martes, 4 de agosto de 2020

A imagen del Buen Pastor, la vida de San Juan María Vianney transcurrirá buscando las ovejas descarriadas para reconducirlas al redil



Al atardecer del día 19 de febrero de 1818, después de haber recorrido a pie los treinta kilómetros que separan Écully del pueblo de Ars (cerca de Lyón, en Francia), el joven sacerdote Juan María Vianney le pregunta a un pastorcito por dónde se va a su nueva parroquia. El pastor le indica el camino a aquel desconocido y, como agradecimiento, escucha lo siguiente: «Pequeño, puesto que me has mostrado el camino de Ars, yo te mostraré el camino del cielo».

«Demos gracias a Dios por los santos que jalonaron la historia de Francia» (Juan Pablo II, 25 de septiembre de 1996). La misión de los santos no es otra sino la de indicarnos la ruta que conduce al cielo. San Benito nos dice lo siguiente en el prólogo de su Regla: «Ciñámonos los riñones con la fe y con la práctica de las buenas obras; siguiendo el Evangelio, avancemos en los caminos del Señor, a fin de que merezcamos contemplar a quien nos ha llamado a su reino. Pero si queremos morar en ese reino, hay que frecuentar las buenas obras, sin las cuales no podemos alcanzarlo».

Como una de las antorchas que iluminan nuestro camino, San Juan María Vianney nos ayuda a actuar, mediante su ejemplo, según nuestra vocación cristiana.

Un pastorcito en tiempos del terror

1793. El Terror. En Lyón, en medio de la plaza Terreaux, la guillotina no descansa. Las iglesias están cerradas y en los caminos solamente quedan los zócalos de los calvarios, pues unos hombres llegados de Lyón han derribado las cruces. Entre los verdaderos fieles, solamente permanece inviolable el santuario de sus corazones. Juan María Vianney, nacido en 1786, pasa sus primeros años en medio del clima de la revolución.

Juan María guarda con muchas precauciones una estatuilla de la Virgen, llevándosela incluso al campo en un bolsillo de su ropaje, colocándola en el tronco de un viejo árbol, rodeándola de musgo, de ramajes y de flores, arrodillándose en la hierba y desengranando a continuación su rosario. Los márgenes del riachuelo han substituido a la iglesia secularizada donde ya nadie reza. Hay otros pastores que cuidan de sus rebaños en los alrededores; es una compañía no siempre aconsejable, pero Juan María no puede impedir que se le aproximen. Y un día, sin darse cuenta, se convierte en apóstol, en catequista de sus compañeros, repitiendo lo que él mismo ha escuchado en el silencio de las noches, enseñando las oraciones que ha aprendido de su madre. Acaba de nacer una vocación sacerdotal, haciéndose oír en lo más hondo de su alma ese sígueme (Mt 8, 22) que, a orillas del lago de Galilea, atrajo hacia Jesús a Pedro, a Andrés, a Santiago y a Juan.

A la edad de 19 años emprende sus estudios de seminarista, pero desgraciadamente la gramática latina le parece ingrata. Posee una gran fluidez verbal y resulta agradable oírle hablar, pero los estudios son difíciles; en cuanto tiene entre los dedos una pluma, se vuelve lento y se turba. Ya en el seminario mayor de Lyón sus esfuerzos parecen resultar estériles. Pero la mayor de las pruebas llega cuando, al cabo de cinco o seis meses, sus directores no creen que pueda superarlas y le piden que abandone. Muchos de sus condiscípulos quedan afligidos al verle abandonar el seminario. Por su parte, también profundamente apenado, se confía a la Providencia. Tras una larga y estudiosa espera, su director espiritual lo presenta a uno de los vicarios generales, el padre Courbon, que gobierna la archidiócesis de Lyón, y que le pregunta: «¿Es piadoso el abate Vianney? ¿Siente devoción a la Virgen? ¿Sabe rezar el Rosario? - Sí, es un modelo de piedad. ¡Un modelo de piedad! Pues bien, que se presente a mí. La gracia de Dios hará el resto... La Iglesia no solamente necesita sacerdotes cultos, sino sobre todo sacerdotes piadosos».

