martes, 15 de agosto de 2017

El valor de la virginidad de María, la Madre de Dios - Mons. Horacio Bózzoli

Carta Pastoral de Adviento del año 1987
del Arzobispo de Tucumán, Argentina,  
Monseñor Horacio Bózzoli,
en el marco del Año Mariano Universal.

Ante autores “católicos” que ponen en duda la verdad de fe definida que se refiere a la virginidad perpetua de la Santísima Madre de Dios, es necesario ubicar esta verdad en el conjunto de las verdades cristianas.


  
         Con ocasión de la justa libertad que el Concilio Vaticano II reconoció a la investigación teológica, algunos autores “católicos” -en una abusiva interpretación- adoptan una posición que minimiza y, entre otras cosas, pone en duda que la concepción virginal de Jesús pertenezca a la fe. (1)

         Otros afirman que la concepción virginal es un modo simbólico de describir la intervención divina en la historia humana, o una mera presentación literaria de la preexistencia divina del Verbo.

         Ante estas teorías peregrinas y estas dudas, ha de recordarse que la virginidad de María es una verdad de fe que debe entenderse en sentido propio.

         Esta fe es la que se expresa en los dos relatos evangélicos de Mateo y de Lucas, en los que, ciertamente, la concepción virginal se entiende en sentido físico. Y es un hecho conocido que esta fe fue profesada por la Iglesia desde la más remota antigüedad y fue proclamada en varias declaraciones del Magisterio, de Concilios y de Pontífices.

         No es el objeto de este aporte al Año Mariano hacer otro trabajo sobre los orígenes de esta fe (2), sino ubicar esta verdad en el conjunto de las verdades cristianas y determinar más claramente su alcance.


LA VIRGINIDAD DE MARIA Y LA IDENTIDAD DE JESÚS:
“Natus ex María Virgine”

         ¿Es una verdad importante la virginidad de María? Entre los que lo ponen en duda o la rechazan, algunos piensan que es una afirmación marginal, y que su negación no implica ningún daño a la fe cristiana; por tanto, no valdría la pena defenderla y podría ser sacrificada en atención al diálogo con los protestantes.


         Lo que la hace importante es el hecho que esta verdad está vinculada con la identidad del Salvador: Jesús es el que nación de la Virgen María. El origen virginal del Salvador es inseparable de su ser y manifiesta su filiación divina, ya que el hecho de no tener Jesús un padre humano revela que tiene por padre al Padre celestial.

         Es verdad que la concepción virginal de Jesús no es necesaria a su Encarnación. El Hijo de Dios podría haberse hecho hombre mediante el modo ordinario de la concepción en el matrimonio; no había sido imposible que el Salvador viniera al mundo como hijo de José y de María. Pero de esta mera posibilidad no se puede concluir que su concepción virginal sólo tuvo un valor accesorio. Porque si no fue necesaria, fue sumamente conveniente: la concepción virginal de Jesús fue particularmente apta para expresar y revelar su filiación divina. Esta conveniencia hizo que éste fuese el único modo concreto elegido en el plan divino para realizar el misterio de la Encarnación. El Padre quiso presentar a su Hijo al mundo con una generación única en su tipo, que pone de relieve el carácter singular de su identidad filial.

         Lo que importa no es tanto los otros modos abstractamente posibles de la Encarnación, sino la manera histórica, concreta y única como se realizó la Encarnación.

         Ahora bien, en esta Encarnación concreta, la maternidad virginal de María revista una función importante, ya que determina el camino de la inserción del Hijo de Dios en el género humano.

         Gracias a esta maternidad el Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre los hombres. Es la Verdad que se desprende del Prólogo de San Juan (Jn. 1, 13-14) según la versión del 1,13 en singular: “… la cual no nació de la sangre, ni de deseo de la carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros”, donde hay una alusión a la generación eterna de la Palabra, pero también al nacimiento virginal de Jesús. Por la maternidad virginal el Hijo se hizo solidario con la condición humana, con una vinculación que le permite salvar a toda la humanidad.

         La unión que se da entre la concepción virginal y la filiación divina de Cristo se confirma porque poner en duda una de estas verdades de fe significa a menudo dudar de la otra. El autor que en el Catecismo Holandés rechazaba afirmar la virginidad física de María, y defendía su posición hablando de “un problema abierto”, tampoco aceptaba que Cristo fuera la persona divina preexistente de la Palabra (3).
        
