Meditación de la
mansión de Jesús en Egipto
MEDITACIONES DE SAN
ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
Para los días de la octava de la epifanía
Para los días de la octava de la epifanía
Meditación IV
De la mansión de Jesús en Egipto
Eligió Jesús la
mansión de Egipto en la niñez por hacer una vida más dura y despreciada. Según
san Anselmo y otros escritores, habitó la Sagrada familia en Heliópolis.
Vamos contemplando
con san Buenaventura la vida que llevó Jesús en Egipto por el tiempo que allí
estuvo. La casa era muy pobre, porque era muy escaso el alquiler que podía
pagar san José: pobre es la cama; pobre es la comida; pobre es en suma su vida,
mientras apenas allegan para el sustento diario con los trabajos de sus manos,
viviendo además en un país donde son desconocidos, sin parientes, sin amigos y
despreciados.
Vive sí en gran
pobreza esta familia; pero ¡oh cuán bien ordenadas se hallan las ocupaciones de
estos tres habitantes! El santo Niño no pronuncia palabra alguna, pero habla
con el corazón palabra continuamente, ofreciendo a su Padre celestial todos los
padecimientos y momentos de su vida por nuestra salvación. María tampoco habla,
pero a vista de aquel precioso Infante contempla el divino amor y la gracia que
le ha hecho de haberle elegido por madre suya.
José trabaja en
silencio, y a vista del Divino Niño arde en afectos dándole gracias de haberle
elegido por compañero y custodio de su vida. En esta casa María quita la leche
a Jesús; antes lo alimentaba con el pecho, ahora lo alimenta con la mano. Lo
tiene en su regazo, toma de la horterilla un poco de pan deshecho con agua, y
después lo lleva a la sagrado boca del Hijo.
En esta casa prepara
María el primer vestidillo al Niño, y llegado el tiempo deja las fajas y
comienza a poner selo. En la misma casa comienza Jesús a andar y hablar.
¡Ah! Adoremos
aquellos primeros pasos que dio el Verbo encarnado, y las primares palabras de
vida eterna que profirió. ¡Oh pasos! ¡Oh palabras balbucientes! ¡Ah, pequeños
servicios de Jesús, cuánto herís e inflamáis los corazones de los que le aman y
os consideran! ¡Un Dios andar temblando y cayendo! ¡un Dios balbuciendo! ¡Un
Dios hecho débil que no puede emplearse en otro que en haciendas de la casa,
que no puede levantar un palo, si su peso es superior a las fuerzas de un niño!
¡Ah, fe santa, ilumínanos a este buen Señor que por amor nuestro se ha reducido
a tantas miserias. Dícese que al entrar Jesús en Egipto cayeron todos los
ídolos de aquellas regiones. Roguemos, pues, a Dios que nos haga amar de
corazón a Jesús, porque en aquella alma donde entra el amor al mismo, caen
todos los ídolos de los afectos terrenos.
Afectos y súplicas.
O santo Niño, que os
estáis en ese país de bárbaros, pobre, desconocido y despreciado, yo os
reconozco por mi Dios y Salvador, y os doy gracias de todas las humillaciones y
padecimientos que sufristeis en Egipto por mi amor.
Con aquella vida me
enseñasteis a vivir como peregrino en esta tierra, dándome a entender que no es
esta mi patria, sí el paraíso que Vos vinisteis a adquirirme con vuestra
muerte.
¡Ah, Jesús mío, yo
os he sido ingrato porque he pensado poco en lo que habéis hecho y padecido por
mí. Cuando yo pienso que Vos, Hijo de Dios, habéis llevado una vida tan
atribulada, pobre y descuidada, ¿cómo es posible que vaya buscando holguras y
bienes de la tierra?
Ea pues, Redentor mío, hacedme vuestro compañero, admitidme a vivir unido siempre con Vos en este mundo, para que después vaya a amaros en el cielo hecho vuestro compañero eterno.
Ea pues, Redentor mío, hacedme vuestro compañero, admitidme a vivir unido siempre con Vos en este mundo, para que después vaya a amaros en el cielo hecho vuestro compañero eterno.
luz, aumentad mi fe. ¿Para qué riquezas? ¿para
que placeres? ¿para que dignidades? ¿para que honores? Todo es vanidad y
locuras. La única riqueza, el único bien es poseeros a Vos, bien infinito.
¡Dichoso quien os ama! Yo os amo, pues Jesús mío, y no busco a otro que a Vos.
Me queréis, y yo os
quiero también. Si tuviera mil reinos, todos los renunciaría por las vanidades
y placeres de este mundo, ahora los detesto y me duelo de ello. Mi amado
Salvador, de hoy en adelante Vos habéis de ser mi único contento, el único
amor, mi único tesoro.
María Santísima,
rogad a Jesús por mí; rogadle que solo me haga rico de su santo amor y nada
deseo.
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