El padre Courbon estaba bien inspirado, pues mediante la gracia de Dios y un trabajo constante, el abate Vianney consigue realmente progresar en sus estudios. En el momento del examen canónico para acceder al sacerdocio, el examinador le interroga durante más de una hora acerca de los aspectos más difíciles de la teología moral. Sus respuestas, que resultan ser claras y precisas, satisfacen por completo. Durante toda su vida, aquel santo párroco concederá mucha importancia al conocimiento de la sagrada doctrina, preparando con esmero sus sermones y volviendo a estudiar durante las noches de invierno para actualizar sus conocimientos.

La obsesión por la salvación de las almas

En adelante, el acceso al sacerdocio está despejado para el abate Vianney, que es ordenado presbítero el 13 de agosto de 1815. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3, 17). La misión de los sacerdotes es, precisamente, que esa obra de salvación se haga presente y eficiente por todo el mundo. Por eso podrá decir el párroco de Ars: «Sin el sacerdote, el amor y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada, pues el sacerdote es justamente el que continúa en la tierra la obra de la redención».

A imagen del Buen Pastor, su vida transcurrirá buscando las ovejas descarriadas para reconducirlas al redil. «Desgraciado el pastor que permanece mudo al ver a Dios ultrajado y a las almas desorientadas», dirá en una ocasión. Le atrae especialmente la conversión de los pecadores, de tal modo que sus lamentaciones por la pérdida de las almas parten el corazón: «Todavía, si Dios no fuera tan bueno... ¡Pero es tan bueno!... ¡Salvad vuestra alma! ¡Qué lástima perder un alma que tanto ha costado a Nuestro Señor! ¿Qué daño os ha hecho para tratarlo de ese modo?». Un día, elaborará una circular memorable sobre el juicio final, repitiendo varias veces al referirse a los condenados: «¡Maldito de Dios!... ¡Maldito de Dios!... ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!». No se trata simplemente de palabras, sino de sollozos que hacen llorar a todos los presentes.

En la medida que puede, está dispuesto a ofrecer el perdón de Dios a las almas arrepentidas, manifestando un gran horror hacia el mal: «Mediante el pecado alejamos a Dios de nuestras almas, despreciamos a Dios, lo crucificamos, desafiamos su justicia, entristecemos su corazón de padre, le arrebatamos adoraciones y honores que solamente a Él se le deben... El pecado arroja en nuestro espíritu tinieblas horribles que obstruyen los ojos del alma; el pecado oscurece la fe, como las espesas nieblas oscurecen el sol ante nuestros ojos..., y nos impide ir al cielo. ¡Cuánta maldad hay en el pecado!». Por eso precisamente ocupará un tiempo considerable administrando el sacramento de la Penitencia, medio habitual para recuperar el estado de gracia y la amistad del Señor.

Un confesionario sitiado


«El gran milagro del párroco de Ars, según se ha dicho, es su confesionario sitiado noche y día». El santo vive en ese angosto recinto las tres cuartas partes de su existencia: de noviembre a marzo se pasa allí más de 11 ó 12 horas al día y, en cuanto llega el buen tiempo, entre 16 y 18 horas. En invierno, cuando sus dedos, resquebrajados a causa de los sabañones, se encuentran entumecidos, enciende mal que bien un trozo de periódico para calentárselos. En cuanto a los pies, según confiesa él mismo, «desde Todos los Santos hasta Pascua no los siento», tanto es así que, por la noche, al quitarse los calcetines se arranca al mismo tiempo la piel de los talones. Pero nada le importan esos sufrimientos, porque para salvar almas está dispuesto a todo.