         Algunos protestantes niegan el valor histórico a los dos relatos bíblicos de la concepción virginal, pero lo hacen en una perspectiva en la que se considera a Cristo sólo como un hombre.

         Por lo contrario, el teólogo protestante K. Barth –que enérgicamente sostiene la divinidad de Cristo- pone de relieve la fórmula del símbolo “natus ex Maria Virgine”, que él admite “absolutamente y sin equívocos”. Barth afirma que esta fórmula indica la soberanía de la acción divina mediante una negación nítida y concreta: “nacido de María Virgen” significa haber nacido como ningún otro, haber sido dado a luz de un modo biológicamente imposible, como puede serlo la resurrección de un muerto, es decir, haber sido llamado a la vida no después de una concepción, fruto de la intervención masculina, sino únicamente por la gravidez de una mujer (4).

         Si la concepción virginal pertenece a la identidad de Cristo, lo es –nótese bien- en virtud del sentimiento mismo del misterio de la Encarnación. Cuando el Hijo de Dios vino al mundo no asumió una naturaleza humana para simplemente yuxtaponerla con su naturaleza divina. Algunas objeciones contra la dualidad de la naturaleza en Cristo, profesada en el Concilio de Calcedonia, en realidad están dirigidas contra la representación de dos naturalezas yuxtapuestas y contra un Jesús así conformado. Ahora bien, en Jesús el plano divino no se sobrepone al humano: se encarna en él para expresarse y revelarse. La generación virginal es el modo como el Padre quiere expresar, en carne humana, su paternidad en relación a Jesús.

         Por tanto, la concepción virginal está ante todo orientada hacia Cristo, más que a María. En primer término, no se trata de defender un “privilegio mariano”, sino de reconocer el verdadero origen de Cristo. No reconocer a María su virginidad significa rechazar en Cristo un aspecto importante de su identidad.


LA IRRUPCIÓN DE LO SOBRENATURAL

         Barth, en su perspectiva protestante, sostiene erradamente que la concepción virginal “deshace el camino a toda pretensión de una teología natural” (conocimiento de Dios por la sola luz de la razón). Con todo, escribe rectamente que la expresión “de la Virgen” (“ex Virgine”) indica que la “inserción humana del revelador de Dios, que es Dios mismo, es un milagro, es decir, un acontecimiento que se produce en la contingencia de los fenómenos, sin encontrar en ellos su razón de ser, y que, por el hecho de ser un signo puesto inmediatamente por Dios, exige ser comprendido en cuanto tal (Dogmatique, I, II, I, 74). Demuestra también que “ la naturaleza humana no tiene en sí misma la capacidad de llegar a ser la carne de Jesús, lugar de la revelación divina” (5).

         Si la concepción virginal es cuestionada desde hace menos de dos decenios (hacia 1960) por algunos autores “católicos”, es porque implica una ruptura con las leyes de la naturaleza; ahora bien, esta ruptura parece poco conforme a toda una corriente de pensamiento actual. El movimiento secularista tiende a exaltar la naturaleza y a reducir lo sobrenatural. Y, en algunos seguidores de la “muerte de Dios”, se llegó hasta absorber a Dios en la humanidad de Cristo, de modo que el hombre fuera la realidad suprema. Esta corriente se pregunta: ¿en qué medida tiene sentido conservar todavía la distinción entre lo natural y lo sobrenatural?

         La respuesta viene de la misma Encarnación. Esta no significa absorción de lo divino en lo humano. La concepción virginal muestra claramente el designio divino que introdujo en la naturaleza una singular potencia de transformación, que no puede reducirse a fuerzas naturales. Sostener como principio que Dios no puede intervenir en nuestro mundo si no conforme con las leyes de la Creación, y que no puede influir en los seres creados ejercitando Él mismo una acción, que en el normal desenvolvimiento de las cosas provendría de uno de esos seres, significaría excluir la concepción virginal en la que Dios sustituye el papel del padre en la Encarnación.

         La concepción virginal testimonia     que el Hijo de Dios quiso penetrar en el género humano. Con todo, al mismo tiempo atestigua que el Hijo de Dios quiso ser plenamente hombre, ya que la maternidad virginal es una verdadera maternidad humana. En efecto, la virginidad de María nada suprime de su maternidad, más aún, la vincula todavía más íntimamente con su Hijo.

