Leer: El milagro de Nuestra Señora de Luján
MISA EN EL SANTUARIO DE LUJÁN
HOMILÍA DE JUAN PABLO II
Buenos Aires, 11 de junio de
1982
Amadísimos hermanos y
hermanas,
1. Ante la hermosa basílica de la “Pura y Limpia
Concepción” de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del
Señor.
A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros
queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones
doloridos y sedientos de paz.
A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí
maternalmente a cuantos se la acercan para implorar su protección, queremos
suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.
Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su
devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío
XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el
Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.
2. La liturgia que estamos celebrando en este santo lugar,
donde vienen en peregrinación los hijos e hijas de la Argentina, pone a la
vista de todos la cruz de Cristo en el calvario: “Estaban junto a la cruz de
Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María
Magdalena”.
Viniendo aquí como el peregrino de los momentos difíciles,
quiero leer de nuevo, en unión con vosotros, el mensaje de estas palabras tan
conocidas, que suenan de igual modo en las distintas partes de la tierra, y sin
embargo diversamente. Son las mismas en los distintos momentos de la historia,
pero asumen una elocuencia diversa.
Desde lo alto de la cruz, como cátedra suprema del
sufrimiento y del amor, Jesús habla a su Madre y habla ad Discípulo; dijo a la
Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre”.
En este santuario de la nación argentina, en Luján, la
liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno
del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.
Este destino se explica con la cruz en el calvario.
3. De este destino eterno y más elevado del hombre,
inscrito en la cruz de Cristo, da testimonio el autor de la Carta a los
Efesios: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo
nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos”.
A este Cristo lo vemos al centro de la liturgia celebrada aquí
en Luján; elevado sobre la cruz: rendido a una muerte ignominiosa.
En este Cristo estamos también nosotros, elevados a una
altura a la que solamente por el poder de Dios puede ser elevado el hombre: es
la “bendición espiritual”.
La elevación mediante la gracia la debemos a la elevación
de Cristo en la cruz. Según los eternos designios del amor paterno, en el
misterio de la redención uno se realiza por medio del otro y no de otra manera:
solamente por medio del otro.
Se realiza pues eternamente, puesto que eternos son el amor
del Padre y la donación del Hijo.
Se realiza también en el tiempo: la cruz en el calvario
significa efectivamente un momento concreto de la historia de la humanidad.
4. Hemos sido elegidos en Cristo “antes de la creación del
mundo, para ser santos e inmaculados ante él”.
Esta elección significa el destino eterno en el amor.
Nos ha predestinado “a ser hijos suyos adoptivos por
Jesucristo”. El Padre nos ha dado en su “Predilecto” la dignidad de hijos suyos
adoptivos.
Tal es la eterna decisión de la voluntad de Dios. En esto
se manifiesta la “gloria de su gracia”.
Y de todo esto nos habla la cruz. La cruz que la liturgia
de hoy coloca en el centro de los pensamientos y de los corazones de todos los
peregrinos, reunidos desde los distintos lugares de la Argentina en el
santuario de Luján.
Hoy está con ellos el Obispo de Roma, como peregrino de los
acontecimientos particulares que han impregnado de ansiedad tantos corazones.
5. Estoy pues con vosotros, queridos hermanos y hermanas, y
junto con vosotros vuelvo a leer esta profunda verdad de la elevación del
hombre en el amor eterno del Padre: verdad testimoniada por la cruz de Cristo.
“En él hemos sido herederos . . . a fin de que cuantos
esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria”.
Miremos hacia la cruz de Cristo con los ojos de la fe y
descubramos en ella el misterio eterno del amor de Dios, de que nos habla el
autor de la Carta a los Efesios. Tal es, según las palabras que acabamos de
escuchar, “el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo
de su voluntad”.
La voluntad de Dios es la elevación del hombre mediante la
cruz de Cristo a la dignidad de hijo de Dios.
Cuando miramos la cruz, vemos en ella la pasión del hombre:
la agonía de Cristo.
La palabra de la revelación y la luz de la fe nos permiten
descubrir mediante la pasión de Cristo la elevación del hombre. La plenitud de
su dignidad.
6. De ahí que, cuando con esta mirada abrazamos la cruz de
Cristo, asumen para nosotros una elocuencia aún mayor las palabras
pronunciadas, desde lo alto de esa cruz, a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y
a Juan: “He ahí a tu Madre”.
Estas palabras pertenecen como a un testamento de nuestro
Redentor. Aquel que con su cruz ha realizado el designio eterno del amor de
Dios, que nos restituye en la cruz la dignidad de hijos adoptivos de Dios, El
mismo nos confía, en el momento culminante de su sacrificio, a su propia Madre
como hijos. En efecto, creemos que la palabra “he ahí a tu hijo” se refiere no
sólo al único discípulo que ha perseverado junto a la cruz de su Maestro, sino
también a todos los hombres.
7. La tradición del santuario de Luján ha colocado estas
palabras en el centro mismo de la liturgia, a cuya participación invita a todos
los peregrinos. Es como si quisiera decir: aprended a mirar al misterio que
constituye la gran perspectiva para los destinos del hombre sobre la tierra, y
aun después de la muerte. Sabed ser también hijos e hijas de esta Madre, que
Dios en su amor ha dado al propio hijo como Madre.
Aprended a mirar de esta manera, particularmente en los
momentos difíciles y en las circunstancias de mayor responsabilidad; hacedlo
así en este instante en que el Obispo de Roma quiere estar entre vosotros como
peregrino, rezando a los pies de la Madre de Dios en Luján, santuario de la
nación argentina.
8. Meditando sobre el misterio de la elevación de cada
hombre en Cristo: de cada hijo de esta nación, de cada hijo de la humanidad,
repito con vosotros las palabras de María:
Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso, (cf. Lc 1, 49) “cuyo nombre es santo. / Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. /Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón... / Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. /Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.
Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso, (cf. Lc 1, 49) “cuyo nombre es santo. / Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. /Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón... / Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. /Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.
¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios!
¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis
reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres
por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios!
Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó
llegar “al fondo del alma del gran pueblo argentino”, seguid creciendo en la fe
y en el amor al hombre.
Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la nación
argentina, que acogen como dirigidas a ellos las palabras pronunciadas desde la
cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu Madre!
En el misterio de la redención, Cristo mismo nos confió a
Ti, a todos y cada uno.
Al santuario de Luján hemos venido hoy en el espíritu de
esa entrega. Y yo - Obispo de Roma - vengo también para pronunciar este acto de
ofrecimiento a Ti de todos y cada uno.
De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de
los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al
eterno reposo en el Señor. Te confío asimismo los que han perdido la salud y se
hallan en los hospitales, para que en la prueba y el dolor sus ánimos se
sientan confortados.
Te encomiendo todas las familias y la nación. Que todos
sean partícipes de esta elevación del hombre en Cristo proclamada por la
liturgia de hoy. Que vivan la plenitud de la fe, la esperanza y la caridad como
hijos e hijas adoptivos del Padre Eterno en el Hijo de Dios.
Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren
las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en
el respeto de la dignidad propia de cada nación.
Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como
camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.
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