viernes, 14 de agosto de 2020

San Maximiliano María Kolbe supone para nosotros un hermoso ejemplo de celo apostólico

 

Un día de 1915, en Roma, un hombre de edad madura vocifera ante el hermano Maximiliano Kolbe contra el Papa y la Iglesia. El joven franciscano entabla una discusión, ante lo cual el desconocido exclama: «¡Sé muy bien lo que digo, jovencito! Soy doctor en filosofía». «Y yo también», contesta el joven hermano de veintiún años que aparenta tener dieciséis. Asombrado, aquel hombre cambia de tono. Entonces, pacientemente y con inexorable lógica, el hermano recupera uno tras otro los argumentos de su interlocutor y los vuelve contra él. «Hacia el final de la discusión -nos cuenta un testigo- el incrédulo se calló, pareciendo que reflexionaba profundamente». ¿Quién es ese ardiente apóstol, descrito por el Papa Pablo VI como una «clase de hombre al que podemos adecuar nuestro modo de vida, reconociéndole el privilegio del apóstol Pablo de poder decir al pueblo cristiano Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo (1 Co 11, 1)»?

 

Las dos coronas

Raimundo Kolbe, el futuro San Maximiliano (canonizado por el Papa Juan Pablo II el 10 de octubre de 1982), nació el 7 de enero de 1894 y era hijo de modestos tejedores polacos. Su padre es benévolo y algo taciturno. Su madre, María, es enérgica y trabajadora. Además de dos hijos fallecidos en su tierna infancia, la familia está compuesta por tres chicos: Francisco, Raimundo y José. Raimundo es violento, independiente, emprendedor y testarudo; de temperamento vivo y espontáneo, pone a prueba con frecuencia la paciencia de su madre, que un día exclama: «Pobre hijo mío, ¿qué será de ti?»

Aquella reprimenda produce en el niño una verdadera conversión, tornándose sensato y obediente. La madre se da cuenta de que a menudo desaparece detrás del armario donde hay un pequeño altar de Nuestra Señora de Czestochowa; allí reza y llora. «Vamos a ver, Raimundo, le pregunta su madre, ¿por qué lloras como una niña? - Madre, cuando me dijo "Raimundo, ¿qué será de ti?" sentí mucho pesar y fui a preguntarle a la Virgen qué sería de mí... La Virgen se me apareció sosteniendo dos coronas, una blanca y otra roja. Me miró amorosamente y me preguntó cuál de ellas elegía; la blanca significaba que sería siempre puro y la roja que moriría mártir. Yo le respondí: "¡Elijo las dos!"».

A partir de aquel encuentro, el alma del muchacho guardará un amor indefectible hacia la Virgen. La lectura de los escritos de San Luis María Grignion de Monfort le enseñan que «Dios quiere revelar y descubrir a María, obra maestra de sus manos, en esos últimos tiempos... María debe brillar, más que nunca, en misericordia, en fuerza y en gracia» (Tratado de la verdadera devoción a la Virgen). Así pues, él entrega su vida a la Virgen. La consagración marial es un don de amor que ofrece toda la persona y que la une a la Inmaculada. «Al igual que la Inmaculada es de Jesús, de Dios, de igual modo cada alma será por Ella y en Ella de Jesús, de Dios, y ello mucho mejor que sin Ella», escribirá San Maximiliano. «La Iglesia Católica ha afirmado siempre que la imitación de la Virgen María no solamente no desvía del esfuerzo por seguir fielmente a Jesucristo, sino que lo hace más amable y más fácil» (Pablo VI, Exhortación apostólica Signum Magnum, 13 de mayo de 1967, nº 8).

Atraído por María, Raimundo Kolbe abraza la vida religiosa. El 4 de septiembre de 1910, toma el hábito franciscano, con el nombre de "hermano Maximiliano María". En otoño de 1912, sus superiores lo envían a la universidad gregoriana de Roma. Los estudios no lo apartan de su ideal de santidad, pues quiere procurar la mayor gloria posible a Dios. «La gloria de Dios consiste en la salvación de las almas. Por tanto, nuestro noble ideal es la salvación de las almas y la perfecta santificación de éstas, redimidas ya a un alto precio mediante la muerte de Jesús en la cruz, empezando naturalmente por nuestra alma». Pero el camino de la salvación se halla en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Por eso el joven hermano le escribe a su madre: «No voy a desearle ni salud ni prosperidad. ¿Por qué? Porque quisiera desearle algo mejor que eso, algo tan bueno que ni el propio Dios podría desearle nada mejor: que la voluntad de ese Padre inmensamente bueno se cumpla en usted, madre, y que sepa cumplir en todo la voluntad de Dios. Es todo lo mejor que puedo desearle».

