«Las leyes del Evangelio y los mandamientos de Cristo conducen a la
alegría y a la felicidad: ésta es la verdad que san Felipe Neri
procla- maba a los jóvenes con los que se encontraba en su trabajo
apostólico diario. Su anuncio venía dictado por su íntima experiencia de Dios,
sobre todo en la oración» (beato Juan Pablo II, 7 de octubre de 1994, con
ocasión del cuarto centenario de la muerte del santo). Pocos hombres dejaron
tanta huella, tan profunda y duradera en la ciudad de Roma como san Felipe
Neri, ese “loco de Dios”. Sin embargo, nunca ocupó un lugar importante en la
Iglesia, si bien su considerable proyección personal todavía se percibe hoy en
día.
Felipe nace en Florencia, Toscana, el 21
de julio de 1515, segundo de una familia de cuatro hijos. Su padre, Francisco,
es notario, y su madre, Lucrecia, fallece cuando él tiene cinco años. Enseguida
es sustituida en el hogar por Alejandra, segunda esposa de Francisco, que trata
al niño con especial ternura. Florencia es entonces esa capital de las artes y
de los banqueros cuyo brillo se proyecta muy lejos. Desde muy joven, Felipe,
que destaca ya por su carácter jovial y dócil, frecuenta a los padres dominicos
del convento de San Marcos, donde recibe una doble influencia: la de la belleza
artística, gracias a las pinturas realizadas en los muros por el beato Fray
Angélico, y la de Savonarola, ese dominico que, mediante su predicación, había
sublevado a la ciudad unos treinta años antes. Felipe conserva de esa relación
un ardiente amor de Jesús y la llamada a la conversión, pero, lejos de
compartir la exaltación de Savonarola, demostrará equilibrio y dulzura.
Tras el saqueo de Roma por los
lansquenetes imperiales en 1527, seguido del de Florencia en 1530, Felipe es
enviado a casa de un pariente rico que ha hecho fortuna con la industria
textil, donde emprende una vida llena de cálculos de rentabilidad sobre el
comercio de los tejidos y de las lanas, donde lo único que cuenta es la
ganancia. Muy pronto, el joven queda confuso y se pregunta cómo se puede amasar
lícitamente tanto dinero mientras los pobres son tan numerosos. Decide entonces
dejar a su generoso bienhechor para dirigirse a Roma y llevar una vida más
evangélica. Allí le acoge un compatriota florentino, director de aduanas, quien
le hace preceptor de sus dos hijos, llevando una vida muy ascética y
alimentándose de aceitunas, de pan y de agua. Roma se levanta con dificultades
de las devastaciones del terrible saqueo de 1527. La consideran una ciudad de
mala reputación, si bien alberga corrientes espirituales que hacen augurar un
renacimiento de la vida religiosa. Felipe aprovecha la vecindad de la
Universidad Pontificia de Roma, “La Sapiencia”, para estudiar filosofía y
teología, pero no según un programa sistemático sino profundizando en las
materias más útiles para ayudar a las personas que se dirigirán a él.
La irradiación de la caridad
El joven se dirige con frecuencia de
noche a la cata- cumba de San Sebastián para rezar. Allí, la víspera de
Pentecostés de 1544, el Espíritu Santo le concede una gracia excepcional:
siente una irradiación de caridad en su corazón y ve una llama en forma de
globo que franquea sus labios; siente que esa llama llega hasta su corazón y lo
hace vibrar muy intensamente. Esa gracia tendrá repercusión en toda su vida, ya
que el corazón se le ha engrandecido por el amor divino. Con motivo de una
visita médica por una leve bronquitis, el médico quedará estupefacto al
constatar unas costillas rotas a causa del ensanchamiento físico del corazón.
Más tarde, el Señor gratificará con frecuencia a Felipe con éxtasis y dones
sobrenaturales.
