CONGREGACIÓN
PARA EL CLERO
REFLEXIONES DEL CARDENAL CLAÚDIO HUMMES
CON MOTIVO DEL
XL ANIVERSARIO
DE LA CARTA ENCÍCLICA
«SACERDOTALIS CAELIBATUS»
DEL PAPA PABLO VI
«SACERDOTALIS CAELIBATUS»
DEL PAPA PABLO VI
La importancia del celibato sacerdotal
Desarrollo histórico - Las razones del
sagrado celibato - El valor de la castidad y del celibato - Medios para ser
fieles al celibato - Una vocación santa
Al entrar en el XL
aniversario de la publicación de la encíclica Sacerdotalis caelibatus de
Su Santidad Pablo VI, la Congregación para el clero cree oportuno
recordar la enseñanza magisterial de este importante documento
pontificio.
En realidad, el celibato
sacerdotal es un don precioso de Cristo a su Iglesia, un don que es necesario
meditar y fortalecer constantemente, de modo especial en el mundo moderno
profundamente secularizado.
En efecto, los estudiosos indican que los orígenes del celibato
sacerdotal se remontan a los tiempos apostólicos. El padre Ignace de la
Potterie escribe: "Los estudiosos en general están de acuerdo en
decir que la obligación del celibato, o al menos de la continencia, se
convirtió en ley canónica desde el siglo IV (...). Pero es importante observar
que los legisladores de los siglos IV o V afirmaban que esa disposición
canónica estaba fundada en una tradición apostólica. Por ejemplo, el concilio
de Cartago (del año 390) decía: "Conviene que los que están al
servicio de los misterios divinos practiquen la continencia completa (continentes
esse in omnibus) para que lo que enseñaron los Apóstoles y
ha mantenido la antigüedad misma, lo observemos también
nosotros"" (cf. Il fondamento biblico del celibato
sacerdotale, en: Solo per amore. Riflessioni sul celibato
sacerdotale. Cinisello Balsamo 1993, pp. 14-15). En el mismo sentido,
A.M. Stickler habla de argumentos bíblicos en favor del celibato de inspiración
apostólica (cf. Ch. Cochini, Origines apostoliques du Célibat
sacerdotal, Prefacio, p. 6).
Desarrollo histórico
El Magisterio solemne de la
Iglesia reafirma ininterrumpidamente las disposiciones sobre el celibato
eclesiástico. El Sínodo de Elvira (300-303?), en el canon 27, prescribe:
"El obispo o cualquier otro clérigo tenga consigo solamente o una hermana
o una hija virgen consagrada a Dios; pero en modo alguno plugo (al Concilio)
que tengan a una extraña" (Enrique Denzinger, El Magisterio de la
Iglesia, ed. Herder, Barcelona 1955, n. 52 b, p. 22); y en el canon
33: "Plugo prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos
o a todos los clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges
y no engendren hijos y quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la
clerecía" (ib., 52 c).
También el Papa Siricio (384-399), en la carta al
obispo Himerio de Tarragona, fechada el 10 de febrero de 385,
afirma: "El Señor Jesús (...) quiso que la forma de la castidad de
su Iglesia, de la que él es esposo, irradiara con esplendor (...). Todos los sacerdotes
estamos obligados por la indisoluble ley de estas sanciones, es decir, que
desde el día de nuestra ordenación consagramos nuestros corazones y cuerpos a
la sobriedad y castidad, para agradar en todo a nuestro Dios en
los sacrificios que diariamente le ofrecemos" (ib., n. 89, p.
34).
En el primer concilio ecuménico de Letrán, año 1123, en el canon 3
leemos: "Prohibimos absolutamente a los presbíteros, diáconos y
subdiáconos la compañía de concubinas y esposas, y la cohabitación con otras
mujeres fuera de las que permitió que habitaran el concilio de Nicea
(325)" (ib., n. 360, p. 134).
