ESPIRITUALIDAD BÍBLICA
2. HACIA EL PADRE
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2.1. EL PADRE CELESTIAL EN EL
EVANGELIO
I
Si preguntamos quién es el
Padre Celestial, cualquiera nos dirá que es Dios, porque Dios es nuestro Padre.
Si volvemos a preguntar
quién es ese Dios, no faltarán quienes nos digan que es Jesucristo, pero algunos dirán sin duda que es la Santísima
Trinidad.
¿La Santísima Trinidad
sería entonces nuestro Padre? ¿Ese Padre a quien Jesús nos enseñó a adorar "en espíritu y en verdad"?
¿Ese Padre a quien nos enseñó a dirigir el Padrenuestro? Ese Padre a quien El
llamó "mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro
Dios", ¿sería la Santísima Trinidad? ¿Entonces Jesús sería el Hijo de la Santísima Trinidad?
Entonces, ¿la Misa y las
oraciones de la Iglesia se equivocan cuando se dirigen al Padre, primera
Persona de la Trinidad? Pues casi todas terminan pidiéndole "por
nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo".
¿Podría
haber una ignorancia más grande que la de decir que Jesús es Hijo de la
Trinidad? Tal fué exactamente
la herejía del P. Harduin y su
discípulo el P. Berruyer, que
refutó tan claramente San Alfonso de
Ligorio.
El
mal viene de ignorar el Evangelio, pues cualquiera que lo ha leído, aunque sea
una sola vez, no puede dejar de admirar la insistencia de Jesús en hablar de su
Padre, del Padre que lo envió, es decir de esa Primera Persona, cuya
gloria es para Cristo una obsesión constante. De ahí que defina los tiempos
mesiánicos como aquéllos en que se va a "adorar al Padre en
espíritu y en verdad, porque tales son los adoradores que el Padre
quiere" (Juan IV, 23 s.).
"Mi comida es hacer la
voluntad de mi Padre (Juan IV,
34); "vuestro Padre Celestial es misericordioso" (Luc. VI, 56); "el Padre
hace salir el sol sobre buenos y malos" (Mat. V, 45); "tanto amó Dios (Padre) al mundo, que le
dió su Hijo" (Juan III, 16);
"mi Padre es quien os da el verdadero Pan del Cielo" (Juan VI, 32); "si vosotros siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre
Celestial dará cosas buenas a quienes se las pidan?" (Mat. VII, 11); "todo lo que
pidiereis al Padre en mi nombre, Yo lo haré" (Juan XIV, 15). "Yo me voy al
Padre (Juan XVI, 11); como mi
Padre me amó a Mí, así Yo os he amado a vosotros" (Juan XV, 9); "Yo vivo por el Padre, y (así) el que me
come vive por Mí" (Juan VI, 58);
“el mismo Padre os ama" (Juan
VI, 27); "Yo te alabo, Padre y Señor del Cielo y de la tierra,
porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los
pequeños"... (Luc. X, 21).
II
El que hubiera reflexionado
una sola vez sobre estas y otras mil palabras de Jesús, ¿podría decir que ese Padre, ese Dios a quien Jesús llama su Padre, es la Trinidad y
no la Primera Persona? A esta divina
Persona, cuyo gloria es la preocupación de Jesús, se dirige El en su Oración
Sacerdotal para darle cuenta de que ha cumplido su voluntad manifestando a los
hombres su Nombre de Padre. Y concluye insistiendo en que nos hará conocer
más y más a ese Padre, que nos ama a nosotros como a Él lo amó.
A Él se dirige Jesús en la Cruz al decirle: "Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?" A Él la última palabra: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu". A Él se refiere la sentencia que
oiremos de Jesús como Juez de
las naciones: "Venid, benditos de mi Padre”. A Él reverencia el
mismo Verbo Encarnado cuando dice “mi Padre es mayor que Yo" (Juan XIV, 28), lo cual se explica
perfectamente, pues si la Segunda Persona tiene la plenitud de la Divinidad, lo
mismo que la Primera, siempre será cierto que la recibe de Ésta, es decir del
Padre (así como el Espíritu Santo la recibe del Padre y del Hijo), en tanto
que el Padre que la comunica, no la recibe de nadie. De ahí que Jesús, aunque "Dios le puso
todas las cosas en su mano" y "no (le) comunicó su Espíritu con
escasa medida" (Juan V, 54-55) y "le dió el tener la vida en Sí
mismo" (Juan V, 26), mantiene siempre esa devoción por la Persona
del Padre (como lo hace
todo buen hijo aunque sea adulto y tan rico y poderoso como su padre); y esa
devoción, y amor, y celo por la gloria de su Padre, es lo que llena su vida
entera, desde que a los 12 años se queda en el Templo, aún a trueque de dejar a
su Madre en la angustia, para “estar en las cosas de su Padre" (Luc. II, 49).