Felipe obtiene de sus largas horas de
oración un intenso amor al prójimo que le mueve a visitar los hospitales y a
adquirir una sólida formación de enfermero. En aquella época, se trataba de un
ministerio casi heroico, teniendo en cuenta el estado de las instituciones
encargadas de curar a los enfermos; no obstante, el joven comprende enseguida
que los enfermos necesitan, sobre todo, sentirse amados. También se ocupa de
los peregrinos pobres y enfermos que llegan a Roma, para quienes abre,
juntamente con su confesor Persiano Rosa, una casa de acogida. Pronto recibe
igualmente a convalecientes, quienes, en cuanto mejoran en su estado, son
desalojados de los hospitales para dejar sitio a otros y se encuentran a menudo
en la calle, con grandes peligros de recaída. Esa actividad se desarrolla hasta
tal punto que, en 1548, funda la “Cofradía de la Trinidad de los Peregrinos”.
La hora de hacer el bien
Felipe Neri coincide frecuentemente con
san Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros, sobre todo san Francisco
Javier; en algún momento, incluso, considera la posibilidad de unirse a ellos.
Gracias a su influencia, se introduce en Roma la devoción eucarística
denominada de las “Cuarenta Horas”, tiempo de adoración en reparación de los
escándalos ocasionados por las fiestas del carnaval. Toma parte en la
organización de los grupos de adoradores, exhortando a quienes han terminado su
tiempo de oración con estas palabras: «Ánimo, la hora de vuestra oración ha
terminado, pero no la de hacer el bien».
Convencido por su confesor, a pesar de
la resistencia de su humildad, de recibir el sacerdocio, Felipe es ordenado el
23 de mayo de 1551, a la edad de 35 años. Consciente de su indignidad, retrasa
la celebración de su primera Misa, pero poco a poco llega a concebir el Santo
Sacrificio como un gozo divino y el acto más sublime que un hombre pueda
realizar. No obstante, sus éxtasis y levitaciones se hacen cada vez más
frecuentes, y evita celebrar en público. Por otra parte, la administración del
sacramento de la Penitencia convierte en más fecundo su ministerio para con las
almas. A partir de 1551, se instala en la comunidad sacerdotal de San Girolamo
de la Carità. Desde el alba hasta mediodía, atiende las confesiones en la iglesia;
luego celebra la Santa Misa y recibe y confiesa de nuevo en su habitación. Sabe
cómo hacer para que sus penitentes se encuentren a gusto y para que sientan de
golpe su benevolencia y caridad sacerdotal, hablando a cada uno de parte del
Señor y aconsejando la comunión frecuente. Todos salen de allí aliviados y
reconfortados; el número de sus fieles crece sin cesar. Sin embargo, su
influencia le ocasiona persecuciones y calumnias, invadiéndole entonces un
profundo desconcierto y un intenso sufrimiento al pensar que sus detractores
impiden que se cumpla el bien. «¡Oh, Jesús –dice en su plegaria–, no he dejado
de pedirte la virtud de la paciencia, ¿por qué no me la concedes? ¿Por qué
permites que se me presenten tantas ocasiones de inquietud, de cólera e impaciencia?».
Su petición es justificada, pues, como subrayaba santa Teresa de Jesús en un
célebre poema, «La paciencia todo lo alcanza».
Felipe Neri reúne a jóvenes en cenáculo.
Posee el carisma de explicar las cosas difíciles, pero sabe igualmente hacer participar
de la conversación a sus oyentes. Su humor, a veces audaz, le procura la estima
de muchos jóvenes curiosos, que pronto son arrastrados por la estela de su
ardiente fe. Un día, un estudiante le expone sus sueños y ambiciones, y el
santo se contenta con responderle mediante una pregunta, siempre la misma: «¿Y
después?». El joven termina percatándose de la vanidad de sus proyectos cuando
se sopesan con el peso de la eternidad.
En su mensaje para la Cuaresma de 2012,
el Papa Benedicto XVI escribía: «Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida
cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con
vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto
del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás,
pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para
con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las
comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se
interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma,
por su destino último».