 

Bajo los pies de Lucifer

Fue en Roma donde la Virgen le inspiró que fundara la "Misión de la Inmaculada". En aquella época, la francmasonería campaba a sus anchas por la ciudad eterna. «Cuando los francmasones empezaron a agitarse cada vez más y con más atrevimiento, explica el hermano Maximiliano, y cuando hubieron levantado su estandarte bajo las ventanas del Vaticano, aquel estandarte en el que, sobre fondo de color negro, Lucifer pisoteaba bajo sus pies al arcángel San Miguel, cuando se pusieron a repartir panfletos lanzando imprecaciones contra el Santo Padre, se me ocurrió la idea de fundar una asociación que tuviera como objetivo combatir a los francmasones y a los demás secuaces de Lucifer».

La francmasonería es una sociedad secreta de mil ramificaciones, que se esfuerza en dirigir el mundo según unos principios que excluyen la autoridad de Dios y su Revelación. «Como quiera que la misión propia y específica de la Iglesia Católica consiste en recibir en su plenitud y en guardar con pureza incorruptible las doctrinas reveladas por Dios, como también la autoridad establecida para enseñarlas, junto con los demás auxilios recibidos del cielo para la salvación de los hombres, precisamente por eso los francmasones despliegan contra ella con el mayor encarnizamiento sus más violentos ataques» (León XIII, Encíclica Humanum genus, 20 de abril de 1884). Pero la francmasonería destruye igualmente la sociedad civil, pues sus principios contradicen la ley natural y socavan «los fundamentos de la justicia y de la honradez» (ibíd.). Con gran frecuencia, propone al hombre como única regla de acción la satisfacción de sus deseos. Por otra parte, la pretensión de hacer que el Estado sea del todo extraño a la religión y a la administración de los asuntos públicos como si Dios no existiera, es «una temeridad sin precedente» (ibíd.). En efecto, de igual manera que todo hombre tiene la obligación de «ofrecer a Dios el culto de un piadoso reconocimiento, ya que a Él debemos nuestra vida y los bienes que la acompañan, un deber semejante se impone a los pueblos y a las sociedades» (ibíd.).

La Congregación para la doctrina de la fe confirmó la enseñanza de León XIII mediante una instrucción fechada el 26 de noviembre de 1983: «El juicio de la Iglesia sobre las asociaciones masónicas permanece inmutable, porque sus principios han sido siempre considerados inconciliables con la doctrina de la Iglesia, y la inscripción a esas asociaciones sigue estando prohibida por la Iglesia. Los fieles que pertenecen a las asociaciones masónicas permanecen en estado de pecado mortal y no pueden acceder a la sagrada comunión».

 

Amenazas programadas científicamente

Hoy en día, la francmasonería preconiza la "cultura de la muerte" al favorecer la anticoncepción, el aborto y la eutanasia, contribuyendo de ese modo a arruinar la familia. Para el francmasón Pierre Simon, que escribía en 1979 que «mi verdadero ser ya no es mi cuerpo sino mi logia (masónica)», la vida «ya no es un don de Dios sino un material que se administra... Y pierde el carácter absoluto que tenía en el Génesis». Por eso puede manipularse a voluntad, de tal manera que la «sexualidad se disociará de la procreación, y la procreación de la paternidad. Lo que se está desmoronando es el concepto de familia en sí». Numerosos organismos están animados por principios semejantes actualmente, los cuales, sin someterse abiertamente a la francmasonería, actúan en el mismo sentido. Por eso quiso decir el Papa, en Denver, el 4 de agosto de 1993: «Las amenazas contra la vida no se debilitan con el paso del tiempo. Al contrario, adquieren dimensiones enormes... Se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática».

