sábado, 1 de agosto de 2020

En el pensamiento de San Alfonso María de Ligorio, el arte de amar a Dios se confunde con el arte de meditar o de hacer oración, porque es precisamente en la meditación cuando el alma adquiere el conocimiento de Dios y se prenda de amor por Él



El 22 de septiembre de 1774, el Papa Clemente XIV está moribundo. Tras haber cedido a las presiones para †suprimir la orden de los jesuitas, no ha podido recuperar la paz en su corazón. Dios, en su misericordia, le envía a un santo para que le asista en sus últimos momentos, Alfonso de Ligorio, entonces obispo de Santa Ágata de los Godos. Sin embargo, en el momento en que asiste al Papa en Roma, el santo obispo está presente en su obispado, a 200 kilómetros de distancia. Se trata de un caso de bilocación, milagro del todo sorprendente pero claramente atestiguado por los testigos oculares.

Alfonso María de Ligorio ve la luz en Nápoles, el 27 de septiembre de 1696, siendo el primogénito de una familia que tendrá siete hijos. Su madre les enseña las verdades de la fe desde la más tierna infancia, y también a rezar. El muchacho está dotado de una inteligencia despierta, de una memoria diligente, de una razón íntegra, de un corazón abierto a todos los sentimientos nobles y de una voluntad firme y enérgica. Su padre quiere hacer de él un abogado. Progresa tan rápidamente en los estudios de derecho que, a la edad de dieciséis años, supera con éxito el examen de doctorado en derecho civil y eclesiástico. Los miembros del tribunal se sorprenden por la sensatez de sus respuestas y la precisión de sus réplicas.

Como abogado, Alfonso acumula éxito tras éxito, lo que no le impide procurarle el gusto por la reputación y la gloria del mundo. No obstante, siente la tentación de abandonar ese camino, ya que la astucia y la mentira desnaturalizan con demasiada frecuencia las causas más justas, y ese espectáculo subleva su naturaleza íntegra. Su asiduidad en la oración y en diversas obras de caridad le ayuda a conservar la pureza del alma. Una vez al año se retira a una casa religiosa para seguir los ejercicios espirituales. Más tarde confesará que aquellos retiros habían contribuido especialmente a desprenderlo de los bienes temporales para orientarlo hacia Dios. Durante la Cuaresma de 1722 sobre todo, el predicador recuerda los motivos que deben conducir al alma a entregarse por completo a Dios; describe en carne viva la caducidad de las cosas de este mundo, y no teme mostrar a las personas que siguen los retiros los tormentos eternos del infierno, tal como Jesús los reveló. En ese momento se hace la luz en el espíritu del joven Alfonso, y las vanidades del mundo se disipan como si se tratara de nubes. Se entrega sin reservas a la voluntad divina y, un tiempo después, decide guardar el celibato.

En 1723, en Nápoles está en boca de todos un importante proceso judicial entablado por el duque Orsini contra el gran duque de Toscana. Son numerosos los abogados que codician el caso, pero Orsini confía su defensa a Alfonso, quien hasta el momento no ha perdido ningún juicio. El día convenido, éste se presenta en la tribuna y fundamenta con claridad las reivindicaciones de su cliente. Todos los asistentes se muestran admirados. Pero su adversario presenta entonces un documento que Alfonso había tenido en la mano, y que desbarata de forma decisiva su argumentación. Está aterrado: ¿cómo ha podido descuidar ese texto? Perdido el pleito, Alfonso se siente hundido por el peso de la humillación. Sin embargo, tres días después, una luz repentina le hace descubrir el motivo de su distracción: Dios lo había cegado para arrancarlo de las vanidades de este mundo. Ahora, con el impulso de la gracia divina, repite la frase que, en medio de un sentimiento de despecho, había murmurado al salir de la audiencia: «Tribunales, ¡ya no me veréis más!». Después de un período de oración y de penitencia, comprende que Dios lo llama al estado eclesiástico. Terminada su formación, es ordenado sacerdote el 21 de diciembre de 1726.