Asimismo, en la sesión XXIV del concilio de Trento, en el canon 9
se reafirma la imposibilidad absoluta de contraer matrimonio a los clérigos
constituidos en las órdenes sagradas o a los religiosos que han hecho profesión
solemne de castidad; con ella, la nulidad del matrimonio mismo, juntamente con
el deber de pedir a Dios el don de la castidad con recta intención (cf. ib.,
n. 979, p. 277).
En tiempos más recientes, el concilio ecuménico Vaticano II, en el
decreto Presbyterorum ordinis (n. 16), reafirmó el vínculo
estrecho que existe entre celibato y reino de los cielos, viendo en el primero
un signo que anuncia de modo radiante al segundo, un inicio de vida nueva, a
cuyo servicio se consagra el ministro de la Iglesia.
Con la encíclica del 24 de junio de 1967, Pablo VI mantuvo una
promesa que había hecho a los padres conciliares dos años antes. En ella
examina las objeciones planteadas a la disciplina del celibato y, poniendo de
relieve sus fundamentos cristológicos y apelando a la historia y a lo que los
documentos de los primeros siglos nos enseñan con respecto a los
orígenes del celibato-continencia, confirma plenamente su valor.
El Sínodo de los obispos de 1971, tanto en el esquema
presinodal Ministerium presbyterorum (15 de febrero) como en
el documento final Ultimis temporibus (30 de noviembre),
afirma la necesidad de conservar el celibato en la Iglesia latina, iluminando
su fundamento, la convergencia de los motivos y las condiciones que lo
favorecen (Enchiridion del Sínodo de los obispos, 1. 1965-1988; edición
de la Secretaría general del Sínodo de los obispos, Bolonia 2005, nn. 755-855;
1068-1114; sobre todo los nn. 1100-1105).
La nueva codificación de la Iglesia latina de 1983 reafirma la
tradición de siempre: "Los clérigos están obligados a observar una
continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto, quedan
sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios mediante el cual
los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón
entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los
hombres" (Código de derecho canónico, can. 277, 1). En la
misma línea se sitúa el Sínodo de 1990, del que surgió la exhortación
apostólica del siervo de Dios Papa Juan Pablo II Pastores dabo vobis, en
la que el Sumo Pontífice presenta el celibato como una exigencia de radicalismo
evangélico, que favorece de modo especial el estilo de vida esponsal y brota de
la configuración del sacerdote con Jesucristo, a través del sacramento del
Orden (cf. n. 44).
El Catecismo de la Iglesia católica, publicado en
1992, que recoge los primeros frutos del gran acontecimiento del concilio
ecuménico Vaticano II, reafirma la misma doctrina: "Todos los
ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes,
son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven
como célibes y que tienen la voluntad de guardar el
celibato por el reino de los cielos" (n. 1579).
En el más reciente Sínodo, sobre la Eucaristía, según la
publicación provisional, oficiosa y no oficial, de sus proposiciones finales,
concedida por el Papa Benedicto XVI, en la proposición 11, sobre la escasez de
clero en algunas partes del mundo y sobre el "hambre eucarística" del
pueblo de Dios, se reconoce "la importancia del don inestimable del
celibato eclesiástico en la praxis de la Iglesia latina". Con referencia
al Magisterio, en particular al concilio ecuménico Vaticano II y a los últimos
Pontífices, los padres pidieron que se ilustraran adecuadamente las razones de
la relación entre celibato y ordenación sacerdotal, respetando plenamente la
tradición de las Iglesias orientales. Algunos hicieron referencia a la cuestión
de los viri probati, pero la hipótesis se consideró un camino que
no se debe seguir.
El pasado 16 de noviembre de 2006, el Papa Benedicto XVI presidió
en el palacio apostólico una de las reuniones periódicas de los jefes de
dicasterio de la Curia romana. En esa ocasión se reafirmó el valor de la
elección del celibato sacerdotal según la tradición católica ininterrumpida,
así como la exigencia de una sólida formación humana y cristiana tanto para los
seminaristas como para los sacerdotes ya ordenados.
