Ciudad del Vaticano
4 de mayo del 2020
El 18 de mayo, se
cumplirán 100 años desde que el papa Juan Pablo II nació en la pequeña ciudad
polaca de Wadowice.
Polonia, dividida
durante más de 100 años por las tres grandes potencias vecinas – Prusia, Rusia
y Austria –, había recuperado su independencia al final de la Primera Guerra
Mundial. Fue una época llena de esperanza, pero también de dificultades, ya que
la presión de las dos grandes potencias, Alemania y Rusia, siguió pesando sobre
el Estado que se estaba reorganizando. En esta situación de angustia, pero
sobre todo de esperanza, creció el joven Karol Wojtyla, que perdió muy pronto a
su madre, a su hermano y, finalmente, a su padre, de quien había aprendido una
piedad profunda y cálida. El joven Karol era particularmente apasionado de la
literatura y el teatro, y después de estudiar para sus exámenes de secundaria,
comenzó a dedicarse más a estas materias.
«Para evitar la
deportación, en el otoño de 1940, comenzó a trabajar en una cantera que
pertenecía a la fábrica química de Solvay» (cf. Don y Misterio). «En
Cracovia, había ingresado en secreto en el Seminario. Mientras trabajaba como
obrero en una fábrica, comenzó a estudiar teología con viejos libros de texto,
para poder ser ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1946» (cf. Ibid.).
Por supuesto, no solo estudió teología en los libros, sino también a partir de
la situación específica que pesaba sobre él y su país. Es una especie de
característica de toda su vida y su trabajo. Estudia con libros, pero
experimenta y sufre las cuestiones que están detrás del material impreso. Para
él, como joven obispo – obispo auxiliar desde 1958, arzobispo de Cracovia desde
1964 – el Concilio Vaticano II se convirtió en una escuela para toda su vida y
su trabajo. Las grandes preguntas que surgieron especialmente sobre el llamado
Esquema 13 – luego Constitución Gaudium et Spes – fueron sus
preguntas personales. Las respuestas desarrolladas en el Concilio le mostraron
el camino a seguir para su trabajo como obispo y luego como Papa.
Cuando el cardenal
Wojtyla fue elegido sucesor de San Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia
estaba en una situación desesperada. Las deliberaciones del Concilio se
presentaban al público como una disputa sobre la fe misma, lo que parecía
privarla de su certeza indudable e inviolable. Un pastor bávaro, por ejemplo,
comentando la situación, decía: «Al final, hemos acogido una fe falsa». Esta
sensación de que no había nada seguro, de que todo estaba en cuestión, fue
alimentada por la forma en que se implementó la reforma litúrgica. Al final,
todo parecía factible en la liturgia. Pablo VI había cerrado el Concilio con
energía y determinación, pero luego, una vez terminado, se vio confrontado con
más asuntos, siempre más urgentes, lo que finalmente puso en tela de juicio a
la Iglesia misma. Los sociólogos compararon la situación de la Iglesia en ese
momento con la de la Unión Soviética bajo Gorbachov, cuando toda la poderosa
estructura del Estado finalmente se derrumbó en un intento de reformarla.
Una tarea que superaba
las fuerzas humanas esperaba al nuevo Papa. Sin embargo, desde el primer
momento, Juan Pablo II despertó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia.
Primero lo hizo con el grito del sermón al comienzo de su pontificado: «¡No
tengan miedo! ¡Abran, sí, abran de par en par las puertas a Cristo!» Este tono
finalmente determinó todo su pontificado y lo convirtió en un renovado liberador
de la Iglesia. Esto estaba condicionado por el hecho de que el nuevo Papa
provenía de un país donde el Concilio había sido bien recibido: no el
cuestionamiento de todo, sino más bien la alegre renovación de todo.
El Papa ha viajado por
el mundo en 104 grandes viajes pastorales y proclamó el Evangelio en todas
partes como una alegría, cumpliendo así su obligación de defender el bien, de
defender a Cristo.
