El rey Enrique IV llamaba a san
Francisco de Sales “el fénix de los obispos”, porque, según decía él, “es una
rara ave sobre la tierra”. Después de haber renunciado a los fastos de París y
a las propuestas reales de un sillón episcopal prestigioso, Francisco de Sales
se convirtió en el pastor incansable de su tierra saboyana, a la que amaba por
encima de todo. Dejándose guiar por los padres de la Iglesia, obtenía de la
oración y de un gran conocimiento meditado de la Sagrada Escritura la fuerza
necesaria para cumplir su misión y para conducir a las almas a Dios (cf. beato
Juan Pablo II, Carta al obispo de Annecy, 23 de noviembre de 2002).
Francisco de Sales nace el 21 de agosto
de 1567 en el seno de una familia católica de la nobleza de Saboya, en el
castillo de Sales, a unos veinte kilómetros al norte de Annecy. Es el
primogénito de seis hermanos y hermanas. Sus padres tienen como principio
educativo explicar los motivos de lo que exigen, para que la obediencia de sus
hijos sea más reflexiva. Desde muy pronto, el niño aprende a usar la espada,
pero también a dar limosna a los pobres: cuando oye llamar a un pobre, se
levanta de la mesa para llevarle una parte de su comida. Sin embargo, no es
perfecto: un día, entra en la cocina, a pesar de la prohibición, y pide al
cocinero un pequeño pâté suculento pero todavía humeante. La quemadura que
siente no le impide llevárselo en la mano y comérselo. Enseguida acude a su
madre para que lo cure sin desvelarle la causa de la quemadura.
«¡Acordaos!»
Francisco toma la primera Comunión y
recibe la Confirmación a la edad de diez años; a partir de entonces empieza a
notar una llamada al sacerdocio. Su padre, que lo destina a la magistratura, lo
envía hacia 1582 a estudiar a París, al colegio de Clermont que regentan los
jesuitas. Allí aprende gramática y matemáticas, lenguas clásicas, filosofía y
teología. La difícil cuestión de las relaciones entre la voluntad eterna de
Dios, la gracia divina y la libertad humana lo perturba hasta el punto de
sumirlo en la desesperación; se imagina estar condenado para siempre en el
infierno. Durante seis semanas, una gran angustia se apodera de él, haciéndole
perder el apetito y el sueño. Una tarde de enero de 1587, prosternado ante una
imagen de María en la Iglesia de Saint-Étienne-des-Grès, realiza un acto de
completo abandono en la voluntad del Señor y luego reza el “Acordaos”, plegaria
llena de confianza dirigida por san Bernardo a María. De inmediato, la violenta
tentación se desvanece y recobra la paz del corazón. Entonces, dedica su
virginidad a Dios y a la Virgen, a quien promete rezar cada día el Rosario.
Mediante esa prueba, Francisco ha aprendido a sentir compasión por los
sufrimientos espirituales de los demás, y sabrá apaciguarlos.
En 1588, el joven se marcha a Padua
(Italia) a completar sus estudios. Una vez allí, se pone bajo la dirección del
padre jesuita Antonio Possevino, con quien realiza los Ejercicios espirituales
de san Ignacio. Durante el transcurso del verano de 1591, obtiene el doctorado
en derecho civil y canónico. A su regreso a Saboya en 1592, su padre le da un
pequeño terreno, el señorío de Villaroget, donde ha instalado una biblioteca de
jurisprudencia, pues desea ardientemente que su hijo llegue a ser abogado e
incluso senador. Ha elegido igualmente para él a una novia, hija única de un
juez consejero del duque de Saboya. A pesar de la nobleza y la virtud de esa
señorita que todavía no ha cumplido catorce años, Francisco, decidido a
consagrarse Dios, no le da ninguna esperanza. Para complacer a su padre, se
inscribe como abogado en el colegio de abogados de Chambéry, pero rechaza el
nombramiento para el cargo de senador que le ofrece el duque de Saboya. Con
motivo de una visita de cortesía a Monseñor de Granier, obispo de Ginebra que
reside en Annecy, Francisco es apreciado por su sabiduría y amplitud de
conocimientos. Muy pronto, el prelado le pide que acepte el cargo de preboste,
es decir, de primer canónigo de la catedral (el equivalente a la función actual
de vicario general). Francisco desvela entonces a su padre su verdadera
vocación. Tras un duro combate interior, éste renuncia a que su primogénito sea
un brillante abogado y le da la bendición.