Las razones del sagrado celibato
En la encíclica Sacerdotalis
caelibatus, Pablo VI presenta al inicio la situación en que se encontraba
en ese tiempo la cuestión del celibato sacerdotal, tanto desde el punto de
vista del aprecio hacia él como de las objeciones. Sus primeras palabras son
decisivas y siguen siendo actuales: "El celibato sacerdotal, que la
Iglesia custodia desde hace siglos como perla preciosa, conserva todo su valor
también en nuestro tiempo, caracterizado por una profunda transformación de
mentalidades y de estructuras" (n. 1).
Pablo VI revela cómo meditó él mismo, preguntándose acerca del
tema, para poder responder a las objeciones, y concluye: "Pensamos,
pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe, también hoy, y firmemente,
estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su elección
exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación
al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su estado de
vida tanto en la comunidad de los fieles como en la profana" (n. 14).
"Ciertamente —añade el Papa—, como ha declarado el
sagrado concilio ecuménico Vaticano II, la virginidad "no es exigida por
la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia
primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales" (Presbyterorum
ordinis, 16), pero el mismo sagrado Concilio no ha dudado en confirmar
solemnemente la antigua, sagrada y providencial ley vigente del celibato
sacerdotal, exponiendo también los motivos que la justifican para todos los que
saben apreciar con espíritu de fe y con íntimo y generoso fervor los dones
divinos" (n. 17).
Es verdad. El celibato es un don que Cristo ofrece a los llamados
al sacerdocio. Este don debe ser acogido con amor, alegría y gratitud. Así,
será fuente de felicidad y de santidad.
Las razones del sagrado celibato, aportadas por Pablo VI, son
tres: su significado cristológico, el significado eclesiológico y el
escatológico.
Comencemos por el significado cristológico. Cristo es novedad.
Realiza una nueva creación. Su sacerdocio es nuevo. Cristo renueva todas las
cosas. Jesús, el Hijo unigénito del Padre, enviado al mundo, "se hizo
hombre para que la humanidad, sometida al pecado y a la muerte, fuese
regenerada y, mediante un nuevo nacimiento, entrase en el reino de los cielos.
Consagrado totalmente a la voluntad del Padre, Jesús realizó mediante su
misterio pascual esta nueva creación introduciendo en el tiempo y en el mundo
una forma nueva, sublime y divina de vida, que transforma la misma condición
terrena de la humanidad" (n. 19).
El mismo matrimonio natural, bendecido por Dios desde la creación,
pero herido por el pecado, fue renovado por Cristo, que "lo elevó a la
dignidad de sacramento y de misterioso signo de su unión con la Iglesia. (...)
Cristo, mediador de un testamento más excelente (cf. Hb 8, 6),
abrió también un camino nuevo, en el que la criatura humana, adhiriéndose total
y directamente al Señor y preocupada solamente de él y de sus cosas (cf. 1
Co 7, 33-35), manifiesta de modo más claro y complejo la realidad,
profundamente innovadora del Nuevo Testamento" (n. 20).
Esta novedad, este nuevo camino, es la vida en la virginidad, que
Jesús mismo vivió, en armonía con su índole de mediador entre el cielo y la
tierra, entre el Padre y el género humano. "En plena armonía con esta
misión, Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que
significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres" (n.
21). Servicio de Dios y de los hombres quiere decir amor total y sin reservas,
que marcó la vida de Jesús entre nosotros. Virginidad por amor al reino de
Dios.
Ahora bien, Cristo, al llamar a sus sacerdotes para ser ministros
de la salvación, es decir, de la nueva creación, los llama a ser y a vivir en
novedad de vida, unidos y semejantes a él en la forma más perfecta posible. De
ello brota el don del sagrado celibato, como configuración más plena con el
Señor Jesús y profecía de la nueva creación. A sus Apóstoles los llamó
"amigos". Los llamó a seguirlo muy de cerca, en todo, hasta la cruz.