En presencia de las mismas fuerzas del mal, que ya actuaban en su época, San Maximiliano supone para nosotros un hermoso ejemplo de celo apostólico. Siguiendo a San Pablo, se esmera en vencer el mal con el bien (Rm 12, 21). Fortalecido por su fe y por una teología segurísima, se dirige hacia la Virgen María y hacia su divino Hijo. Para podernos salvar, el Verbo de Dios se dignó hacerse hombre y elegir como Madre a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María (Lc 1, 27). La Madre del Salvador, María, fue provista por Dios de dones a la medida de tan gran responsabilidad. En el momento de la Anunciación, el ángel Gabriel la saluda como llena de gracia (Lc 1, 28). Explicitando esa expresión, el Papa Pío IX proclamó en 1854 el dogma de la Inmaculada Concepción: «La Bienaventurada Virgen María, en el primer instante de su concepción, mediante una gracia y un favor singular de Dios Todopoderoso, a causa de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada intacta de toda mancha del pecado original». Al no haber conocido el pecado, la Inmaculada posee un poder inmenso contra todo mal y se ha convertido en la «Madre de toda Gracia».

 

Salvar a todas las almas

Al tener poder contra el mal, Nuestra Señora resulta victoriosa del demonio. Por eso el hermano Maximiliano funda la "Misión de la Inmaculada" a partir de la siguiente frase de Dios a la serpiente (el diablo): Ella (la Virgen) quebrantará tu cabeza (Gn 3, 15 - Vulgata). El santo relaciona esta profecía divina con la afirmación de la liturgia: «Por ti sola, oh María, han sido vencidas todas las herejías». El objetivo de su obra es obtener «la conversión de los pecadores, de los herejes, de los cismáticos, etc., y en especial de los francmasones, así como la santificación de todos los hombres bajo la advocación y por intercesión de la Bienaventurada Virgen María Inmaculada». En su ardor, Maximiliano desea la conversión de todos los pecadores, pues el santo nunca dirá «salvar almas», sino «todas las almas». Es un deseo que se corresponde con el designio de Dios. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10). Él es la víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1 Jn 2, 2).

Los miembros de esa "Misión" harán ofrenda total de sí mismos a la Bienaventurada Virgen María Inmaculada, como instrumentos en sus manos, y llevarán la medalla milagrosa. Una vez al día rezarán la siguiente oración: «Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros que a ti recurrimos y por todos los que no recurren a ti, en especial por los francmasones y por todos los que te son recomendados».

 

Cristianizar la cultura

A pesar de que la salud del hermano Maximiliano no es robusta, se dedica con ahincó a los estudios, aprueba con brillantez los exámenes y llega a ser, en 1915, doctor en filosofía. Cuatro años más tarde, obtiene con el mismo éxito un doctorado en teología. Entre tanto, el 28 de abril de 1918, ha recibido la ordenación sacerdotal, proyectando su formación intelectual con el objetivo de instruir al prójimo y de contribuir de ese modo a la salvación de las almas.

Su deseo consiste en «hacer que todo progreso esté al servicio de la gracia de Dios», es decir, cristianizar la cultura moderna. El Concilio Vaticano II declara que «se prestará atención a la problemática y las investigaciones modernas, de manera que se llegue a ver con mayor claridad cómo la fe y la razón convergen en una sola verdad... Que de esta manera el pensamiento cristiano pueda hacer acto de presencia pública, estable y universal en toda tentativa de promover una cultura superior, y que los alumnos de estos institutos (escuelas superiores, universidades y facultades) se formen hombres que destaquen por su doctrina, y preparados para desempeñar las funciones más importantes en la sociedad y para ser en el mundo testigos de la fe» (Gravissimum educationis, 10).

Pero el santo llegará a experimentar que no puede hacerse el bien sin la cruz. En efecto, como lo recuerda Santa Teresa del Niño Jesús, «solamente el sufrimiento alumbra las almas». Hacia finales de 1919, es enviado a Zakopane, a un sanatorio donde falta ayuda religiosa. Aunque se halla enfermo, emprende un difícil apostolado entre sus compañeros, con la ayuda de medallas milagrosas. Consigue así ganarse los corazones uno a uno, y lo hace tan bien que es invitado a impartir conferencias. El apóstol de María lo estaba esperando, y muchos incrédulos se convierten.