La tentación del sacerdote

Iluminado por el Espíritu Santo, Don Alfonso comprende que la acción debe nacer de la contemplación, el amor hacia el prójimo del amor de Dios, el celo apostólico de la vida interior, y que la mayor tentación de un sacerdote es pretender encender las almas sin alimentar en sí mismo el fuego divino. Por eso se obliga, desde el principio de su vida sacerdotal, a los ejercicios diarios sin los cuales la vida interior se apaga: oración, santa Misa, Oficio divino, lectura y devoción mariana (sobre todo el Rosario). Sabedor de que necesita que lo guíen, somete de buen grado su vida espiritual a los consejos de otra persona.

El joven sacerdote predica el Evangelio a todos, pero preferentemente a los pobres. Imbuido de la ciencia sagrada, alejado de toda afectación, se presenta en el púlpito con la autoridad de un hombre de Dios que comunica al pueblo no su propia doctrina, sino la del Maestro que le ha enviado. Lleno de compasión ante la ignorancia religiosa de la gente del campo, Don Alfonso funda con algunos compañeros, en noviembre de 1732, un nuevo instituto religioso que tomará el nombre de «Congre?gación del Santísimo Redentor». Imbuidos de la sobreabundancia de la Redención adquirida por Cristo en la Cruz, los redentoristas se consagran a la predicación de las misiones a la gente pobre, a fin de instruirlos sobre las verdades fundamentales de la fe, y de iluminarlos sobre el «gran negocio».


Don Alfonso escribirá en efecto: «Existe un negocio que sobrepasa en importancia todos los demás: es el negocio de nuestra salvación eterna; de él depende nuestra fortuna o nuestra ruina eterna. Es imposible, pues, eludir esa alternativa: salvarnos o perdernos para siempre, merecer una eternidad de gozos o una eternidad de suplicios, vivir feliz o desgraciado para siempre» (Camino de salvación [CS], 1a Meditación). La salvación de las almas se halla en el centro de las preocupaciones de la Iglesia, como lo recordó el Papa Benedicto XVI al dirigirse a los obispos de América Latina: «Nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad (1 Tm 2, 4). Esa es la finalidad de la Iglesia, y ninguna otra: la salvación de las almas, una a una» (13 de mayo de 2007). «¡Cosa sorprendente! –escribe además Don Alfonso. No hay nadie que no se sonroje si se le tacha de negligente en los negocios del mundo, ¡pero son tantos los que no se sonrojan al despreciar el más importante de todos: el de la eternidad!« Negocio importante, negocio único, negocio irreparable. Con toda seguridad, el colmo del error es desconocer la importancia de la salvación eterna, y, en consecuencia, el colmo de la desgracia es no lograr la salvación. Cualquier otro mal tiene remedio: se puede perder una cantidad de dinero, pero siempre hay un medio de ganar otra; se puede perder el empleo, pero es posible recuperarlo; e incluso si se pierde la vida, si se salva el alma todo es reparado. Pero quien se condena, se condena sin remedio. Pues sólo se muere una vez, y el alma, una vez perdida, se pierde para siempre» (Preparación para la muerte [PM], 12a Consideración).

Sin demora

Así pues, debemos prepararnos para la muerte, que puede sobrevenir en cualquier instante. «Hay que estar convencido de que el momento de la muerte no es el momento favorable para estar en condiciones de asegurarse el gran negocio de la salvación eterna. Pues las personas prudentes, en los negocios de este mundo, toman anticipadamente todas las disposiciones necesarias para asegurarse tal ventaja, tal puesto o tal alianza; y si se trata de la salud del cuerpo, recurren enseguida a los remedios prescritos. ¿Qué podría decirse de alguien que, debiendo presentarse a una cátedra de profesor, no quisiera aplicarse al estudio antes del comienzo de la oposición?« Eso es lo que hace el cristiano que espera que la muerte llame a su puerta para ordenar los negocios de su conciencia» (PM, 10a Consideración). Al comentar las palabras de san Pablo trabajad con temor y temblor por vuestra salvación (Flp 2, 12), Don Alfonso escribirá además: «Para salvarnos, debemos temer nuestra condenación, de forma, sin embargo, que temamos menos el infierno que el pecado; pues sólo el pecado puede conducirnos al infierno. ¿Qué quiere decir temer el pecado? Quiere decir huir de las ocasiones peligrosas, encomendarse con frecuencia a Dios, tomar medidas para mantenerse en gracia de Dios. Actuar de ese modo es salvarse; actuar de otro modo es hacer moralmente imposible la propia salvación» (CS, 6a Consideración).