Desde entonces y sin
perjuicio de dejar perfectamente definida la propia divinidad del Hijo ("mi
Padre y Yo somos uno”, Juan X,
50) y el misterio de la circuminsesión (“mi Padre es en Mi y Yo soy
en mi Padre", Juan XIV, 10),
Jesús va ahondando ese concepto
del Padre, y lo llama siempre Dios por antonomasia, como veremos también que se
hace en todo el Nuevo Testamento.
En cuanto al Antiguo
Testamento, en el cual el misterio de las Tres divinas Personas está
latente, Jesús lo dice de una
manera terminante: “es mi Padre el que me glorifica: Aquel que decís
vosotros que es vuestro Dios” (Juan
VIII, 54). Lo mismo hace S.
Pedro al hablar del “Dios de
Abrahán, de Isaac y de Jacob y Dios de nuestros padres”, para referirse
a la Persona del Padre, que “glorificó a su Hijo Jesús” (Heb. III, 13). Por donde se ve
claramente que en el Antiguo Testamento Dios es también el Padre, Yahvé, el que
se reveló a Moisés en la zarza,
Aquel de quien dice David las
palabras que el mismo Jesús citó
a los judíos como prueba definitiva de su propia divinidad: "Dijo Yahvé
a mi Señor, siéntate a mi diestra” (Mat.
XXII, 44; Salmo, CIX, 1).
En esta misma frase se ve
cómo el Padre, que da al Hijo la vida, es también quien le da toda gloria, así
como fué El quien lo envió al mundo para que hiciera la voluntad paterna: “He
aquí que vengo .. . debo hacer tu voluntad” (Salmo XXXIX, 8-9).
III
Por su parte, San
Pablo acentúa este mismo concepto. Empieza por decirnos que, así como nosotros somos de Cristo, Cristo es
de Dios su Padre (I Cor. III, 23). Más adelante dice: “Sin embargo, para
nosotros no hay más que un solo Dios, que es el Padre, del cual tienen
el ser todas las cosas y que nos ha hecho para El; y un solo Señor, Jesucristo,
por medio de quien han sido hechas todas las cosas, y por El somos nosotros” (I Cor. VIII, 6). Después en la misma
epístola nos dice que el fin último de
todas las cosas será “cuando el Hijo entregue el Reino a su Dios y Padre,
habiendo destruido todo imperio y toda potestad y toda dominación” (I Cor. XV,
24).
Entretanto
“debe reinar hasta ponerle (el Padre) todos los enemigos bajo sus pies”
(I Cor. XV, 25) “porque todas las cosas las sujetó bajo sus pies” (I Cor. XV,
26).
Mas
cuando dice: “todas las cosas están sujetas a Él, sin duda queda exceptuado
Aquel que se las sujetó todas. Y cuando ya todas las cosas estuvieren sujetas a
Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto al (Padre) que se las sujetó todas, a
fin de que Dios sea todo en todas las cosas” (I Cor. XV, 27-28).
Esto
es tan terminante, que nos asombraría quizá si no fuera el Espíritu Santo quien
lo dice. A tal punto, que la herejía de los arrianos, viendo que el Verbo se
muestra tan sometido al Padre, se atrevió a sostener que la Persona de Cristo
era simple creatura como nosotros, sin comprender que, si Cristo tiene naturaleza
humana, no tiene dos personas, sino una única Persona que es la
divina del Verbo, la cual, como dice el Credo, no ha sido hecha a la manera de
las creaturas, sino engendrada, y es por lo tanto consustancial a Dios Padre
de quien procede, siendo esta procesión (generación) desde la eternidad, por lo
cual el Hijo o Verbo no es menos eterno que el Padre: “Tú eres mi hijo, Yo
te he engendrado hoy" (Salmo II, 7).
Nada
más expresivo que esta asociación del pretérito: "Yo te he engendrado”,
y del presente "hoy". El pretérito significa que la generación
de que se trata está ya consumada; el presente denota que es permanente, acto
eterno, que no tiene pasado ni presente, ni hoy ni mañana (cf. Sal. CIX, 5).
Bien
vemos entonces por qué Jesús dice "mi Padre es mayor que Yo" (Juan
XIV, 28), sin perjuicio de decir también que Él es Uno con el Padre (Juan X,
30). Y vemos también que no conviene decir que en aquella frase habló Jesús
como persona humana, puesto que, como hemos visto, no hay en Jesús dos
Personas, sino una sola, y Esta es divina.
