Miércoles de la séptima semana de Pascua
LA FUENTE DE TODO CONSUELO
Bendito sea Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias, y Dios de
toda consolación (2 Cor 1, 3).
1. Nosotros
bendecimos a Dios, y Dios nos bendice a nosotros, pero de distinta manera. Para
Dios, decir es hacer, como dice la Escritura: Él dijo, y fueran hechas las
cosas (Sal 32, 9). Para Dios, bendecir es hacer el bien y derramar el bien. Mas
nuestro decir no es causal, reconoce solamente, expresa lo que existe. Para
nosotros bendecir es lo mismo que reconocer el bien. Luego, cuando damos
gracias a Dios, lo bendecimos, esto es, lo reconocernos como bueno y dador de
todos los bienes.
Por consiguiente, el
Apóstol rectamente da gracias al Padre, porque es misericordioso y consolador.
Los hombres
necesitan sobre todo dos cosas:
1º) Que se le quiten
los males, y esto lo hace la misericordia, que quita la miseria. El
compadecerse es propio del Padre.
2º) Ser sostenido en
los males que les sobrevienen, y esto se llama propiamente consolar, pues si el
hombre no tuviese algo en que descansar su corazón, cuando le sobrevienen los
males, no subsistiría. Entonces, alguien consuela a otro, cuando le lleva algún
refrigerio con el que se alivia de los males. Y aun cuando en algunos males
puede el hombre ser consolado, descansar y ser fortalecido, sin embargo, sólo
Dios es el que nos consuela en todos los males. Por eso dice: Dios de toda
consolación, porque sí pecas, te consuela Dios, pues es misericordioso. Si eres
afligido, él te consuela, o sacándote de la aflicción con su poder, o juzgando
con justicia. Si trabajas, te consuela recompensándote: Yo soy tu galardón (Gen
15, 1). Por eso se dice: Bienaventurados los que lloran (Mt 5, 5).
II. Para que podamos
también consolar a los que están en toda angustia (2 Cor 1, 4).
Existe un orden en
los dones divinos. Pues Dios da a algunos dones especiales, para que éstos, a
su vez, los derramen para utilidad de los demás; así no da la luz al sol para
que se alumbre a sí mismo, sino a todo el mundo; por eso quiere que recaiga
sobre los otros alguna utilidad de todos nuestros bienes, ya sean riquezas,
poder, ciencia, sabiduría. Y así dice el Apóstol: El cual nos consuela en toda
nuestra tribulación; pero ¿para qué? No únicamente para nuestro bien personal,
sino para que ello aproveche a los demás. Por eso dice: para que podamos
también consular.
Podemos consolar a
otro por el ejemplo de nuestra consolación; pues quien no ha experimentado
consuelo, no sabe consolar. El espíritu el Señor sobre mí... para consolar a
todos los que lloran (Is 61, 1-2).
Podemos consolar
exhortando a la paciencia en los padecimientos, prometiendo premios eternos. Y
de este modo nuestro consuelo se convierte en el consuelo de los otros.
(In II Cor., 1, 3)
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