Las gentes del campo que se benefician de las misiones reciben con avidez esas verdades santas, y se preparan al sacramento de la Penitencia. Los misioneros, fieles ministros de la reconciliación, pasan largas horas en el confesionario. Allí, como verdaderos médicos del alma, saben consolar a los afligidos. «Cuanto más hundida en el mal se halla un alma –dice Don Alfonso– mejor hay que recibirla, a fin de arrancarla de las garras del enemigo». Escuchar con paciencia y dulzura al penitente contribuye a disponerlo para la absolución, sea inmediatamente, sea después de un tiempo de prueba. Como penitencia sacramental, Don Alfonso manda ejercicios piadosos muy sencillos, pero de tal naturaleza que alejan del pecado y reaniman el fervor. Una vez descargadas de sus pecados, esas personas reciben enseguida la sagrada Comunión, y se marchan a contar su felicidad a los habitantes de las aldeas más alejadas, glorificando de ese modo la misericordia de Dios. «Dios no podría desdeñar a quien acude a postrarse a sus pies. ¿Qué digo? Es Él mismo quien invita al pecador y quien se encarga de acogerlo inmediatamente. Vuélvete a mí, dice el Señor, y yo te recibiré (Jr 3, 1). Volveos a mí y yo me volveré a vosotros (Za 1, 3). ¡Oh, con qué amor, con qué ternura estrecha Dios contra su pecho al pecador que regresa a Él!« Muestra su gloria haciendo misericordia a los pecadores y perdonándolos«» (PM, 16a Consideración).

La abundancia de la redención

Frente al rigorismo jansenista que hacía de Dios un juez severo sin misericordia, el padre Alfonso, que había elegido como divisa «Copiosa apud Eum redemptio: En Él abundante redención» (Sal 129 [130]), insiste en la bondad de Jesús y en su amor por los hombres. Al mismo tiempo, pone en guardia contra quienes, apartando el pensamiento de la justicia divina, sólo predican el amor. El amor divino, para ser sólido y duradero debe basarse en una fe íntegra: Dios es infinitamente bueno, pero también infinitamente justo. «Sin duda –escribe–, la misericordia de Dios es infinita. Pero los actos de esa misericordia, y, en consecuencia, los favores del perdón, tienen sus límites. Dios es misericordioso, pero es justo también« La misericordia se le promete a quien tiene temor de Dios y no a quien abusa de la misericordia. Su misericordia –exclama la divina Madre en su sublime canto– se extiende de generación en generación para aquellos que le temen (Lc 1, 50). En cuanto a los obstinados, son amenazados por su justicia. Así pues –dice san Agustín–, si Dios no engaña cuando promete, tampoco engaña cuando amenaza. Fiel en sus promesas, también lo es en sus amenazas. No es Dios sino el demonio quien os empuja al pecado mediante la esperanza de la misericordia«» (PM, 17a Consideración).

Lo más importante

Pero, ¿cómo imprimir en las almas ese exacto retrato de Dios, a la vez misericordioso y justo? Como eco fiel de la tradición, Alfonso de Ligorio responde: mediante la oración diaria. En su pensamiento, el arte de amar a Dios se confunde con el arte de meditar o de hacer oración, porque es precisamente en la meditación cuando el alma adquiere el conocimiento de Dios y se prenda de amor por Él. Así, su libro más importante, según confiesa él mismo, es El gran medio de la oración. En esa obra, Alfonso explica: el hombre, con motivo de las consecuencias del pecado original, es atraído por el mal, y no puede resistirse en todo momento por sus propios medios; en efecto, solamente la gracia de Dios hace posible la observancia de todos los mandamientos, necesaria para la salvación. «Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos« Dios hace posible por su gracia lo que manda» (Catecismo de la Iglesia Católica [CEC] 2072, 2082). Por tanto, como dice san Agustín, «Dios quiere conceder sus gracias, pero sólo las concede a quien las pide». Contra quienes dicen que la observancia de los mandamientos no es posible en ciertos casos concretos, el mismo doctor responde: «Que el hombre que quiere y no puede, reconozca que no quiere aún plenamente, y que rece a fin de poseer una voluntad suficientemente grande para cumplir los mandamientos». Por eso san Alfonso escribe: «Dios no niega a nadie la gracia de la oración, y ésta nos ayuda a vencer toda concupiscencia y toda tentación. Lo digo, lo repito y lo repetiré mientras viva: toda nuestra salvación consiste en una sola cosa, la oración». De ahí el célebre axioma recogido por el Catecismo: «Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente» (CEC 2744).