IV
Jesús
vino, pues, a revelarnos el Nombre de Padre que tiene la Primera Persona,
cuyo conocimiento es, por consiguiente, fundamental en la doctrina cristiana. Y
de tal manera nos quiere llevar a ese conocimiento y amor de la Primera
Persona, que dice claramente: "Si me conocierais a Mí, conoceríais también
a mi Padre” (Juan XIV, 7). Esto lo dice porque El, Jesús,
"resplandor de la gloria del Padre y figura de su sustancia"
(Hebr. I, 3) es el espejo purísimo en cuya faz vemos reflejarse las mismas
perfecciones del Padre; y también porque el divino Hijo habló tanto de
su Padre, tanto lo alabó, tanto se humilló (Fil. II, 8) para darle al Padre
toda la gloria; tanto insistió en que Él era Enviado que nada hacía sin el Padre…
que realmente es imposible conocer, por poco que fuera, a semejante fiel
Enviado, sin conocer a aquella Primera Persona que lo envió y a quien Él tanto
se empeñó por dar a conocer a los hombres.
No
conocer al Padre de Jesús, es, pues, el mayor desaire que podría hacerse a
Jesús, la mayor prueba de no haber prestado atención a sus palabras, sobre todo
al Evangelio de San Juan, que es el menos conocido.
EI
mismo Jesús explica que “la vida eterna consiste en conocer al Padre y a
Jesucristo como enviado por el Padre” (Juan XVII, 5), es decir, en saber
que ese Padre Dios fué capaz de amarnos hasta darnos su Hijo como
Víctima, además de dárnoslo como Mediador, Maestro, Amigo, Hermano, Alimento...
Ahora
bien, si la vida eterna estriba en ese conocimiento del Padre, parece
que la falta de ese conocimiento debe ser muy grave. Veamos lo que enseña sobre
ello Jesús. Al anunciar a sus verdaderos discípulos la persecución, no sólo por
parte de los incrédulos sino también por parte de los que pretenden agradar a
Dios, les dice: "Tiempo llegará en que cualquiera que os quite la vida,
creerá ofrecer con ello un homenaje a Dios". E inmediatamente nos da la
explicación de esta aberración tan monstruosa: "Y esto harán porque no
conocen al Padre, ni a Mí”. Y añade todavía, como para prevenir a los que
vivieren en esos malos tiempos: "Os lo he dicho para que, cuando llegue
ese tiempo, os acordéis de que Yo os lo he dicho" (Juan XVI, 1-5).
V
Apresurémonos, pues, a
sacar la saludable consecuencia
de estas lecciones de Jesús: la necesidad urgente de conocer al Padre,
y esto, mediante el Único que puede revelárnoslo porque es el Único que lo
conoce: "A Dios nadie lo ha visto nunca. Su Hijo Unigénito que
está en el Seno del Padre, Ese es quien le dió a conocer. Así dijo el
Evangelista Juan (Juan I, 18), y Cristo mismo confirma: "Nadie conoce... al Padre sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo quisiere revelarlo” (Luc. X, 22). "Nadie viene al
Padre sino por Mí" (Juan
XIV, 6).
Esta
doctrina básica de toda espiritualidad auténticamente cristiana, está
sintetizada por San Juan, el discípulo amado, quien en su gran Epístola nos
dice que nos ha dado a conocer (en su Evangelio) la Vida que estaba en el
Padre y vino a nosotros”, para que vuestra unión (ut societas vestra)
sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo (I Juan I, 2 y 5).
¿Y el Espíritu Santo?
dirá alguno. El Espíritu Santo es
precisamente quien nos está llevando al conocimiento y amor del Padre y del
Hijo, pues Él es el Amor que une a Ambos en la misma Esencia. Pero no es la
Esencia distinta de las tres Personas lo que se adora, sino las Personas. Así
lo define una importantísima decisión del IV Concilio de Letrán para
prevenirnos de que la Divinidad no existe sino en las Personas y en cada una de
Ellas, y que por lo tanto hemos de adorar y glorificar al Padre, al Hijo, y al
Espíritu Santo (la Iglesia oriental dice: "al Padre por el Hijo en el
Espíritu Santo").
Pretender
adorar a un Dios que no fuese el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo,
sería, declara el Concilio, introducir una como "cuaternidad",
atribuyendo personalidad a la esencia divina (Denzinger 432). ¿No es acaso éste
el vago concepto deísta que muchos tienen cuando dicen Dios, o "el
Señor", o Nuestro Señor, o Dios nuestro Señor, sin saber
si hablan de Cristo o del Padre; o cuando oran sin pensar a qué Persona se
están dirigiendo?
Concluyamos
recordando la gravedad que atribuía a esto San Cirilo de Jerusalén al decir que
el Anticristo es la apostasía, y que ésta consiste en abandonar la verdadera fe
confundiendo el Padre con el Hijo (Cyrillus Hieros. Catech. 15).
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