Y la cruz los llevará a la resurrección, a la nueva creación perfeccionada. Por
eso sabemos que seguirlo con fidelidad en la virginidad, que incluye una
inmolación, nos llevará a la felicidad. Dios no llama a nadie a la infelicidad,
sino a la felicidad. Sin embargo, la felicidad se conjuga siempre con la
fidelidad. Lo dijo el recordado Papa Juan Pablo II a los esposos reunidos con
él en el II Encuentro mundial de las familias, en Río de Janeiro. Así se llega
al tema del significado escatológico del celibato, en cuanto que es signo y
profecía de la nueva creación, o sea, del reino definitivo de Dios en la
Parusía, cuando todos resucitaremos de la muerte.
Como enseña el concilio Vaticano II, la Iglesia "constituye el
germen y el comienzo de este reino en la tierra" (Lumen gentium,
5). La virginidad, vivida por amor al reino de Dios, constituye un signo
particular de los "últimos tiempos", pues el Señor ha anunciado que
"en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como
ángeles de Dios en el cielo" (Sacerdotalis caelibatus, 34).
En un mundo como el nuestro, mundo de espectáculo y de placeres
fáciles, profundamente fascinado por las cosas terrenas, especialmente por el
progreso de las ciencias y las tecnologías —recordemos las ciencias biológicas
y las biotecnologías—, el anuncio de un más allá, o sea, de un mundo futuro, de
una parusía, como acontecimiento definitivo de una nueva creación, es decisivo
y al mismo tiempo libra de la ambigüedad de las aporías, de los estrépitos, de
los sufrimientos y contradicciones, con respecto a los verdaderos bienes y a
los nuevos y profundos conocimientos que el progreso humano actual
trae consigo.
Por último, el significado eclesiológico del celibato nos lleva más
directamente a la actividad pastoral del sacerdote.
La encíclica Sacerdotalis caelibatus afirma:
"la virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor
virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta
unión" (n. 26). El sacerdote, semejante a Cristo y en Cristo, se casa
místicamente con la Iglesia, ama a la Iglesia con amor exclusivo. Así,
dedicándose totalmente a las cosas de Cristo y de su Cuerpo místico, el
sacerdote goza de una amplia libertad espiritual para ponerse al servicio
amoroso y total de todos los hombres, sin distinción.
"Así, el sacerdote, muriendo cada día totalmente a sí mismo,
renunciando al amor legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su
reino, hallará la gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque como
él y en él ama y se da a todos los hijos de Dios" (n. 30). La
encíclica añade, asimismo, que el celibato aumenta la idoneidad del sacerdote
para la escucha de la palabra de Dios y para la oración, y lo capacita para
depositar sobre el altar toda su vida, que lleva los signos del sacrificio (cf.
nn. 27-29).
El valor de la castidad y del
celibato
El celibato, antes de ser
una disposición canónica, es un don de Dios a su Iglesia; es una cuestión
vinculada a la entrega total al Señor. Aun distinguiendo entre la disciplina
del celibato de los sacerdotes seculares y la experiencia religiosa de la
consagración y de la profesión de los votos, no cabe duda de que no existe otra
interpretación y justificación del celibato eclesiástico fuera de la entrega
total al Señor, en una relación que sea exclusiva, también desde el punto de
vista afectivo; esto supone una fuerte relación personal y comunitaria con
Cristo, que transforma el corazón de sus discípulos.
La opción del celibato hecha por la Iglesia católica de rito latino
se ha realizado, desde los tiempos apostólicos, precisamente en la línea de la
relación del sacerdote con su Señor, teniendo como gran icono el "¿Me amas
más que estos?" (Jn 21, 15), que Jesús resucitado dirige a
Pedro.
Por tanto, las razones cristológicas, eclesiológicas y
escatológicas del celibato, todas ellas arraigadas en la comunión especial con
Cristo a la que está llamado el sacerdote, pueden tener diversas expresiones,
según lo que afirma autorizadamente la encíclica Sacerdotalis
caelibatus.
Ante todo, el celibato es "signo y estímulo de la caridad pastoral" (n. 24). La caridad es el criterio supremo para juzgar la vida cristiana en todos sus aspectos; el celibato es un camino del amor, aunque el mismo Jesús, como refiere el evangelio según san Mateo, afirma que no todos pueden comprender esta realidad: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido" (Mt 19, 11).