Algunos autores de esa época, por influencia del protestantismo y del jansenismo, tenían tendencia a alejar a los fieles de la devoción a la Santísima Virgen. Por eso Don Alfonso publica en 1750 Las glorias de María [GM], que es un comentario de la Salve Regina; en ese libro proclama las prerrogativas de la Madre de Dios: todas las gracias pasan por las manos de María, y, por consiguiente, María es nuestra Mediadora necesaria (cf. GM, cap. 5). En efecto, de la misma manera que María es la Madre de Jesús, Dios quiere que sea la Madre de cada hombre redimido por Jesús. De la misma manera que llevó a Jesús en su seno, ella nos lleva en su corazón hasta que Cristo se forme en nosotros. «En consideración a los méritos de Jesucristo, María fue investida de ese gran poder que la constituye en Mediadora, pero no a título de justicia, sino a título de gracia y por intercesión» (ibíd.). Don Alfonso quiere que, en las misiones, se predique siempre un sermón sobre la Virgen María, Madre de Misericordia, y sobre la necesidad, para quien quiere perseverar y salvarse, de recurrir frecuentemente a su intercesión. Escribe lo siguiente: «La bienaventurada Virgen reveló a santa Brígida: «Soy la Reina del Cielo y la Madre de Misericordia; soy la alegría de los justos y la puerta por la que los pecadores tienen acceso a Dios. No existe pecador maldito hasta el punto de verse privado del efecto de mi misericordia mientras viva en la tierra« Ningún pecador es rechazado hasta tal punto por Dios que no pueda, si me pide ayuda, volver a Dios y alcanzar misericordia»« María ha sido establecida como Reina de Misericordia para salvar, mediante su protección, a los pecadores más culpables y a los más desesperados, con tal de que se encomienden a ella» (GM, cap. 1).

Vivir con Jesús

Partiendo del principio de que todos los cristianos son llamados a la santidad, que «consiste en el amor de Jesucristo, nuestro Dios, nuestro bien supremo, nuestro Salvador», Alfonso publica varias obras que ayudan a contemplar su vida: Novena de Navidad, Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo, Visitas al Santísimo, y sobre todo Práctica de amor a Jesucristo. Este arte pretende que desprendamos nuestro corazón de toda criatura para unirlo a la voluntad de Jesús, de tal suerte que, transformados de ese modo, podamos exclamar con san Pablo: Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20). En La manera de conversar con Dios y La uniformidad con la voluntad de Dios, Alfonso da preciosos consejos para ayudar al alma a vivir en presencia del Señor, para hablarle de cara a cara y para aceptar de su mano amantísima todo lo que nos sucede. El santo escribe igualmente otras obras con la finalidad de suscitar el deseo de sacrificarlo todo para seguir más de cerca a Jesús: La selva, sobre los deberes del alma sacerdotal, y La verdadera esposa, sobre los deberes de aquellos y aquellas que profesan los consejos evangélicos. En cuanto a la formación de las vocaciones jóvenes, san Alfonso insiste para que se siga la enseñanza de santo Tomás de Aquino. Frente a la adversidad de las opiniones, se propone revisar la teología moral, y lo hace con tal sabiduría que en 1950 el Papa Pío XII le concederá el título de «Patrono celestial de todos los confesores y moralistas». Frente al rigorismo, afirma que el sacerdote no debe negar la absolución al penitente bien dispuesto, es decir, verdaderamente contrito y teniendo el firme propósito de no volver a pecar; frente al laxismo, no permite que sean admitidas a los sacramentos las almas que no están decididas, con la gracia de Dios, a evitar todo pecado grave.

Pero a la joven Congregación de los Redentoristas no le faltan tribulaciones. En 1752, el rey de las Dos Sicilias, Carlos III, decreta la expoliación de los bienes del Instituto, entregándoselos a los obispos. Más tarde, a causa de las intrigas de algunos de sus hijos, el propio Alfonso es obligado a abandonar su puesto y a marcharse. Sin turbarse, predica a los suyos la sumisión a la voluntad de Dios: «El Señor –dice– quiere que el Instituto prospere no mediante el favor o la protección de los poderosos, sino mediante el desprecio, la pobreza, el sufrimiento y la persecución. ¿Cuándo habéis visto que las obras de Dios empiecen en medio de aplausos? San Ignacio auguraba un porvenir cuando le comunicaban algún nuevo enredo o algún nuevo revés».