Reunidos en su nombre
En las reuniones organizadas para los
jóvenes se habla sobre las Sagradas Escrituras, sobre todo del Evangelio
según san Juan, pero también sobre autores espirituales tales como Juan
Casiano, santa Gertrudis, etc. Todos pueden expresar libremente su opinión
acerca del pasaje que se ha leído, bajo el control de Felipe, quien está
convencido de que el Espíritu Santo actúa grandemente en esas reuniones, pues
Jesús prometió: donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos (Mt 18, 20). Poco a poco, esos jóvenes se forman en la vida
espiritual, prenda de entusiasmo y de renovación de los corazones. Es el nacimiento
del “Oratorio”. Ese término designa en un principio el local donde se reúnen
para rezar, y después el grupo de quienes lo frecuentan, denominados
“Oratorianos”. Las reuniones se componen de dos sesiones, una de oración y otra
de reflexión en cuatro ámbitos: la historia de la Iglesia, la vida de los
santos, los asuntos que afectan a la vida moral y, por último, la oración y sus
dificultades. Los propios jóvenes preparan exposiciones; Felipe desea que se
hable de realidades concretas, ilustradas mediante experiencias tomadas de la
vida de los santos o de la historia de la Iglesia. Después de las reuniones,
lleva a sus discípulos a visitar una iglesia o un hospital; luego, todos se
reúnen al aire libre, por ejemplo en el Monte Janículo, lugar donde los recreos
musicales se convierten pronto en verdaderos conciertos, gracias a la
participación de músicos como Palestrina y miembros de la capilla pontificia. A
su vez, esa música de primera calidad atrae a otras personas. Convencido de que
la belleza conduce al bien, Felipe Neri procura que el arte forme parte de su
proyecto educativo, promoviendo iniciativas capaces de conducir a la verdad y
al bien.
Entre las personalidades que confían en
Felipe se encuentra Juan Bautista Salviati, primo lejano de la reina Catalina
de Médicis, quien se convierte y pasa del gran fasto a la extrema humildad; sin
embargo, el santo debe intervenir para disuadirlo de buscar demasiadas
humillaciones.
César Baronius entra en el Oratorio
siendo aún joven, en 1557. Desentrañando el temple de su alma, Felipe lo somete
a una serie de pruebas que le proporcionan paciencia y humildad. Después, con
intención apologética frente a la historiografía protestante, lo orienta hacia
el estudio de la historia de la Iglesia, en la cual destacará, especialmente
por los Anales eclesiásticos, obra monumental que se convertirá en una de las
bases de la ciencia moderna de la historia de la Iglesia. Más tarde será
nombrado cardenal.
Gabriel Tana, joven afectado de
tuberculosis, se subleva contra esa enfermedad, pasando por un período de
tentaciones de desesperación y de desierto espiritual con visiones diabólicas.
Felipe devuelve la paz a su corazón; el joven recobra la serenidad y, en el
momento de su muerte, manifiesta un gran gozo. Felipe Neri es reclamado a
menudo en el lecho de los moribundos, y el efecto de su presencia es
impresionante, acompañada con frecuencia de curaciones milagrosas. Junto a sus
discípulos, visita asiduamente a los enfermos y envía a sus jóvenes a mendigar
para los pobres a la puerta de las iglesias, lo que resulta especialmente
difícil para los hidalgos vestidos a la última moda.
Recogimiento y alegría
A partir de 1559, Felipe inaugura
las peregrinaciones a las siete basílicas mayores de Roma, en espíritu de
penitencia. El ambiente es de recogimiento y alegría espiritual. Al principio
participan en esa peregrinación unos treinta jóvenes, pero más tarde serán
cientos, incluso miles. La víspera se empieza visitando San Pedro; al día
siguiente se encuentran en San Pablo, luego en la catacumba de San Sebastián,
en San Juan de Letrán, en la Santa Cruz de Jerusalén, en San Lorenzo
Extramuros, para acabar en Santa María la Mayor. En esa misma época, se
reanudan los debates en torno a la memoria de Savonarola, y hay quienes
pretenden condenar sus obras; Felipe contribuye a que se abandone ese proyecto,
pero su posicionamiento ha atraído la atención hacia él y lo han convertido en
sospechoso a los ojos de quienes no aprecian a Savonarola. Interviene entonces
el Cardenal Vicario (es decir, el vicario del Papa para la diócesis de Roma),
quien, temeroso de que las grandes procesiones del Oratorio degeneren en
revueltas, intima a Felipe prohibiéndole organizar reuniones y confesar durante
quince días. El santo se somete y disuade a sus fieles de protestar contra las
decisiones de la autoridad eclesiástica: «Yo siempre he antepuesto las órdenes
de mis superiores a todo lo demás, y me resulta grato ser obediente». Al morir
de repente el Cardenal Vicario, se levantan todas las sanciones.