«Para borrar del todo los pecados, hay que confesarse bien», suele decir con frecuencia. "Confesarse bien" significa en primer lugar que hay que prepararse mediante un severo examen de conciencia. Al respecto, el Papa Juan Pablo II nos ha recordado que «la confesión debe ser completa, en el sentido de que debe enunciar todos los pecados mortales... Hoy en día, muchos fieles que acuden al sacramento de la Penitencia no se acusan por completo de los pecados mortales y, en ocasiones, se oponen al sacerdote confesor, quien, conforme a su deber, les interroga para conseguir una descripción exhaustiva y necesaria de los pecados, como si éste se hubiera permitido entrometerse injustificadamente en el santuario de la conciencia. Deseo y rezo para que esos fieles poco instruidos se convenzan de que la regla por la cual se exige la enumeración específica y exhaustiva de los pecados, en la medida en que la memoria honradamente interrogada permite que se recuerden, no es un peso que les sea impuesto de manera arbitraria, sino un medio de liberación y de serenidad» (carta al cardenal W. Baun, 22 de marzo de 1996).

«El pecado une al hombre con sus vínculos vergonzosos», afirma el santo párroco. Según las palabras de Nuestro Señor, todo aquel que comete pecado, es esclavo del pecado (Jn 8, 34). Efectivamente, pues el pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio y oscurece la conciencia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1865). La absolución sacramental que se recibe según las disposiciones pertinentes, devuelve al alma la verdadera libertad interior y le da fuerzas para vencer los malos hábitos. «Es reconfortante saber que tenemos un sacramento que cura las llagas de nuestra alma», exclama San Juan María Vianney. Y añade: «En el sacramento de la Penitencia, Dios nos muestra su misericordia y nos hace partícipes de ella hasta el infinito... Anoche visteis mi vela, y esta mañana ha dejado de estar encendida. ¿Dónde está? Ya no existe, ha desaparecido. Así también dejan de existir los pecados de los que hemos sido absueltos: han desaparecido».

El sacramento de la reconciliación con Dios aporta una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la amistad de Dios. Uno de los frutos secundarios es la alegría del alma, la paz de la conciencia. Y fueron muchos los penitentes de Ars que lo experimentaron. Uno de ellos, un incrédulo anciano que no se había confesado desde hacía más de treinta años, reconoció que, tras la confesión de sus pecados, había sentido «un indescriptible bienestar».

Pero la bondad del santo para con los pecadores no se convierte en debilidad, pues antes de dar la absolución exige indicios suficientes de conversión. Hay dos cosas absolutamente necesarias: en primer lugar la contrición, es decir, «el dolor de haber pecado, basada en motivos sobrenaturales, pues el pecado viola la caridad hacia Dios, bien supremo, causó sufrimientos al Redentor y ocasiona en nosotros la pérdida de los bienes eternos» (Juan Pablo II, ibíd.). En una ocasión, el santo párroco reprende en estos términos a un penitente de mal humor: «Su arrepentimiento no viene de Dios, ni del dolor de sus pecados, sino solamente del miedo al infierno». Es igualmente necesario el firme propósito de no volver a pecar. «Resulta además evidente que la acusación de los pecados debe comprender la seria intención de no cometer ninguno más en el futuro. Si llegara a faltar esa disposición del alma, no habría en realidad arrepentimiento» (Juan Pablo II, ibíd.). La intención de no volver a pecar implica la voluntad de poner en práctica los medios apropiados para ello y, si resulta necesario, la renuncia a ciertos comportamientos. Desde este punto de vista, el párroco de Ars manifiesta una firmeza que le vale ciertas críticas, por ejemplo cuando exige a sus penitentes que dejen de bailar o de llevar ropa indecente.