 

El veneno de la indiferencia

Después, el padre Maximiliano inaugura una serie de "charlas apologéticas" sobre la existencia de Dios y la divinidad de Jesucristo. El amor que siente por la verdad se trasluce en una carta escrita a su hermano José: «En nuestros días, el mayor veneno es la indiferencia, que encuentra sus víctimas no solamente entre los burgueses, sino también entre los religiosos, aunque, claro está, en proporciones diferentes». «Todos los cristianos, dice el Papa Pío XII, deberían poseer en la medida de lo posible una instrucción religiosa profunda y orgánica. Pues resultaría peligroso desarrollar todos los demás conocimientos y dejar sin cambios el patrimonio religioso, tal como se encontraba en la primera infancia. Al ser necesariamente incompleto y superficial, sería sofocado, y quizás destruido, por la cultura no religiosa y por las experiencias de la vida adulta, como lo atestiguan todos aquellos en los que zozobró la fe por razones que quedaron en la sombra o por problemas que quedaron sin solución. Como resulta necesario que el fundamento de la fe sea racional, se hace indispensable un estudio suficiente de la apologética» (24 de marzo de 1957).

En 1927, el padre Maximiliano funda la ciudad marial franciscana de Niepokalanow (literalmente: la ciudad de la Inmaculada), donde todo es consagrado a María. Son muchos los que piden ser admitidos en el noviciado, hasta el punto de que el convento llegará a contar con mil religiosos. «En Niepokalanow, dice el padre, vivimos con una idea fija, si así puede expresarse, voluntariamente elegida y amada: la Inmaculada». La prensa, cuya influencia no deja de crecer, se le representa como un terreno de apostolado privilegiado, por lo que, con el objetivo de la evangelización, lanza la revista "El caballero de la Inmaculada", que muy pronto llega a ser la publicación más importante de Polonia, alcanzando en 1939 una tirada de un millón de ejemplares.

 

«¿Sabe usted japonés?»

Lejos de ser el único objetivo del padre Maximiliano, Polonia no es más que un trampolín. Apenas habían transcurrido tres años desde la fundación de Niepokalanow cuando se encuentra en un tren con unos estudiantes japoneses. Tras entablar conversación, el padre les regala unas medallas milagrosas, a cambio de lo cual los estudiantes le entregan unos pequeños elefantes de madera que les sirven de fetiches. A partir de entonces, el santo no deja de pensar en la gran piedad de aquellas almas sin Dios. Así que un buen día se presenta ante su provincial y le pide permiso para ir a Japón a fundar una Niepokalanow japonesa. «¿Tiene usted dinero?, pregunta el padre provincial. - No. - ¿Sabe usted japonés? - No. - ¿Tiene, por lo menos, amigos allí, o algún apoyo? - Todavía no, pero con la gracia de Dios los encontraré».

Una vez conseguidos todos los permisos, el padre sale para Japón en 1930, junto a cuatro hermanos. A base de trabajo, de audacia, de plegarias y de confianza en la Inmaculada, consiguen crear el "Mugenzai no Sono", textualmente: el jardín de la Inmaculada. Dos años después de aquella fundación de Japón, el padre Maximiliano se embarca para seguir fundando en la India. En momentos de conflicto y de grandes dificultades, le reza a Santa Teresa de Lisieux: ¿acaso no había convenido con ella, hacía tiempo y en Roma, que rezaría todos los días por su canonización, pero que a cambio ella sería la patrona de sus obras? Santa Teresita hace honor al contrato, y todos los obstáculos desaparecen como por encantamiento. Pero, extenuado y minado por la fiebre, el apóstol de María Inmaculada debe regresar a Polonia en 1936.

 

El amor o el pecado

Septiembre de 1939: la guerra se abate sobre el país. Con más ardor que nunca, San Maximiliano se entrega al apostolado. En su último artículo publicado podemos leer: «Si el bien consiste en el amor de Dios y en todo lo que brota del amor, el mal, en su esencia, es una negación del amor». He ahí el verdadero conflicto. En el fondo de cada alma hay dos adversarios: el bien y el mal, el amor y el pecado. San Agustín expresó ese conflicto en los términos siguientes: «Dos amores crearon dos ciudades: el amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios creó la ciudad terrenal; el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo creó la ciudad celestial» (La ciudad de Dios, XIV, 28).

