra transfiguración hay una relación directa.
Hacernos semejantes a Cristo en la muerte es la vía que conduce a la
resurrección de los muertos, es decir, a nuestra transformación en Él
(cf. Flp 3,10-11). Ahora, al celebrar la Eucaristía, Jesús nos
da su cuerpo y su sangre, para que en cierto modo podamos pregustar aquí en la
tierra la situación final, cuando nuestros cuerpos mortales sean transfigurados
a imagen del cuerpo glorioso de Cristo.
Que María, Reina de
los mártires, nos ayude a escuchar e imitar a su Hijo. A Ella, que acompañó a
su divino Hijo durante su existencia terrena y permaneció fiel a los pies de la
Cruz, le pedimos que nos enseñe a ser fieles a Cristo en todo momento, sin
decaer ante las dificultades; nos conceda la misma fuerza con que los mártires
confesaron su fe. Al invocarla como Madre, imploro sobre todos los aquí presentes,
así como sobre vuestras familias los dones de la paz, la alegría y la esperanza
firme.
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