En 14 encíclicas,
volvió a exponer completamente la fe de la Iglesia y su doctrina humana.
Inevitablemente, al hacerlo, provocó oposición en las iglesias del Occidente
llenas de dudas.
Hoy, me parece
importante enfatizar sobre todo el verdadero centro desde el cual debe leerse
el mensaje de sus diferentes textos. Este centro vino a la atención de todos nosotros
en el momento de su muerte. El Papa Juan Pablo II murió en las primeras horas
de la nueva fiesta de la Divina Misericordia. Permítanme agregar primero un
pequeño comentario personal que revela un aspecto importante del ser y el
trabajo del Papa. Desde el principio, Juan Pablo II se sintió profundamente
conmovido por el mensaje de Faustina Kowalska, una monja de Cracovia, que
destacó la Divina Misericordia como un centro esencial de la fe cristiana y
deseaba una celebración con este motivo. Después de todas las consultas, el
Papa había escogido el domingo in albis. Sin embargo, antes de tomar la
decisión final, le pidió a la Congregación de la Fe su opinión sobre la
conveniencia de esta fecha. Dijimos que no porque pensamos que una fecha tan
antigua y llena de contenido como la del domingo in albis no debería
sobrecargarse con nuevas ideas. Ciertamente no fue fácil para el Santo Padre
aceptar nuestro no. Pero lo hizo con toda humildad y aceptó el no de nuestro
lado por segunda vez. Finalmente, hizo una propuesta dejando el histórico
domingo in albis, pero incorporando la Divina Misericordia en su mensaje
original. En otras ocasiones, de vez en cuando, me impresionó la humildad de
este gran Papa, que renunció a las ideas de lo que deseaba porque no recibió la
aprobación de los organismos oficiales que, según las reglas clásicas, había de
consultar.
Mientras Juan Pablo II
vivió sus últimos momentos en este mundo, la Fiesta de la Divina Misericordia
acababa de comenzar tras la oración de las primeras vísperas. Esta celebración
iluminó la hora de su muerte: la luz de la misericordia de Dios se presenta
como un mensaje reconfortante sobre su muerte. En su último libro, Memoria
e Identidad, publicado en la víspera de su muerte, el Papa resumió una vez más
el mensaje de la Divina Misericordia. Señaló que la hermana Faustina murió
antes de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, pero que ya había dado la
respuesta del Señor a este horror insoportable. Era como si Cristo quisiera
decir a través de Faustina: «El mal no obtendrá la victoria final. El misterio
pascual confirma que el bien prevalecerá, que la vida triunfará sobre la muerte
y que el amor triunfará sobre el odio».
A lo largo de su vida,
el Papa buscó apropiarse subjetivamente del centro objetivo de la fe cristiana,
que es la doctrina de la salvación, y ayudar a otros a apropiarse de ella. A
través de Cristo resucitado, la misericordia de Dios es para cada individuo.
Aunque este centro de la existencia cristiana solo nos lo da la fe, también es
importante filosóficamente, porque si la misericordia de Dios no es un hecho,
debemos encontrar nuestro camino en un mundo donde el poder último del bien
contra el mal es incierto. Después de todo, más allá de este significado
histórico objetivo, es esencial que todos sepan que, al final, la misericordia
de Dios es más fuerte que nuestra debilidad. Además, en esta etapa actual,
también se puede encontrar la unidad interior entre el mensaje de Juan Pablo II
y las intenciones fundamentales del Papa Francisco: Juan Pablo II no es un
rigorista moral, como algunos lo intentan dibujar en parte. Con la centralidad
de la misericordia divina, nos da la oportunidad de aceptar el requerimiento
moral del hombre, aunque nunca podemos cumplirlo por completo. Sin embargo,
nuestros esfuerzos morales se hacen a la luz de la divina misericordia, que
resulta ser una fuerza curativa para nuestra debilidad.