El 17 de febrero de 1941, unos agentes de la Gestapo detienen al padre Maximiliano y a otros cuatro hermanos, conduciéndolos primero a la prisión de Pawiak, en Varsovia. Allí, en tanto que religioso y sacerdote, el padre es golpeado violentamente. Escribe lo siguiente a sus hijos que permanecen en Niepokalanow: «La Inmaculada, Madre amantísima, nos ha rodeado siempre de ternura y velará por nosotros... Dejémonos conducir por ella, cada vez con mayor perfección, donde ella quiera y le plazca, a fin de que, cumpliendo hasta el final con nuestros deberes, podamos por amor salvar a todas las almas». Algunos días más tarde, el padre Kolbe es trasladado al campo de concentración de Auschwitz.

Como consecuencia de los malos tratos sufridos, pronto es hospitalizado, confesando a los prisioneros durante las noches, a pesar de la prohibición y de la amenaza de represalias. Sabe convertir en bien el propio mal, y en una ocasión le explica a un enfermo: «El odio no es una fuerza creadora. Solamente el amor es creador. Estos sufrimientos no conseguirán someternos, sino que deben ayudarnos cada vez más a ser fuertes. Junto con otros sacrificios, resultan necesarios para que los que queden después de nosotros sean felices». Consigue compartir con sus compañeros la experiencia del misterio pascual, donde el sufrimiento vivido en la fe se transforma en gozo. «La paradoja de la condición cristiana ilumina singularmente la de la condición humana: ni la contrariedad ni el sufrimiento son eliminados de este mundo, pero adquieren un nuevo sentido en la certeza de participar de la Redención operada por el Señor y de compartir su gloria» (Pablo VI, Exhortación Apostólica Sobre el gozo cristiano, 9 de mayo de 1975).

 

Trabajar con ambas manos

A finales de julio de 1941, un prisionero del bloque 14, el del padre Maximiliano, acaba de evadirse. El jefe del campo había advertido que, por cada evadido, se condenaría a morir de hambre y de sed a diez hombres. Uno de los desdichados designados para morir grita: «¡Qué será de mi mujer y de mis hijos! ¡Ya no los volveré a ver!». Entonces, en medio de sus atónitos camaradas, el padre Maximiliano se abre camino y sale de entre las filas: «Quisiera morir por uno de estos condenados», señalando al que acaba de lamentarse. «¿Quién eres tú», pregunta el jefe. «Un sacerdote católico», responde el padre, pues quiere entregar su vida como sacerdote católico. El oficial, estupefacto, guarda un momento de silencio y luego acepta aquella heroica proposición.

En el bloque de la muerte, los carceleros se percatan de que ocurre algo nuevo. En lugar de los habituales gritos de angustia, lo que oyen son cánticos. La presencia del padre Maximiliano ha transformado el ambiente de aquella horrible celda, haciendo que la desesperación deje sitio a una aspiración llena de esperanza, de aceptación y de amor hacia el cielo y hacia la Madre de Misericordia. La víspera de la Asunción, solamente el padre Maximiliano está plenamente consciente. En el momento en que los guardianes entran para rematarlo, él se encuentra rezando. Al ver la jeringuilla, él mismo alarga su descarnado brazo para la inyección mortal.

En vida, San Maximiliano Kolbe gustaba de repetir: «Aquí en la tierra solamente podemos trabajar con una mano, pues con la otra debemos aferrarnos para no caer. Pero en el Cielo será diferente, no habrá peligro de resbalar ni de caer, por lo que trabajaremos mucho más, con ambas manos». A él le pedimos que interceda, ante la Virgen Inmaculada y San José, por Usted y por todos sus seres queridos, vivos y difuntos.

Dom Antoine Marie osb


La muerte de Maximiliano Kolbe se convirtió en un signo de victoria - Juan Pablo II


El Caballero de la Inmaculada. San Maximiliano Kolbe

 

La Milicia de la Inmaculada explicada por San Maximiliano María Kolbe








Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com

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