         La ruptura con las leyes ordinarias de la generación constituye un signo del nuevo nacimiento que Cristo ofrece a todo ser humano: un nacimiento según el Espíritu, de ahí que el nacimiento virginal no es simplemente un privilegio que concierne a Jesús y a María, sino que, además, es un signo puesto por el Espíritu para edificar el nuevo Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia.

         Así aparece la finalidad de la Encarnación, que no fue dar simplemente a la naturaleza humana su desarrollo completo, sino principalmente elevarla a un plano superior en el que se desarrolla la vida divina. Es verdad, que la concepción virginal de Jesús es un signo en relación al nacimiento espiritual que se concede a los cristianos. Este es obra del Espíritu, aquélla permanece como una generación en el orden físico, y como tal no trae consigo todavía la realidad de la generación espiritual, que se obrará mediante la gracia cristiana, especialmente por el Bautismo.

         Sin embargo, para que se pueda obtener esta realidad fue necesario que el mismo Jesús pase por un nuevo nacimiento, el de su resurrección y de su triunfo celestial. Es Cristo glorioso quien hará renacer al hombre y le comunicará, en el Espíritu, la vida divina. Con todo, sigue siendo verdad que el nacimiento virginal de Jesús es un signo de ese otro nacimiento glorioso. Es un anuncio, no verbal, sino un primer hecho de generación que prefigura la resurrección de Cristo y el nacimiento de los cristianos a la vida de la gracia.

         De ahí que se dé un vínculo entre la concepción virginal y la resurrección corpórea de Cristo: los dos acontecimientos están unidos por ser el comienzo y el cumplimiento en la carne de la generación del Hijo de Dios.


EL PAPEL DE LA MUJER

         La concepción virginal manifiesta la importancia de la mujer. Ella significa que sólo una mujer aseguró la pertenencia del Hijo de Dios al género humano. A diferencia de los demás niños que se insertan en la humanidad por medio de sus padres, Jesús está unido al género humano sólo por medio de María. En su caso, la mujer asume un papel exclusivo
         Y esto sucedió no sólo en el orden fisiológico. María fue la única llamada a dar su consentimiento antes de la concepción del niño. Según el relato de San Mateo, José fue invitado a habitar con María sólo después de la concepción. La reflexión teológica ve en el “sí” de María, pronunciado en el momento de la Anunciación, un acto de colaboración con la obra divina de la salvación, acto que incluyó en el cumplimiento de los planes de Dios. Dado que ese “sí” fue pronunciado en nombre de toda la humanidad, resulta que es una mujer quien, en ese acontecimiento de capital importancia, representa al conjunto de los varones y de las mujeres en un diálogo decisivo de Dios con la humanidad.

         Con este valor representativo que Dios da a una mujer, se abre el camino de la elevación femenina y se anuncia la importancia del papel que el Señor quiere confiar a la mujer en la Iglesia.

         Ahora bien, esta llamada exclusiva al libre consentimiento de María para la realización del misterio de la Encarnación, sólo se comprende en la perspectiva del designio de una generación virginal. Si Jesús hubiera sido concebido como los demás seres humanos, el consentimiento se habría pedido al padre y a la madre, ya que ambos habrían debido participar en la concepción del niño.

         Lo inédito de la concepción virginal implica otra novedad: una mujer juega un papel eminente en la colaboración de la obra de la salvación y posee un valor de representación universal de la humanidad. Ya hablamos de rupturas de leyes fisiológicas: debemos considerar ahora las rupturas de reglas sicológicas de la mentalidad hebrea, ya que esta mentalidad no apreciaba la virginidad y relegaba a la mujer a un rango inferior.

         La valorización de la mujer se explica no sólo por la intención general de posibilitar la elevación del destino de la creatura racional al orden sobrenatural, sino además por la misma estructura del misterio de la Encarnación. El Hijo de Dios se hizo hombre eligiendo el sexo masculino. Esta elección podría parecer un privilegio conferido a un sexo que hubiera en cierto modo alejado al otro de la obra de la salvación. Sin embargo, el plan divino quiso la cooperación de ambos sexos y a una mujer se le asignó un papel de primer orden: el de representar a la humanidad ante Dios en la libre aceptación de la venida del Salvador.

         Por tanto, fue una mujer la más íntimamente asociada a la Encarnación redentora. Ya San Ireneo aludía a esta intención divina cuando vio en María a la nueva Eva, la que llegó a ser para la primera Eva y para todo el género humano “la causa de salvación” (6). Se puede ver en esto la prioridad acordada a la mujer que, en algún modo, equilibra la preferencia otorgada al varón en Cristo. De esta manera, la pareja primitiva se reencuentra en la obra de la salvación.