Sucede a veces que la Iglesia, en la
persona de sus ministros, haga sufrir a sus hijos. En semejantes
circunstancias, los santos saben permanecer fieles. La fe les recuerda que
entre «Jesús, nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo
Espíritu que nos gobierna y rige para la salvación de nuestras almas, porque
por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida
y gobernada nuestra Santa Madre Iglesia» (Ejercicios de san Ignacio, 365).
Una delegación de florentinos,
compatriotas suyos, pide a Felipe que tome a su cargo la iglesia de San Juan de
los Florentinos, a orillas del Tíber; se instala entonces allí una comunidad
del Oratorio. En esa época se establece la vida comunitaria de los padres del
Oratorio. En efecto, a instancias de quienes a él se dirigen, el fundador ha
invitado a algunos de sus discípulos más antiguos a recibir también las órdenes
para consagrarse a los fieles del Oratorio. Pero no les da ninguna Regla: es su
dirección espiritual lo que hace las veces de ella, adornada de algunas
prescripciones de simple sentido común que reflejan un profundo conocimiento
del corazón humano.
Un gusto criticado
En 1567, en tiempos del Papa san Pío V,
un oscuro complot está a punto de desembocar en la supresión del
Oratorio. San Carlos Borromeo, entonces arzobispo de Milán, consigue salvar la
fundación. Siguiendo las órdenes del Papa, dos dominicos habían acudido a
seguir los sermones de Felipe, pero se sienten tan satisfechos y edificados
que, tras el final de su misión, siguen acudiendo a escucharlo. Siete años más
tarde, un joven que ha sido excluido del Oratorio a causa de su mal
comportamiento, lanza una campaña de calumnias. Se critica el gusto del
fundador por el espectáculo público y las bromas, dos medios de apostolado que utiliza
a menudo. Felipe se siente apenado, pues las persecuciones de las que es objeto
lo afectan siempre profundamente. Después de la muerte de san Pío V, el nuevo
Papa Gregorio XIII confía al Oratorio una pequeña iglesia en ruinas dedicada a
María: Santa María de Vallicelli. Muy pronto surge la necesidad de reconstruir
por completo la iglesia. El arquitecto está horrorizado por el proyecto: «Cómo
hacer una iglesia tan grande?». Pero cuando se excava en el lugar indicado por
el santo, se halla un sólido muro, dispuesto a servir como fundamento.
En 1575, el Oratorio queda oficialmente
erigido por el Papa, y, en 1577, el fundador es elegido primer Preposito
general. Los postulantes afluyen. Felipe no desea que el Oratorio se disperse
fuera de Roma. Sin embargo, se constituyen fundaciones de Oratorios
independientes en San Severino, Milán, Padua, etc., tomando como modelo la casa
romana, pero sin quedar sometidas a ella. En 1586, no obstante, la asamblea
plenaria de los Oratorianos se pronuncia a favor de una fundación en Nápoles.
Más tarde, dicha fundación evolucionará hacia una vida religiosa más reglada,
contrariamente al Oratorio de Roma, que conservará el estilo informal deseado
por el fundador.
En marzo de 1583, Pablo Máximo, hijo de
noble familia, de catorce años de edad, cae gravemente enfermo. Felipe lo
visita todos los días. En el momento de la agonía, el adolescente lo manda
llamar. El santo llega después de su muerte, pero lo estrecha contra su pecho y
se pone rezar llamándole dos veces por su nombre. El muchacho abre los ojos y
Felipe le pregunta si quiere vivir o prefiere morir. Él responde claramente que
prefiere morir: «¡Ve! –le dice Felipe–, bendito seas y ruega por mí», y Pablo
muere. Todavía hoy, el 16 de marzo de cada año, el acontecimiento es celebrado
en el palacio Massimi, cerca de la plaza Navona. Esa resurrección, así como
curaciones extraordinarias, son conocidas rápidamente en la ciudad,
contribuyendo a la reputación de santidad de Felipe Neri, quien inventa toda
suerte de excentricidades para intentar engañar a las gentes. Está encantado
cuando le dicen: «¡Mirad a ese viejo loco!». Prescribe también a sus compañeros
y penitentes que cumplan tal o cual cosa humillante, para preservarlos del
orgullo. En 1590, resiste a Gregorio XIV, nuevamente elegido Papa, quien desea
elevarlo al cardenalato.