Confianza en la gracia

«La intención de no pecar debe fundarse en la gracia divina que el Señor nunca rehúsa a quien hace lo que puede para actuar con honradez. Esperamos de la bondad divina, en razón de sus promesas y de los méritos de Jesucristo, la vida eterna y las gracias necesarias para obtenerla» (Juan Pablo II, ibíd.) El santo párroco anima a sus penitentes a que se alimenten de las fuentes de la gracia: «Hay dos cosas para unirse con Nuestro Señor y para conseguir la salvación: la oración y los sacramentos». Mediante la gracia todo resulta posible, e incluso fácil.

Pero, sobre todo, San Juan María Vianney quiere conducir a sus fieles a la Comunión eucarística. Comulgar significa recibir al propio Cristo y aumentar nuestra unión con Él, y eso supone el estado de gracia: «El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia» (CIC, 1415). A las almas bien dispuestas y deseosas de progresar, el párroco de Ars, contrariamente a la costumbre de la época, les aconseja que comulguen con frecuencia: «El alimento del alma es el cuerpo y la sangre de Dios. ¡Qué hermoso alimento! El alma solamente puede alimentarse de Dios, y solamente Dios puede alimentarla, solamente Dios puede saciar su hambre. El alma necesita perentoriamente a su Dios. Así pues, ¡acudid a comulgar, acudid a Jesús con amor y confianza!».

También él hizo de la Eucaristía el centro de su vida. Sabemos del lugar que ocupó la Misa en cada una de sus jornadas, con qué esmero se preparaba para ello y la celebraba. También animaba mucho a que se hicieran visitas al Santísimo Sacramento, y le gustaba contar la siguiente anécdota: «Había en esta parroquia un hombre que murió hace algunos años. Una mañana, al entrar en la iglesia para rezar antes de dirigirse al campo, se dejó en la puerta la azada y se olvidó de todo pensando en Dios. Un vecino, que trabajaba cerca de donde él lo hacía y que solía verlo allí, se extrañó de su ausencia. Al regresar, se le ocurrió entrar en la iglesia, pensando que quizás se encontrara allí. Y así ocurrió. "¿Qué haces aquí tanto tiempo?", le preguntó. El otro le respondió: "Advierto a Dios y Dios me advierte"».

Mi afecto más antiguo

Al mismo tiempo que a la Eucaristía, el santo párroco conduce las almas a la Virgen, Madre de misericordia y refugio de los pecadores. Suele quedarse muchas horas rezando al pie del altar. En sus catecismos, predicaciones y conversaciones habla de ello improvisando desde lo hondo de su corazón: «La Santísima Virgen se encuentra entre su Hijo y nosotros, y cuanto más pecadores somos más ternura y compasión tiene hacia nosotros. El hijo que más lágrimas ha costado a la madre es el más querido por su corazón. ¿Acaso una madre no acude siempre al más débil y al más inseguro? ¿Acaso no atienden mejor los médicos en los hospitales a los pacientes más graves?» Un día le dice a Catalina Lassagne, que es una de sus seguidoras: «La amé [a la Virgen] incluso antes de conocerla; es mi afecto más antiguo». La Santísima Virgen es, para él, la luz en sus días tristes. El 8 de diciembre de 1854, el Papa Pío IX define el dogma de la Inmaculada Concepción. A pesar del cansancio, el párroco de Ars se empeña en cantar él mismo la Misa solemne. Por la tarde, a la salida de vísperas, toda la parroquia se dirige en procesión al colegio de los frailes, donde bendice una estatua de la Inmaculada instalada en el jardín y de la que es donatario. Por la noche, la ciudad ilumina el campanario, los muros de la iglesia y las fachadas de las casas. Aquella fiesta es realmente uno de los días más felices de su vida. A pesar de ser casi septuagenario, parece haber rejuvenecido veinte años. Jamás niño alguno fue tan feliz al ver triunfar a su madre: «¡Qué felicidad! ¡Qué felicidad! Siempre pensé que al esplendor de las verdades católicas les faltaba este brillo. Era una laguna que la religión debía subsanar».