         Sin la maternidad virginal no se daría la unión de la nueva Eva con el nuevo Adán. Sin ella tampoco se podría reservar a una mujer el titulo único y excepcional de “Madre de Dios”,  ya que habría que añadirle el correspondiente a la parte viril.

         Quizá alguno de los que negaron últimamente la concepción virginal de Jesús intentaban restablecer el equilibrio de los sexos que les parecía vulnerado por la virginidad de María. Sin embargo fue, en realidad, para asegurar este equilibrio en la obra de la salvación porque Jesús fue concebido virginalmente. El Padre quiso dar a la mujer un puesto especial, confiándole con la generación de su Hijo un influjo decisivo e integral a nivel humano, restableciendo asì un equilibrio que frecuentemente se rompía, dada la condición de inferioridad reservada a la mujer en la sociedad de entonces. Con la unión de la madre virginal y de su Hijo, se realizó la màs perfecta asociación que jamás se haya dado entre mujer y varón.


NOCIÓN POSITIVA DE LA VIRGINIDAD

         A la falsa reacción de algunos contra el nacimiento virginal de Cristo, no son extrañas concepciones negativas de la viriginidad.
        
         Si bien es verdad que la generación carnal es la condición para la trasmisión del pecado original, de ahí no se sigue que la concepción virginal fuese el único camino que podía preservar al niño del pecado. En efecto, creemos que la Santísima Virgen nación de una concepción normal y por privilegio divino fue preservada de ese pecado. Otros piensan erróneamente que la virginidad de María fue defendida por querer considerarla como el único camino para reconocer una santidad total y ausencia de culpa: subyace aquí la idea de que las relaciones conyugales empañan el alma.

         Se debe responder: justificar la virginidad para sustraerse del pecado no es discernir su verdadero significado, porque la pureza y la santidad pueden verificarse también en el matrimonio cristiano.

         La virginidad de María aparece bajo un triple aspecto positivo:
1)   Ella se presenta en el Nuevo Testamento como la apertura a la acción del Espíritu Santo. Su realidad más profunda es la del matrimonio con Dios. Si María no conoce varón significa que está destinada a unirse indivisamente con Dios por los más íntimos vínculos de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, la esencia de la vida virginal no es la renuncia al matrimonio sino la conclusión de una unión a un más alto nivel.

2)   Por lo demás, la virginidad de María se ha de considerar en el contexto de la maternidad divina. La virginidad de María no es la privación de la fecundidad sino, por el contrario, implica la fecundidad concedida por Dios. Puesto que en el plan divino la virginidad de María está orientada a su maternidad, no puede una ser reconocida a costa de la otra.

3)   Finalmente, en el caso de María se ve de un modo singular la solidaridad de la virginidad con el matrimonio. Se trata, es verdad, de un caso excepcional, pedido por las condiciones convenientes al nacimiento y crecimiento de Jesús. Con todo, es un signo de que no existe oposición entre la virginidad y el matrimonio.


         Es particularmente importante señalar que la virginidad no hizo a María incapaz de mantener y desarrollar su genuino y casto afecto hacia José. En ella la virginidad no empobreció su corazón, ni esterilizó sus sentimientos, lo que prueba que la más íntima adhesión a Dios no paraliza al genuino amor a las criaturas.

         La presencia de María en Caná y su intervención para que continúe la fiesta de bodas confirma la actitud positiva de la virginidad en relación al matrimonio. Esa presencia es el signo de que la virginidad está destinada a sostener el matrimonio y a obtenerle el socorro divino de un mejor amor.


EL PROPÓSITO DE VIRGINIDAD

         Algunos invocan la mentalidad hebrea para sostener que no fue verosímil en María el propósito de virginidad:  en el Antiguo Testamento la virginidad jamás fue presentada como ideal; se consideraba al matrimonio como el camino querido por el Creador para la multiplicación del pueblo.

         Sin embargo, no se puede pretender que la mentalidad hebrea fuese enteramente inaccesible al ideal de la virginidad, puesto que comenzó a introducirse al menos parcialmente en la comunidad monástica de los esenios. Fue un caso excepcional y el matrimonio continuaba estimándose como un deber personal y comunitario. La declaración de Jesús sobre los “eunucos” voluntarios (cfr. Mt. 19,12) hace quizás suponer un reproche dirigido contra Él y sus discípulos por vivir fuera del matrimonio.