Predicar con los ojos
Convertido ya en sacerdote el 18 de
diciembre de
1593, Francisco se instala oficialmente
como preboste de los canónigos. Con dicho motivo, expone en un discurso sus
puntos de vista sobre la manera de reconquistar para la fe católica la ciudad
de Ginebra. Desde 1541, el reformador Juan Calvino la había convertido en la
“Roma protestante”, por lo que el obispo había tenido que refugiarse en Annecy.
«Hay que quebrantar los muros de Ginebra mediante la caridad –afirma el nuevo
preboste–, invadirla mediante la caridad, reconquistarla mediante la caridad…
Hay que derribar los muros de Ginebra mediante plegarias ardientes y librar el
asalto mediante la caridad fraterna». El duque de Saboya, Carlos Manuel I,
desea también restablecer el catolicismo en Chablais, región situada al sur del
lago Léman y convertida al calvinismo a mediados del siglo, por lo que pide a
Monseñor de Granier que envíe misioneros. Francisco de Sales y su primo, Luis
de Sales, se presentan voluntarios para la misión. En septiembre de 1594, se
instalan en la fortaleza de Allinges. Desde allí, Francisco se dirige a Thonon,
la capital de Chablais, donde predica en la única iglesia católica de la
ciudad. Muy pronto, una ordenanza pública del consistorio calvinista de la
ciudad prohíbe a los protestantes que acudan a escuchar sus sermones. Después
de cuatro meses, Francisco no ha conseguido ningún resultado tangible. Un amigo
le aconseja entonces que predique con los ojos redactando artículos en hojas
sueltas impresas que serán distribuidas por debajo de las puertas de las casas
de los calvinistas. El 7 de enero, durante la Misa, una voz interior confirma a
Francisco en ese propósito. Desde los primeros artículos, consigue captar la
atención de los lectores. Esos escritos serán en parte recopilados y publicados
con el título de Controversias. Francisco, que ha estudiado las obras de una
treintena de autores protestantes, cita ampliamente la Sagrada Escritura y a
numerosos teólogos católicos. Cuando el beato Papa Pío IX proclame a san
Francisco de Sales como Doctor de la Iglesia, dirá lo siguiente de las
Controversias: «Una maravillosa ciencia teológica resplandece en esta obra; se
observa en ella un método excelente, una lógica irresistible, bien respecto a
la refutación de la herejía, bien en relación con la demostración de la verdad
católica».
La fuerte argumentación de Francisco
iluminó a muchos de sus contemporáneos, y continúa siendo hoy preciosa para el
conocimiento de la verdadera fe. En la primera parte de su trabajo, denuncia
las debilidades de las posiciones calvinistas. Demuestra especialmente que sus
ministros carecen de toda autoridad, pues no han recibido ninguna misión: «Es
cosa cierta –dice– que cualquiera que quiera enseñar y tener rango de pastor en
la Iglesia debe ser enviado». Pero los pastores calvinistas no han recibido
ninguna misión de la Iglesia, y no pueden reivindicar una misión
extraordinaria, pues «nadie debe alegar una misión extraordinaria a no ser que
la pruebe mediante milagros», y «ninguna misión extraordinaria debe ser
recibida si es desaprobada por la autoridad ordinaria que está en la Iglesia de
Nuestro Señor». En la segunda parte de su obra, expone los fundamentos del
catolicismo y afirma que la Iglesia no puede errar. San Pablo denomina a la
Iglesia la columna y fundamento de la verdad (1 Tm 3, 15). «¿Acaso no es lo
mismo decir que la verdad se fundamenta firmemente en la Iglesia? En las demás
confesiones, la verdad sólo se fundamenta a intervalos, cayendo a menudo, pero
en la Iglesia católica, se encuentra sin vicisitudes, inmutable, sin
tambalearse; en suma: estable y perpetua». En la tercera parte, inacabada,
trata de puntos controvertidos, especialmente del Purgatorio.
En cuanto puede, Francisco se instala en
Thonon, en casa de una señora mayor, miembro de su familia. Recibe ayuda de
cuatro sacerdotes a quienes da consejos a partir de su experiencia: «Os aseguro
–les dice– que cuando he recurrido a réplicas mordaces siempre me he
arrepentido. Los hombres actúan más por amor y caridad que por severidad y
rigor». Progresivamente, los habitantes de Chablais regresan al catolicismo. A
finales del mes de septiembre de 1598, el duque de Saboya organiza en Thonon
una suntuosa fiesta con solemne procesión del Santísimo Sacramento. A partir de
ese momento, quince mil personas regresan al catolicismo, y otras muchas están
decididas a unirse a ellas.