«Descansaré en el paraíso»

En su amor por las almas, San Juan María Vianney no se olvida de los pobres. Funda un hogar para las niñas abandonadas al que bautiza como "la Providencia", colegio que acoge a cincuenta o sesenta jóvenes de entre doce y dieciocho años. Acuden de todas las regiones y son admitidas sin pagar ningún dinero; allí pasan un tiempo indeterminado y, luego, son acomodadas en las granjas de la comarca. Durante su estancia aprenden a conocer, a amar y a servir a Dios. Forman como una familia, en la cual las mayores dan ejemplo, consejo e instrucción a las más jóvenes. No se trata de una institución cualquiera, sino más bien de una emanación de la santidad de su fundador. De él recibe los recursos, la vida, el espíritu y la dirección.

Pero salvar almas cuesta muchos sufrimientos. Hay contradicciones, cruces, luchas y obstáculos que, procedentes de todas partes, le sobrevienen al santo párroco, tanto del lado de los hombres como del lado del "Gancho" (mote con el que suele designar al demonio). Su vida es un combate contra las fuerzas del mal. Para soportarlo, sus únicos recursos son la paciencia, las oraciones y el ayuno, que a veces sobrepasa los límites de la prudencia humana. Desarrolla hasta tal punto la virtud de la dulzura que se diría que carece de pasiones y que es incapaz de enfurecerse. Sin embargo, las personas que conviven más cerca de él y que lo frecuentan se dan cuenta enseguida de su imaginación viva y de su carácter ardiente. Entre las sorprendentes pruebas de paciencia, se cuenta que un hombre de Ars se acercó un día a la casa parroquial para colmarlo de insultos. Él lo recibió, lo escuchó en silencio y lo acompañó por educación, dándole incluso un apretón de manos al despedirlo. Tanto le costó ese sacrificio que subió inmediatamente a su habitación y tuvo que meterse en la cama: tenía el cuerpo lleno de granos por haberse contenido...

El santo debe esa heroica paciencia al amor por Jesucristo. Nuestro Señor es su vida, su cielo, su presente y su futuro, y la Eucaristía es lo único que aplaca la sed que lo consume. «¡Oh, Señor -exclama con frecuencia con los ojos llenos de lágrimas-, conocerte es amarte!... ¡Si supiéramos cuánto nos ama Nuestro Señor, nos moriríamos de gozo! No creo que haya corazones tan duros que no amen al sentirse tan amados... ¡Es tan hermosa la caridad! Es algo que fluye del Corazón de Jesús, que es todo amor... Nuestra única felicidad en la tierra es amar a Dios y saber que Dios nos ama...».

Al llegar el término de su vida, de la que hemos relatado algunos fragmentos, el santo párroco aspira ardientemente al cielo. «¡Lo veremos! ¡Lo veremos!... ¡Oh, hermanos míos! ¿Habéis pensado alguna vez en ello? ¡Veremos a Dios! ¡Lo veremos de verdad! ¡Lo veremos tal como es... frente a frente!... ¡Lo veremos! ¡Lo veremos!», dijo en una ocasión. Como el obrero que ha cumplido a la perfección con su tarea, partió para ver a Dios y para descansar en el paraíso el 4 de agosto de 1859.

«La Iglesia no considera su herencia como el tesoro de un pasado ya cumplido, sino como una poderosa inspiración para avanzar en la peregrinación de la fe por caminos siempre nuevos» (Juan Pablo II, Reims, 22 de septiembre de 1996). La vida del párroco de Ars es un tesoro para la Iglesia. "San Juan María Vianney, tú que tuviste en vida ese enorme celo por la salvación de las almas y ese amor sin límites hacia los pobres pecadores, aumenta en nosotros el espíritu de sacrificio y prepáranos un lugar en el cielo, para que podamos contemplar contigo a Dios por toda la eternidad".

Es lo que pedimos en nuestras oraciones para Usted, para sus seres queridos y para todos sus difuntos.

Dom Antoine Marie osb


Ver también:

Carta con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney - Benedicto XVI









Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com

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