Ante todo, el celibato es "signo y estímulo de la caridad pastoral" (n. 24). La caridad es el criterio supremo para juzgar la vida cristiana en todos sus aspectos; el celibato es un camino del amor, aunque el mismo Jesús, como refiere el evangelio según san Mateo, afirma que no todos pueden comprender esta realidad: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido" (Mt 19, 11).
Esa caridad se desdobla en los clásicos aspectos de amor a Dios y
amor a los hermanos: "Por la virginidad o el celibato a causa del
reino de los cielos, los presbíteros se consagran a Cristo de una manera nueva
y excelente y se unen más fácilmente a él con un corazón no dividido" (Presbyterorum
ordinis, 16). San Pablo, en un pasaje al que aquí se alude,
presenta el celibato y la virginidad como "camino para agradar
al Señor" sin divisiones (cf. 1 Co 7, 32-35): en
otras palabras, un "camino del amor", que ciertamente supone una
vocación particular, y en este sentido es un carisma, y que es en sí mismo
excelente tanto para el cristiano como para el sacerdote.
El amor radical a Dios, a través de la caridad pastoral, se
convierte en amor a los hermanos. En el decreto Presbyterorum ordinis leemos
que los sacerdotes "se dedican más libremente a él y, por él al servicio
de Dios y de los hombres y se ponen al servicio de su reino y de la obra de la
regeneración sobrenatural sin ningún estorbo. Así se hacen más aptos para
aceptar en Cristo una paternidad más amplia" (n. 16). La experiencia común
confirma que a quienes no están vinculados a otros afectos, por más legítimos y
santos que sean, además del de Cristo, les resulta más sencillo abrir
plenamente y sin reservas su corazón a los hermanos.
El celibato es el ejemplo que Cristo mismo nos dejó. Él quiso ser
célibe. Explica también la encíclica: "Cristo permaneció toda la
vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio
de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el
sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de la
dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta participación
será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos
de carne y de sangre" (Sacerdotalis caelibatus, 21).
La existencia histórica de Jesucristo es el signo más evidente de
que la castidad voluntariamente asumida por Dios es una vocación sólidamente
fundada tanto en el plano cristiano como en el de la común racionalidad humana.
Si la vida cristiana común no puede legítimamente llamarse así
cuando excluye la dimensión de la cruz, cuánto más la existencia sacerdotal
sería ininteligible si prescindiera de la perspectiva del Crucificado. A veces
en la vida de un sacerdote está presente el sufrimiento, el cansancio y el
tedio, incluso el fracaso, pero esas cosas no la determinan en última
instancia. Al escoger seguir a Cristo, desde el primer momento nos
comprometemos a ir con él al Calvario, conscientes de que tomar la propia cruz
es el elemento que califica el radicalismo del seguimiento.
Por último, como he dicho, el celibato es un signo escatológico. Ya
desde ahora está presente en la Iglesia el reino futuro: ella no sólo lo
anuncia, sino que también lo realiza sacramentalmente, contribuyendo a la
"nueva creación", hasta que la gloria de Cristo se manifieste
plenamente.
Mientras que el sacramento del matrimonio arraiga a la Iglesia en el presente, sumergiéndola totalmente en el orden terreno, que así se transforma también él en lugar posible de santificación, la virginidad remite inmediatamente al futuro, a la perfección íntegra de la creación, que sólo alcanzará su plenitud al final de los tiempos.
Mientras que el sacramento del matrimonio arraiga a la Iglesia en el presente, sumergiéndola totalmente en el orden terreno, que así se transforma también él en lugar posible de santificación, la virginidad remite inmediatamente al futuro, a la perfección íntegra de la creación, que sólo alcanzará su plenitud al final de los tiempos.
Medios para ser fieles al
celibato
La sabiduría bimilenaria de
la Iglesia, experta en humanidad, ha identificado constantemente a lo largo del
tiempo algunos elementos fundamentales e irrenunciables para favorecer la
fidelidad de sus hijos al carisma sobrenatural del celibato.