En noviembre de 1598, Monseñor de
Granier envía a Roma a su preboste para cumplir en su nombre la visita ad
limina que los obispos hacen al Papa cada cinco años. Ha pedido al Santo Padre
que lo nombre su coadjutor (es decir, su futuro sucesor). El papa convoca a
Francisco a un examen oficial. Llegado el día, éste entra en una Iglesia y
suplica: «Señor, si por vuestra eterna providencia sabéis que pueda llegar a
ser un servidor inútil en el cargo episcopal… no permitáis que responda bien,
sino haced más bien que me vea cubierto de confusión ante vuestro Vicario, y
que no consiga de este examen nada más que ignominia». Al salir de la sesión,
el Santo Padre, extremadamente satisfecho, lo nombra coadjutor del obispo de
Ginebra.
Ganar los corazones
A principios de 1602, Monseñor de
Granier envía a Francisco de Sales a París, ante el rey Enrique IV, a fin de
obtener que los bienes confiscados por los protestantes en la comarca de Gex
(región de la diócesis de Ginebra dependiente, en el plano civil, del rey de
Francia) sean devueltos al clero y que se conceda total libertad religiosa a
los católicos. Francisco es solicitado para predicar la cuaresma en la capilla
de la reina. «Ganaba más corazones en una hora por la vía del amor que otros en
cuarenta días por la vía del rigor –cuenta uno de sus biógrafos. No es que
fuera indulgente ante el vicio, sino que sabía perfectamente que allí donde
pudiera dejar caer solamente una chispa del divino amor, enseguida exterminaría
el pecado». Conoce a Bárbara Acarie (la futura beata María de la Encarnación),
madre de familia que había recibido dones místicos extraordinarios, y le ayuda
a introducir en Francia la Orden Carmelitana, reformada por santa Teresa de
Jesús. Enrique IV propone a Francisco el obispado de París. «Majestad
–responde–, me he desposado con una pobre mujer (la Iglesia de Ginebra) y no
puedo abandonarla por una más rica».
El 17 de septiembre de 1602, tras la
muerte de Monseñor Granier, Francisco de Sales se convierte en obispo de
Ginebra. Realiza un largo retiro de veinte días según los Ejercicios de san
Ignacio. Con motivo de la ceremonia de su consagración episcopal, es agraciado
con una visión intelectual: ve cómo la Santísima Trinidad obra interiormente en
su alma lo que los obispos que le consagran realizan exteriormente en él. Se
convierte en el pastor de una diócesis pobre y en plena tormenta, en un paisaje
de montaña del que conoce tanto la austeridad como la belleza. «Encontré a Dios
–escribirá– en toda su dulzura y delicadeza en nuestras más elevadas y rudas
montañas, donde numerosas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con toda
verdad y sinceridad; corzos y rebecos brincaban aquí y allá entre los glaciares
terroríficos para cantar sus alabanzas».
Una sorprendente vehemencia
Monseñor de Sales no deja pasar ninguna
ocasión de instruir a sus fieles, en quienes ha constatado la ignorancia
religiosa, raíz de numerosos males. Por ello instaura clases de catecismo,
dedicándose él mismo con gusto a los niños, conquistando primero sus corazones
y exponiendo después familiarmente los rudimentos de la fe, con la ayuda de
comparaciones adaptadas a su capacidad. En 1603, convoca un sínodo diocesano
para sus sacerdotes con objeto de reconfortarlos, pues muchos llevan una vida
casi solitaria en la montaña. Les exhorta a estudiar con una sorprendente
vehemencia, a fin de prevenirlos contra los errores doctrinales,
recomendándoles también una gran pureza de conciencia con vistas a la
administración del sacramento de la Penitencia; les aconseja que reciban a los
penitentes «con extremo amor, soportando pacientemente su rusticidad,
ignorancia, estupidez, tardanza y otras imperfecciones», interrogándoles con
tacto y progresivamente sobre ciertos pecados que quizás no osan confesar.
En marzo de 1604, el obispo de Ginebra
se dirige a Dijon para predicar la cuaresma. Una mañana, después de haber
celebrado la Misa, el Señor le revela que fundará una orden de religiosas.