         Teniendo en cuenta esta mentalidad, el propósito de virginidad de María es sorprendente, pues manifiesta la ruptura entre la Antigua y la Nueva Alianza, entre el designio divino de la salvación y la mentalidad hebrea. Esta ruptura se verifica en la actitud de María. Con su resolución de “no conocer varón” afirmó con más autonomía su personalidad femenina y superó el plano en el que –según la narración de la caída en el Génesis (3,16)- la mujer estaba encadenada por su apetencia a su marido y sometida a éste.

         Esta afirmación de la personalidad de María está bien ilustrada por el relato de la Anunciación: María no se contenta con escuchar el mensaje divino y acogerlo. Antes de dar su libre consentimiento pregunta: ¿Cómo será esto? Y expresa su intención de permanecer virgen; es su manera personal de considerar su porvenir, lo que a primera vista parece difícilmente conciliable con el mensaje en el que se la anuncia la maternidad. Tal afirmación de la personalidad femenina en una resolución de virginidad frente a una propuesta de maternidad ofrecida por Dios es tan nueva que difícilmente hubiera podido ser imaginada en la mentalidad hebrea: tal diálogo sólo pudo ser consignado porque fue impueto por los hechos, por ser un testimonio histórico.

         Su propósito de virginidad muestra cómo, según el plan divino, el compromiso personal de María debía preceder a la realización de la concepción virginal de Jesús. Dios no sólo quiso la virginidad física. Si así hubiera sido, la virginidad habría sido sólo un medio para la Encarnación y, una vez más, la mujer hubiera sido reducida al papel de un mero instrumento. Aún para un misterio tan alto como el de la Encarnación, Dios prefirió algo más para la mujer. Lejos de comportarse como un instrumento ciego, María dialoga con el mensajero de Dios formulando una objeción. Es verdad que su propósito de virginidad fue inspirado por Dios, pero esta moción divina fue aceptada libremente . Un verdadero deseo personal  se formó en la joven mujer de Nazaret con la fuerza que vislumbra el relato evangélico.

         Para precisar el alcance de este propósito ayuda tener presente la expresión empleada por Jesús para justificar la renuncia a la vida matrimonial “por el Reino de los cielos” (cfr. Mt. 19,12). El Reino de Dios impulsa a sus seguidores por el camino de la virginidad, en primer lugar, en vista a una más grande unión con Dios, dado que se trata de un reino radicalmente interior y además para un mayor servicio a fin de lograr la expansión de la Iglesia.

         Y este Reino ya había atraído a quien precedió a Jesús por el camino de la virginidad y el mensaje divino de la Anunciación, al poner a María frente a la perspectiva del reino mesiánico, respondió a su intención de resolución virginal.

         El propósito de virginidad de María fue un hecho nuevo en la religión judía, también fue el punto de partida de la vida virginal que se desarrolla en la Iglesia. En la actualidad conserva su valor eclesial la afirmación del propósito virginal. La reciente experiencia muestra que la negación o duda de la virginidad de María hace peligrar la estima por el celibato sacerdotal o por la vida consagrada y amenaza con disminuir su poder de atracción.

LA “SIEMPRE” VIRGEN

         Desde el siglo IV la Iglesia llama a María la “siempre virgen. Esta virginidad perpetua no está explícitamente afirmada en la Sagrada Escritura, por no concernir tan directamente a la persona de Cristo, como la concepción virginal. Hay, sin embargo, insinuaciones en los textos evangélicos. En la Anunciación, María expresa su voluntad de permanecer virgen y esta voluntad es ratificada en la explicación del Ángel sobre la intervención extraordinaria del Espíritu Santo en la concepción del Niño. Obviamente se debe interpretar que esta resolución fue tomada por María de manera definitiva y que la aprobación celestial la ha confirmado: no sólo María no tuvo ningún motivo para cambiar su disposición en este aspecto, sino que su maternidad en relación al Mesías la estimuló a perseverar en este camino.

         Por lo demás, a los doce años de edad, Jesús aparece como Hijo único: en la escena evangélica en la que es hallado en el Templo, todo se desarrolla como si su familia no la constituye más que José, María y Él (cf. Lc. 2, 41-52).