Cuando murió el Papa
Juan Pablo II, la Plaza de San Pedro estaba llena de personas, especialmente
jóvenes, que querían encontrarse con su Papa por última vez. No puedo olvidar
el momento en que Mons. Sandri anunció el mensaje de la partida del Papa. Sobre
todo, el momento en que la gran campana de San Pedro repicó, hizo que este
mensaje resultara inolvidable. El día del funeral, había muchas pancartas
diciendo «¡Santo súbito!». Eso fue un grito que, de todos lados, surgió a
partir del encuentro con Juan Pablo II. No solo en la plaza, sino también en
varios círculos intelectuales, se discutió la idea de darle el título de
«Magno» a Juan Pablo II.
La palabra «santo»
indica la esfera de Dios y la palabra «magno» la dimensión humana. Según el
reglamento de la Iglesia, la santidad puede ser reconocida por dos criterios:
las virtudes heroicas y el milagro. Los dos criterios están estrechamente
vinculados. La expresión «virtud heroica» no significa una especie de hazaña
olímpica; al contrario, en y a través de una persona se revela algo que no
proviene de él, sino que se hace visible la obra de Dios en y a través de él.
No es una competencia moral de la persona, sino renunciar a la propia grandeza.
El punto es que una persona deja que Dios trabaje en ella, y así el trabajo y
el poder de Dios se hacen visibles a través de ella.
Lo mismo se aplica a
la prueba del milagro: aquí tampoco se trata de un evento sensacional sino de
la revelación de la bondad de Dios que cura de una manera que va más allá de
las meras posibilidades humanas. El santo es un hombre abierto a Dios e imbuido
de Dios. El que se aleja de sí mismo y nos deja ver y reconocer a Dios es
santo. Verificar esto legalmente, en la medida de lo posible, es el significado
de los dos procesos de beatificación y canonización. En los casos de Juan Pablo
II, ambos procesos se hicieron estrictamente de acuerdo a las reglas
aplicables. Por lo tanto, ahora se nos presenta como el padre que nos deja ver
la misericordia y la bondad de Dios.
Es más difícil definir
correctamente el término «magno». Durante los casi 2.000 años de historia del
papado, el título «Magno» solo prevaleció para dos papas: León I (440-461) y
Gregorio I (590-604). La palabra «magno» tiene una connotación política en
ambos, en la medida en que algo del misterio de Dios mismo se hace visible a
través de la actuación política. A través del diálogo, León Magno logró
convencer a Atila, el Príncipe de los Hunos, para que perdonara a Roma, la
ciudad de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo. Desarmado, sin poder
militar o político, sino por el solo poder de la convicción por su fe, logró
convencer al temido tirano para que perdonara a Roma. El espíritu demostró ser
más fuerte en la lucha entre espíritu y poder.
Aunque Gregorio I no
tuvo un éxito tan espectacular, también logró proteger a Roma contra los
lombardos, de nuevo al oponerse el espíritu al poder y alcanzar la victoria del
espíritu.
Si comparamos la
historia de los dos Papas con la de Juan Pablo II, su similitud es evidente.
Juan Pablo II tampoco tenía poder militar o político. Durante las
deliberaciones sobre la forma futura de Europa y Alemania, en febrero de 1945,
se observó que la opinión del Papa también debía tenerse en cuenta. Entonces
Stalin preguntó: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?». Es claro que el Papa no
tiene divisiones a su disposición. Pero el poder de la fe resultó ser un poder
que finalmente derrocó el sistema de poder soviético en 1989 y permitió un
nuevo comienzo. Es indiscutible que la fe del Papa fue un elemento esencial en
el derrumbe del poder comunista. Así que la grandeza evidente en León I y
Gregorio I es ciertamente visible también en Juan Pablo II.
Dejamos abierto si el
epíteto «magno» prevalecerá o no. Es cierto que el poder y la bondad de Dios se
hicieron visibles para todos nosotros en Juan Pablo II. En un momento en que la
Iglesia sufre una vez más la aflicción del mal, este es para nosotros un signo
de esperanza y confianza.
Querido San Juan Pablo
II, ¡ruega por nosotros!
Benedicto XVI
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