Durante un sermón, observa a una joven vestida de viuda y que le escucha con
ardiente atención. Juana Francisca de Chantal, cuyo marido ha muerto
trágicamente a causa de un accidente de caza, había pedido al Señor que le
concediera un guía espiritual, y Dios le había mostrado a Francisco de Sales,
al que reconoce en cuanto lo ve en el púlpito. Son numerosas las personas que
se dirigen también a Francisco de Sales para su vida espiritual. En su
intención, redacta unos pequeños tratados espirituales, siendo uno de ellos el
origen de la Introducción a la vida devota, obra publicada en diciembre de
1608.
El libro, dirigido a una destinataria
ficticia, Filotea, es una invitación a pertenecer completamente a Dios,
viviendo en el mundo y cumpliendo los deberes de su estado. De lenguaje y
estilo muy sencillos, su éxito es inmediato, de tal forma que, estando aún vivo
Francisco de Sales, la obra se reimprimirá más de cuarenta veces y se traducirá
a casi todas las lenguas de Europa. El propio rey Enrique IV lo lee, y la reina
de Francia regala al rey de Inglaterra un ejemplar adornado con diamantes.
El 1 de marzo de 1610, Francisco asiste
a su madre en el lecho de muerte. Escribirá a la baronesa de Chantal: «Con el
corazón henchido, lloré ante aquella buena madre más de lo que lo había hecho
desde que soy eclesiástico; pero fue sin amargura espiritual, gracias a Dios».
El domingo 6 de junio, con la señora de Chantal y Carlota de Bréchard, funda la
Orden de la Visitación. Su propósito es modesto: «Crear una pequeña asamblea o
congregación de mujeres y de jóvenes que vivan juntas a manera de ensayo
siguiendo pequeñas constituciones piadosas». Cantarán el Pequeño Oficio de la
Virgen y llevarán una vida fraternal en una «santa y cordial unión interior».
Finalmente, admitirán en su comunidad a personas de frágil salud que no pueden
entrar en monasterios más austeros. Para esa Orden, que debe consagrarse a la
contemplación, aunque también a varias obras de caridad en favor de los pobres
y de los enfermos, elige el patronazgo de la Visitación «porque al visitar a
los pobres, las religiosas deberán imitar a María cuando visitó a Isabel».
Si place a Dios
A principios de 1615, la madre de
Chantal funda en Lyon un monasterio de la Visitación. Muy pronto, sin embargo,
el arzobispo Monseñor de Marquemont desea introducir cambios en las
Visitandinas, y sobre todo establecer una estricta clausura, lo que implicará
la supresión de la visita a los enfermos y a los pobres. Muy relajado de sus
opiniones personales cuando no le parecen esenciales, Monseñor de Sales escribe
a la superiora de Lyon: «Si place a Dios que esa congregación cambie de nombre,
de estado y de condición, os amoldaréis al capricho del arzobispo, al que está
plenamente dedicada toda la congregación». Por otra parte, él mismo escribirá a
Monseñor de Marquemont: «En cuanto a la visita a los enfermos, se añadió más
bien como ejercicio conforme a la devoción de las que empezaron esta
congregación y a la calidad del lugar donde estaban que como finalidad
principal». Así pues, las Visitandinas aceptan los cambios consentidos por su
fundador. Antes de la muerte de Monseñor de Sales, se habían fundado doce
Visitaciones.
En 1616, Francisco de Sales publica,
especialmente a intención de la madre de Chantal y de sus religiosas, el
Tratado del amor de Dios.
«En un tiempo de intenso florecimiento
místico –decía el Papa Benedicto XVI–, el Tratado del amor de Dios es una
verdadera summa, y a la vez una fascinante obra literaria. Su descripción del
itinerario hacia Dios parte del reconocimiento de la inclinación natural,
inscrita en el corazón del hombre, aunque pecador, a amar a Dios sobre todas
las cosas. Según el modelo de la Sagrada Escritura, san Francisco de Sales
habla de la unión entre Dios y el hombre desarrollando una serie de imágenes de
relación interpersonal. Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene
características maternas y de nodriza, es el sol del que incluso la noche es
misteriosa revelación. Ese Dios atrae hacia sí al hombre con vínculos de amor,
es decir, de verdadera libertad: “Ya que el amor no tiene forzados ni esclavos,
sino que reduce todas las cosas bajo la propia obediencia con una fuerza tan
deliciosa que, si nada es tan fuerte como el amor, nada es tan amable como su
fuerza” (Audiencia general del 2 de marzo de 2011).
