Meditación de la
vuelta de Jesús de Egipto
MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
Para los días de la octava de la epifanía
MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
Para los días de la octava de la epifanía
Meditación V
De la vuelta de Jesús de Egipto
Muerto Herodes, y
después del destierro de siete años (según la opinión común de los Doctores),
en los que habitó Jesús el Egipto, apareció de nuevo el ángel a San José, y le
mandó que tomase el santo Niño y la Madre y volviese a la Palestina.
Consolado san José
con este aviso, fue a participarlo a María.
Más antes que
partiesen los santos Esposos, corteses como eran, se despidieron de los que en
aquel país se habían honrado con su amistad. Después José recoge los pocos
instrumentos de oficio, María su aradito de pañales, y tomando de la mano al
Divino Niño emprenden el regreso, llevándolo en medio de los dos.
Considera san
Buenaventura que este viaje fue más fatigosos a Jesús que el de su huida; pues
que ahora hacía ya crecido, y no podían llevarlo José y María en brazos a
largos trechos. Por otra parte el santo Niño en aquella edad no era aún apto
para andar grandes distancias; así que fue necesario en tal viaje que
Jesús se parase a
menudo y reposase por el cansancio.
Pero José y María, bien anduviesen, bien descansasen, siempre tenían puestos los ojos y el pensamiento en el amado Niño que era todo el objeto de su amor.
Pero José y María, bien anduviesen, bien descansasen, siempre tenían puestos los ojos y el pensamiento en el amado Niño que era todo el objeto de su amor.
¡Oh cómo marcha
recogida en esta vida aquella alma feliz que tiene delante de su vista el amor
y los ejemplos de Jesucristo! Los santos viajeros interrumpen de cuando en
cuando el silencio con algún santo razonamiento, pero ¿con quién hablan? y ¿de
qué hablan? No hablan sino con Jesús y de Jesús. Quien tiene a Jesús en el
corazón, no habla más que con Jesús y de Jesús.
Considera también la
pena que debería padecer nuestro pequeñito Salvador en las noches de este
viaje, en el cual no tuvo por lecho el regazo de María, como sucedió a la ida,
sino la desnuda tierra; y por comida no tuvo ya la leche, sino un poco de pan
demasiado duro a su tierna edad.
Fue también visiado
duro a su tierna edad. Fue también visiblemente afligido de la sed en aquel
desierto, en el cual los hebreos habían tenido tanta necesidad de agua que fue
el preciso un milagro para socorrerlos. Contemplemos, pues, y adoremos con amor
todos estos padecimientos de Jesús niño.
Afectos y súplicas.
Amado y adorado
Niño, Vos volvéis a vuestra patria, pero ¿a dónde? ¡Oh Dios! ¿A dónde
regresáis? ¿A dónde venís? Venís a aquel lugar en el que vuestros paisanos os
preparan desprecios en vida, y después azotes, espinas, ignominias y cruz en la
muerte.
Todo estaba ya
presente, o Jesús mío, a vuestros Divinos ojos, y Vos venís voluntariamente a
encontrar aquella pasión que os predisponen los hombres.
Pero, Redentor mío,
si Vos no hubieseis venido a morir por mí, no podría yo ir a amaros en el
paraíso, debiendo estar para siempre alejado de Vos.
Vuestra muerte ha
sido mi salvación. Mas ¿cómo es que yo, aún después de vuestra muerte,
despreciando la gracia que con ella me adquiristeis me he condenado de nuevo al
infierno? ¡Ah! Conozco ser poco un infierno para mí. Pero Vos me habéis
esperado para perdonarme, y ya arrepentido detesto todos los disgustos que os
he dado.
Ea pues, Señor,
libradme de las penas eternas. ¡Ah! Miserable de mí, si otra vez me condenase!
¡qué tormento tan grande seria el remordimiento de haber considerado ya, y
gustado en mi vida el amor que habéis tenido! No tanto el fuego del infierno,
cuanto el recuerdo de vuestro amor, o mi Jesús, sería mi pena.
Vos habéis venido al
mundo a fin de encender el fuego vuestro santo amor; de este fuego quiero ser
abrasado, y no de aquel que me tendría para siempre separado de Vos.
Repito, pues, Jesús
mío, libradme del infierno, porque en él no os puedo amar.
O María, madre mía,
por todas partes oigo decir y predicar que aquellos que os aman y confían en
Vos no se condenan si quieren enmendarse. Yo os amo, Señora mía, y en Vos
confío, quiero enmendarme. ¡Oh María! Pensad en librarme del infierno.
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