         Asimismo, en el Calvario, las palabras “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn. 19,26) se entienden mejor si María no tiene otros hijos. Si Jesús da a su Madre otro hijo, es porque Él era su Hijo único y su muerte crearía en María un vacío maternal.

         Este episodio final nos hace comprender mejor la razón de la virginidad perpetua de María. La virginidad no puede tomarse en consideración independientemente de la maternidad. Ahora bien, la maternidad virginal fue el signo y el anuncio de un nacimiento según el Espíritu. Su virginidad perpetua, por tanto, no podía prolongarse en una maternidad ordinaria como hubiera sido si María hubiera renunciado a la virginidad: el único cumplimiento conforme a la maternidad virginal fue la maternidad espiritual en relación con los cristianos.

         La proclamación de María como madre del discípulo predilecto, precisamente, indica el comienzo de esta maternidad espiritual. María permanece siempre virgen, no como reacción contra la obra de la carne en el matrimonio, sino en virtud de una maternidad que, situada en un plano superior de unión con Dios, debía desarrollarse en maternidad espiritual.

         Encontramos aquí las dos cualidades esenciales de la virginidad cristiana:

a)   La elevación a una mayor intimidad de relación con Dios, de la que María no quiso alejarse,
b)   La expansión del amor y la fecundidad por la universalidad del Reino.

         Notemos también que la información dada por los Evangelios sobre los “hermanos de Jesús” esclarece la posición materna y única de María. En efecto, frecuentemente la palabra “hermano” fue usada contra la virginidad perpetua, al ser interpretada en sentido restringido, mientras que en arameo tiene un sentido mucho más amplio y puede referirse a diversos grados de parentesco.

         Adviértase que ninguno de estos “hermanos” es llamado “hijo de María”, a diferencia de Jesús (Mc.6,3) y dos de ellos son presentados como hijos de otra María (Mt. 27, 56). Debe notarse que la descripción de la actitud de estos “hermanos” durante la vida pública los pone en contraste con la de María. Mientras que desde el comienzo de la vida pública, María testimonia su fe en Jesús pidiendo el milagro de Caná y de este modo colabora en la revelación de la identidad del Salvador, los “hermanos quieren apartar a Jesús de su misión de predicar, que les parece una locura y tratan de hacerlo volver a Nazaret; la presencia de María está indicada junto a la de los “hermanos”, pero esta compañía no suprime las profundas diferencias de actitudes hacia Jesús (Mc. 3, 21-31). Más tarde estos “hermanos” consideran a Jesús como un ambicioso y se negarán a creer en É. (Jn. 7, 3-5), Aparece, pues, el diferente comportamiento entre María y los “hermanos” o parientes. La de éstos eran relaciones familiares con reacciones simplemente naturales, la maternidad virginal de María la eleva, por el contrario, a un nivel superior, donde la fe domina toda la vida y el único desarrollo posible es el de un camino hacia la maternidad de orden espiritual.

CONCLUSIÓN

         De lo anteriormente dicho se sigue que la virginidad de María no aparece en primer lugar como una verdad de orden ascético. Sin bien bajo este aspecto se la considera legítimamente, como consecuencia de ser María modelo de consagración virginal en la Iglesia. Esta virginidad en la revelación es principalmente concebida como un elemento de la obra de la salvación, una colaboración al misterio de la Encarnación.

         Desde este punto de vista pertenece a la misma identidad de Cristo, el Hijo de la Virgen, y pone en relieve su filiación divina. Bajo esta luz, la virginidad de María concierne más al Salvador que a su misma Madre. Por lo demás, desde el punto de vista del compromiso personal que implica la virginidad de María, conviene excluir de ella toda reacción contra el matrimonio y su uso ordenado. Su compromiso deriva menos de la ascesis que de la mística, por ser suscitado por el Reino de Dios por una adhesión más intima al Señor y desde un horizonte más vasto de amor y servicio.


NOTAS:

1)   Cfr. J.A. Fitzmyer, Virginal Conception in New Testament, Theological Studies, 1973; R.E. Brown: The problema of the Virginal Conception of Jesus. Theological Studies, 1972
2)   Al respecto puesde consultarse J.Galot: La conception virginale du Christ, en Gregorianum, 1968.
3)   Cfr. P Schoononberg. Eine Antwort, Ephemerides Marialogicae, 1971
4)   Dogmatique, Geneve, 1954, 172
5)   Ibid. 175

6)   Adv. Haer, III, 22.

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