Siempre disponible
Monseñor de Sales vive pobremente.
Conserva durante mucho tiempo su ropa, procediendo él mismo a fáciles
remiendos. Su capellán osa reprocharle respetuosamente de ser «el peor vestido
de toda la casa». Celebra la Misa con una devoción incomparable. Cada día, a
mitad de la mañana, está disponible para recibir a los sacerdotes, con una
acogida sencilla y fraternal: «¿Dónde creéis que estáis? –pregunta a un
sacerdote que no sabe qué tratamientos emplear–; todos somos hermanos… No soy
obispo entre nosotros; esas ceremonias son buenas cuando aparecemos
públicamente». Por la tarde, acoge a todos los que se presentan. Posee el don
de levantar los corazones y de discernir las mentalidades mediante una gran
sabiduría espiritual. Su reputación de santidad atrae hacia él a numerosos
enfermos, curando milagrosamente a varios y atribuyendo las curaciones
solamente a Dios, que puede realizar milagros a quienes le rezan con fe.
Después de las audiencias, el prelado visita a los enfermos a domicilio,
incluso si se alojan en lugares sórdidos e incómodos, así como a los
prisioneros. Luego, se pone a disposición de quienes desean confesarse,
ministerio para el que está –además– siempre disponible. Por la noche, antes de
acostarse, incluso si es muy tarde, reza apaciblemente el Rosario meditando
sobre sus misterios.
A finales de 1618, Francisco de Sales se
dirige a París con motivo del casamiento del hijo del duque Carlos Manuel I con
la hermana del rey Luis XIII. Allí conoce a san Vicente de Paúl, quien afirmará
con respecto a él: «Monseñor de Sales se ha acomodado tan bien a ese modelo
(Cristo), como he constatado, que varias veces me he preguntado con sorpresa
cómo una simple criatura podía llegar a un grado de perfección tan grande,
considerando la fragilidad humana, y alcanzar la cima de una tan sublime
altura… Y me venía a la mente este pensamiento: “Dios mío, ¡cuán bueno tenéis
que ser!, pues en Monseñor Francisco de Sales, vuestra criatura, ¡hay tanta
dulzura…!”». Por su parte, Francisco aprecia tanto a Vicente de Paúl que le
pide que sea el superior del monasterio de la Visitación que se funda en París
a partir del año 1619. A continuación regresa a Annecy, donde su hermano Juan
Francisco le ha sido asignado como obispo coadjutor, ya que su salud es frágil:
padece de arterioesclerosis y de hidropesía, sin contar con otras enfermedades.
En octubre de 1622, Monseñor de Sales
acompaña al duque de Saboya en su encuentro con el rey Luis XIII en Aviñón.
Presintiendo su muerte, el obispo redacta su testamento y se despide de los
suyos. En el camino, hace una parada en Lyon, donde mantiene una entrevista por
última vez con la madre de Chantal. El 27 de diciembre, visita el noviciado de
las hermanas, que le piden les escriba algunas enseñanzas espirituales. En una
hoja, escribe arriba, en medio y abajo: humildad. Ese mismo día, a principios
de la tarde, sufre una hemorragia cerebral. Muere el 28 de diciembre.
El 16 de noviembre de 1877, el Papa Pío
IX proclamará a san Francisco de Sales Doctor de la Iglesia y afirmará que,
gracias a él, la verdadera piedad «ha penetrado hasta el trono de los reyes, en
la tienda de los jefes de los ejércitos, en el tribunal de los jueces, en las
oficinas, en las tiendas e incluso en las cabañas de los pastores» (breve Dives
in misericordia). Más recientemente, el Papa Benedicto XVI ha subrayado: «Así
nacía la llamada a los laicos, el interés por la consagración de las cosas
temporales y por la santificación de lo cotidiano, en los que insistirán el
concilio Vaticano II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el
ideal de una humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción en el mundo y
oración, entre condición seglar y búsqueda de la perfección» (2 de marzo de
2011).
Podemos asociarnos a este deseo del
beato Juan Pablo II: que «la enseñanza del santo obispo de Ginebra permanezca
como fuente de luz para nuestros contemporáneos, como lo fue en su tiempo».
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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