En 1762, el padre Alfonso es nombrado obispo de Santa Ágata de los Godos, pequeña diócesis no lejos de Nápoles. A pesar del ejemplo de numerosos prelados de la época, para quienes el episcopado exige lujo y boato, él sigue llevando una vida de pobreza y mortificación. Gracias a sus predicaciones, en poco tiempo toda la ciudad episcopal cambia de aspecto: las confesiones y comuniones se hacen más frecuentes, las iglesias se llenan y la devoción a la Virgen crece en todos los corazones. Preocupado por el futuro de la diócesis, examina con calma a los candidatos al sacerdocio antes de imponerles las manos. En una época en que los cargos eclesiásticos remunerados atraen a numerosos sujetos poco aptos para ejercer el ministerio, su celo le mueve a rechazar a los candidatos indignos. Porque el relajamiento más o menos general de la época ha traído la ruina del fervor, incluso en el altar. Uno de los principales objetivos de la preocupación de Monseñor de Ligorio es restablecer en todas partes la exacta observancia de los ritos sagrados. Efectivamente, tanto entonces como hoy en día, la gloria de Dios exige la dignidad en el servicio de los misterios divinos: «El Misterio de la Eucaristía es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal« todos los fieles cristianos gozan del derecho de celebrar una liturgia verdadera, y especialmente la celebración de la santa Misa, que sea tal como la Iglesia ha querido y establecido» (Instrucción Redemptionis Sacramentum de la Congregación para el Culto Divino, 25 de marzo de 2004, núm. 11 y 12).

Impedido durante diecinueve años

A partir de 1768, Monseñor de Ligorio se ve afectado por una enfermedad que se extiende a todas las articulaciones del cuerpo. Muy pronto, las vértebras del cuello se repliegan sobre sí mismas, obligando al mentón a apoyarse fuertemente sobre el pecho, lo que ocasiona una llaga viva y dificulta la respiración. El santo permanecerá impedido durante los diecinueve años que le quedan de vida. A pesar de esa tortura, jamás le oyen quejarse. Dirigiéndose a un gran crucifijo que tiene ante él, exclama: «Te doy gracias, Señor, por dejarme compartir los sufrimientos que padeciste en tus nervios, cuando te clavaron en la cruz. Quiero sufrir, ¡oh Jesús mío!, como quieras y cuanto quieras; solamente te pido que me concedas paciencia. Puedes quemar o cortar, no me lo evites en este mundo, pero evítamelo en la eternidad». En julio de 1775, el Papa Pío VI acepta su dimisión del episcopado. Los últimos años de su vida los pasa escribiendo y defendiendo a sus religiosos. En julio de 1787, Monseñor de Ligorio está a punto de morir. En el momento en que le traen el Viático, exclama: «¡Jesús mío, Jesús mío, no me abandones!». El 1 de agosto, con el crucifijo y la imagen de María sobre su corazón, se duerme dulcemente en el Señor en el momento en que la campana del convento toca el Ángelus. Fue declarado «Doctor de la Iglesia» por el beato Pío IX en 1871.

Con motivo del segundo centenario de su muerte, el 1 de agosto de 1987, el Papa Juan Pablo II escribía: «La popularidad del Santo debe su fascinación a la disponibilidad, a la claridad, a la sencillez, al optimismo, a la afabilidad que llega a ser ternura. En la raíz de este su sentido del pueblo está el ansia de la salvación. Salvarse y salvar. Una salvación que va hasta la perfección, la santidad. El sistema de referencias de su acción pastoral no excluye a nadie: escribe a todos, escribe para todos».

San Alfonso María de Ligorio, concédenos la gracia de caminar resueltamente por el camino de la salvación eterna y de arrastrar con nosotros el mayor número de almas posible.
Dom Antoine Marie osb


Ver también:

San Alfonso María de Ligorio, un maestro de vida espiritual para todos - Benedicto XVI


La comunión espiritual






Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com


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