Felipe Neri concede gran importancia a
los sacramentos. «Los confesores –dice– deben conseguir que penetre en sus
penitentes una parte de la ternura del amor de Dios… Esforzaos siempre en
conducir a los pecadores a Cristo mediante vuestra amabilidad y amor… Esforzaos
en hacerles comprender el amor de Dios, el único capaz de cumplir realmente
grandes cosas». El amor de Cristo es la base del apostolado del santo,
caracterizado por la afabilidad y la dulzura, pues acoge amablemente a todos
los que se presentan, sabe escucharlos, alegrarse con quienes están llenos de
gozo y afligirse con quienes lloran. A una religiosa depresiva que se declara
perdida, Felipe le asegura: «Te digo que estás destinada al paraíso y te lo
probaré. Dime, pues, por quien murió Cristo. – Por los pecadores. – Exacto. ¿Y
qué eres tú? – Una pecadora. – Entonces, el paraíso es para ti porque lamentas
tus pecados». Para él, la humildad es la compañera del amor: «Ante todo, hay
que ser muy humilde» –repite a menudo a sus discípulos. Sabe que, en la vida
espiritual, «por la altivez se baja y por la humildad se sube» (Regla de san
Benito, cap. 7). Felipe busca la santificación de todos: «Las gentes que viven
en el mundo –afirma– deben esforzarse por alcanzar la santidad en su propia
casa. La vida en la corte, la profesión o el trabajo no son obstáculos para
quien quiere servir a Dios».
«¡Sé lo que digo!»
Al deteriorarse cada vez más su salud,
Felipe Neri dimite, en diciembre de 1593, de su cargo de Preposito
general, y la asamblea plenaria del Oratorio elige a Baronius para sucederle.
Pero el santo continúa recibiendo visitas en su habitación y, de vez en cuando,
baja a la iglesia para escuchar en confesión a tres o cuatro pobres ancianas. Cuando
las fuerzas se lo permiten, visita a amigos en dificultad o a enfermos,
llevándoles un pequeño regalo. En la primavera de 1594, la Santísima Virgen se
le aparece en su habitación. A los médicos les asegura lo siguiente: «Ya no les
necesito. La Virgen me ha curado», lo que se revela como verdadero. Felipe ha
sentido siempre una devoción profunda por la Santísima Virgen: «Hijos míos, sed
devotos de María –le gusta recomendar–, pues ¡sé lo que digo! ¡Sed devotos de
María !».
Un año más tarde, el 12 de mayo de 1595,
siente un grave malestar y pierde el conocimiento. En presencia de la Sagrada
Eucaristía que le ha llevado el padre Baronius, se reanima de repente y dice:
«¡Este es mi Dios! ¡Dádmelo enseguida!». La mañana del 26 de mayo, festividad
del Santísimo Sacramento, muy temprano, pide que llamen a quienes desean
confesarse con él. Durante la jornada, el médico le dice: «Nunca le he visto
con tan buena salud». Durante la noche siguiente, siente otro malestar y todos
sus hermanos acuden a su cabecera. El padre Baronius encomienda el alma del
moribundo a Dios y le pide su bendición. Felipe levanta la mano y permanece
unos instantes en esa posición, con la mirada dirigida al cielo; luego, tras
bajar la mano y cerrar los ojos, expira tranquilamente, como alguien que se
duerme.
Gregorio XV lo canonizó el 12 de marzo
de 1622. Su cuerpo, expuesto en un féretro de cristal, se conserva en “su
iglesia” de Santa María de Vallicelli. A la muerte del santo había siete
Oratorios en Italia. Actualmente existe una federación de unas 80 comunidades
con el nombre de “Congregación del Oratorio”, que cuentan con unos 500
religiosos repartidos en 19 países.
Ese santo de la alegría vivió en una
época difícil de la historia de la Iglesia (relajamiento moral de numerosos
miembros del clero, Reforma protestante y convulsiones políticas), pero nos
enseña que la Iglesia, fundada en Pedro (cf. Mt 16, 18), nunca deja de poseer
las promesas de la vida eterna.
Dom
Antoine Marie osb
Máximas de San Felipe Neri
San Felipe Neri, profeta de la alegría que supo seguir a Jesús - San Juan Pablo II
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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