Entre ellos destaca, también en el magisterio reciente, la
importancia de la formación espiritual del sacerdote, llamado a ser
"testigo de lo Absoluto". La Pastores dabo vobis afirma:
"Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal
a la pregunta fundamental de Cristo: "¿Me amas?" (Jn 21,
15). Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don total de
su vida" (n. 42).
En este sentido, son absolutamente fundamentales tanto los años de
la formación remota, vivida en la familia, como sobre todo los de la próxima,
en los años del seminario, verdadera escuela de amor, en la que, como la
comunidad apostólica, los jóvenes seminaristas mantienen una relación de
intimidad con Jesús, esperando el don del Espíritu para la misión. "La
relación del sacerdocio con Jesucristo, y en él con su Iglesia, —en virtud de
la unción sacramental— se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea,
en su misión o ministerio" (ib., 16).
El sacerdocio no es más que "vivir íntimamente unidos a
él" (ib., 46), en una relación de comunión íntima que se describe
como "una forma de amistad" (ib.). La vida del sacerdote, en
el fondo, es la forma de existencia que sería inconcebible si no existiera
Cristo. Precisamente en esto consiste la fuerza de su testimonio: la
virginidad por el reino de Dios es un dato real; existe porque existe Cristo,
que la hace posible.
El amor al Señor es auténtico cuando tiende a ser total:
enamorarse de Cristo quiere decir tener un conocimiento profundo de él,
frecuentar su persona, sumergirse en él, asimilar su pensamiento y, por último,
aceptar sin reservas las exigencias radicales del Evangelio. Sólo se puede ser
testigos de Dios si se hace una profunda experiencia de Cristo. De la relación
con el Señor depende toda la existencia sacerdotal, la calidad de su
experiencia de martyria, de su testimonio.
Sólo es testigo de lo Absoluto quien de verdad tiene a Jesús por
amigo y Señor, quien goza de su comunión. Cristo no es solamente objeto de
reflexión, tesis teológica o recuerdo histórico; es el Señor presente; está
vivo porque resucitó y nosotros sólo estamos vivos en la medida en que
participamos cada vez más profundamente de su vida. En esta fe explícita se
funda toda la existencia sacerdotal. Por eso la encíclica dice:
"Aplíquese el sacerdote en primer lugar a cultivar con todo el amor que la
gracia le inspira su intimidad con Cristo, explorando su inagotable y
santificador misterio; adquiera un sentido cada vez más profundo del misterio
de la Iglesia, fuera del cual su estado de vida correría el riesgo de parecerle
sin consistencia e incongruente" (Sacerdotalis caelibatus, 75).
Además de la formación y del amor a Cristo, un elemento esencial
para conservar el celibato es la pasión por el reino de Dios, que significa la
capacidad de trabajar con diligencia y sin escatimar esfuerzos para que Cristo
sea conocido, amado y seguido. Como el campesino que, al encontrar la perla
preciosa, lo vende todo para comprar el campo, así quien encuentra a Cristo y
entrega toda su existencia con él y por él, no puede menos de vivir trabajando para
que otros puedan encontrarlo.
Sin esta clara perspectiva, cualquier "impulso misionero"
está destinado al fracaso, las metodologías se transforman en técnicas de
conservación de una estructura, e incluso las oraciones podrían convertirse en
técnicas de meditación y de contacto con lo sagrado, en las que se disuelven
tanto el yo humano como el Tú de Dios.
Una ocupación fundamental y necesaria del sacerdote, como exigencia
y como tarea, es la oración, la cual es insustituible en la vida cristiana y,
por consecuencia, en la sacerdotal. A la oración hay que prestar atención
particular: la celebración eucarística, el Oficio divino, la confesión
frecuente, la relación afectuosa con María santísima, los ejercicios
espirituales, el rezo diario del santo rosario, son algunos de los signos
espirituales de un amor que, si faltara, correría el riesgo de ser sustituido
con los sucedáneos, a menudo viles, de la imagen, de la carrera, del dinero y
de la sexualidad.
