Segundo domingo del Tiempo Ordinario
CEC 604-609: Jesús,
el Ángel de Dios que quita el pecado del mundo
CEC 689-690: la
misión del Hijo y del Espíritu Santo
CEC 604-609: Jesús,
el Ángel de Dios que quita el pecado del mundo
Dios
tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al
entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre
nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por
nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado
a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por
nuestros pecados" (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19).
"La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía
pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8).
605 Jesús
ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin
excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial
que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma
"dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,
28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a
la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5,
18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5,
15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los
hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien
no haya padecido Cristo" (Concilio de Quiercy, año 853: DS, 624).
Toda la vida de Cristo es oblación al Padre
606 El
Hijo de Dios "bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre
que le ha enviado" (Jn 6, 38), "al entrar en este mundo,
dice: [...] He aquí que vengo [...] para hacer, oh Dios, tu voluntad [...] En
virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez
para siempre del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10, 5-10). Desde el
primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el designio divino de
salvación en su misión redentora: "Mi alimento es hacer la voluntad del
que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34). El sacrificio
de Jesús "por los pecados del mundo entero" (1 Jn 2, 2),
es la expresión de su comunión de amor con el Padre: "El Padre me ama
porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "El mundo ha de saber
que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,
31).
607 Este
deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de
Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23)
porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación: "¡Padre
líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12,
27). "El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?" (Jn 18,
11). Y todavía en la cruz antes de que "todo esté cumplido" (Jn 19,
30), dice: "Tengo sed" (Jn 19, 28).
"El cordero que quita el pecado del mundo"
608 Juan
Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores
(cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a
Jesús como el "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1,
29; cf. Jn 1, 36). Manifestó así que Jesús es a la vez el
Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53,
7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las multitudes
(cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la redención
de Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14; cf. Jn 19,
36; 1 Co 5, 7). Toda la vida de Cristo expresa su misión:
"Servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609 Jesús,
al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, "los
amó hasta el extremo" (Jn 13, 1) porque "nadie tiene
mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13).
Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento
libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2,
10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte
por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: "Nadie me
quita [la vida]; yo la doy voluntariamente" (Jn 10, 18). De
aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando Él mismo se encamina hacia la
muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
CEC 689-690: la
misión del Hijo y del Espíritu Santo
La misión conjunta del Hijo y del
Espíritu Santo
689 Aquel
al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo
(cf. Ga 4, 6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y
el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como
en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad
vivificante, consubstancial e indivisible, la fe de la Iglesia profesa también
la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su
Aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos
pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen
visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela.
690 Jesús
es Cristo, "ungido", porque el Espíritu es su Unción y todo lo que
sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud (cf. Jn 3,
34). Cuando por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39), puede a su
vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les
comunica su Gloria (cf. Jn 17, 22), es decir, el Espíritu
Santo que lo glorifica (cf. Jn 16, 14). La misión conjunta se
desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de
su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles
vivir en Él:
«La noción de la
unción sugiere [...] que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu.
En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción
del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es
inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu, de tal modo que quien va a
tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto
necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del
Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace
en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde
todas partes delante de los que se acercan por la fe» (San Gregorio de
Nisa, Adversus Macedonianos de Spirirtu Sancto, 16).
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