El sacerdote es hombre de Dios porque está llamado por Dios a serlo
y vive esta identidad personal en la pertenencia exclusiva a su Señor, que se
documenta también en la elección del celibato. Es hombre de Dios porque de él
vive, a él habla, con él discierne y decide, en filial obediencia, los pasos de
su propia existencia cristiana.
Los sacerdotes, cuanto más radicalmente sean hombres de Dios,
mediante una existencia totalmente teocéntrica, como subrayó el Santo Padre
Benedicto XVI en su discurso a la Curia romana con ocasión de las
felicitaciones navideñas, el 22 de diciembre de 2006, tanto más eficaz y
fecundo será su testimonio y tanto más rico en frutos de conversión será su
ministerio. No hay oposición entre la fidelidad a Dios y la fidelidad al
hombre; al contrario, la primera es condición de posibilidad de la segunda.
Conclusión:
una vocación santa
La Pastores dabo
vobis, hablando de la vocación del sacerdote a la santidad, después de
subrayar la importancia de la relación personal con Cristo, presenta otra
exigencia: el sacerdote, llamado a la misión del anuncio, recibe el
encargo de llevar la buena nueva como un don a todos. Sin embargo, está llamado
a acoger el Evangelio ante todo como don ofrecido a su propia existencia, a su
propia persona y como acontecimiento salvífico que lo compromete a una vida
santa.
Desde esta perspectiva, Juan Pablo II habló del radicalismo evangélico
que debe caracterizar la santidad del sacerdote. Por tanto, se puede decir que
los consejos evangélicos tradicionalmente propuestos por la Iglesia y vividos
en los estados de la vida consagrada, son los itinerarios de un radicalismo
vital al que también, a su modo, el sacerdote está llamado a ser fiel.
La exhortación afirma: "Expresión privilegiada del
radicalismo son los varios consejos evangélicos que Jesús
propone en el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7), y entre ellos
los consejos, íntimamente relacionados entre sí, de obediencia,
castidad y pobreza: el sacerdote está llamado a vivirlos según el
estilo, es más, según las finalidades y el significado original que nacen de la
identidad propia del presbítero y la expresan" (n. 27).
Más adelante, refiriéndose a la dimensión ontológica en la que se
funda el radicalismo evangélico, dice: "El Espíritu, consagrando al
sacerdote y configurándolo con Jesucristo, cabeza y pastor, crea una relación
que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera
personal, esto es, consciente y libre, mediante una comunión de vida y amor
cada vez más rica, y una participación cada vez más amplia y radical de los
sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta relación entre el Señor Jesús y
el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el
fundamento y a la vez la fuerza para aquella "vida según el Espíritu"
y para aquel "radicalismo evangélico" al que está llamado todo
sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto
espiritual" (n. 72).
La nupcialidad del celibato eclesiástico, precisamente por esta
relación entre Cristo y la Iglesia que el sacerdote está llamado a interpretar
y a vivir, debería dilatar su espíritu, iluminando su vida y encendiendo su
corazón. El celibato debe ser una oblación feliz, una necesidad de vivir con
Cristo para que él derrame en el sacerdote las efusiones de su bondad y de su
amor que son inefablemente plenas y perfectas.
A este propósito, son iluminadoras las palabras del Santo
Padre Benedicto XVI: "El verdadero fundamento del celibato sólo
puede quedar expresado en la frase: "Dominus pars (mea)",
Tú eres el lote de mi heredad. Sólo puede ser teocéntrico. No puede significar
quedar privados de amor; debe significar dejarse arrastrar por el amor a Dios y
luego, a través de una relación más íntima con él, aprender a servir también a
los hombres. El celibato debe ser un testimonio de fe: la fe en Dios se
hace concreta en esa forma de vida, que sólo puede tener sentido a partir de
Dios. Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a la familia, significa
acoger y experimentar a Dios como realidad, para así poderlo llevar a los
hombres" (Discurso a la Curia romana con ocasión de las felicitaciones
navideñas, 22 de diciembre de 2006: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 7).
Card. CLÁUDIO HUMMES,
o.f.m.
Prefecto de la Congregación para el clero
Prefecto de la Congregación para el clero
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