Profesión pública
de las verdades inmutables
sobre el matrimonio
S.E.R. Mons. Tomash Peta
Arzobispo Metropolitano
de la arquidiócesis de Santa Maria en Astana
S.E.R. Mons. Jan Pawel Lenga
Arzobispo emérito de Karaganda
S.E.R. Mons. Athanasius Schneider
Obispo auxiliar
de la arquidiócesis de Santa Maria en Astana
Después de la
publicación de la Exhortación Apostólica “Amoris laetitia” (2016) diversos
obispos han emitido a nivel local, regional y nacional normas concernientes a
la aplicación de la disciplina sacramental a los fieles llamados “divorciados
vueltos a casar”, quienes se unieron en una convivencia estable more uxorio con
una persona que no es su legítimo cónyuge, pese a que esté vivo quien sí tiene
esa condición, con quien está unido por un válido vínculo matrimonial.
Las normas
mencionadas prevén, entre otras cosas, que en casos individuales las
personas llamadas “divorciados vueltos a casar”, puedan recibir los
sacramentos de la Penitencia y de la Santa Comunión, pese a continuar viviendo
habitual e intencionalmente more uxorio con una persona que no es su legítimo
cónyuge. Tales normas han recibido a menudo aprobación de parte de diversas
autoridades jerárquicas y algunas de ellas fueron inclusive dadas por buenas
por la suprema autoridad de la Iglesia.
La difusión de
dichas normas pastorales eclesiásticamente aprobadas han causado una notable y
creciente confusión entre fieles y en el clero; confusión ésta que toca
manifestaciones centrales de la vida de la Iglesia, como lo son el matrimonio
sacramental que da origen a la familia, la iglesia doméstica y el sacramento de
la Santísima Eucaristía.
Según la doctrina de
la Iglesia sólo el vínculo matrimonial sacramental constituye una iglesia
doméstica (cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 11). La admisión de los
fieles “divorciados vueltos a casar” a la Santa Comunión, que es la expresión
máxima de la unidad de Cristo-Esposo con Su Iglesia, significa en la práctica
un modo de aprobación y legitimación del divorcio y, en ese sentido, una
especie de introducción del divorcio en la Iglesia.
Las mencionadas normas
pastorales se revelan de hecho y con el tiempo un medio de difusión de la
“plaga del divorcio”, expresión usada por el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium
et spes, 47). Se trata de una difusión de esta “plaga del divorcio” inclusive
en la propia vida de la Iglesia, cuando Ésta debería ser en cambio – a causa de
su fidelidad incondicional a la doctrina de Cristo – un baluarte y una señal
inconfundible de contradicción contra la plaga del divorcio cada vez más
difusas en la sociedad civil.
De modo inequívoco y
sin admitir ninguna excepción Nuestro Señor y Redentor Jesucristo ha
reconfirmado solemnemente la voluntad de Dios en lo que dice respecto a la
prohibición absoluta del divorcio. Una aprobación y legitimación de la
violación de la sacralidad del vínculo matrimonial, aunque lo sea
indirectamente por medio de la mencionada nueva disciplina sacramental,
contradice en modo grave la expresa voluntad de Dios y Su mandamiento. Tal
práctica representa por lo tanto una alteración substancial de la disciplina sacramental
bimilenaria de la Iglesia. Además, con el correr del tiempo, una disciplina
substancialmente alterada acarreará también una alteración de la
correspondiente doctrina.
El constante
Magisterio de la Iglesia, comenzando por las enseñanzas de los Apóstoles y de
todos los Sumos Pontífices, ha conservado y trasmitido fielmente ya sea en la
doctrina (en la teoría), ya sea en la disciplina sacramental (en la práctica),
de modo inequívoco, sin sombra alguna de duda y siempre en el mismo sentido y
con idéntico significado (eodem sensu eademque sententia) la cristalina
enseñanza de Cristo con respecto a la indisolubilidad del matrimonio.
A causa de su
naturaleza divinamente establecida, la disciplina de los sacramentos no debe
contradecir la palabra revelada: “Los sacramentos no sólo suponen la fe, sino
que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras
y de cosas; por esto se llaman ‘sacramentos de la fe’ ” (Concilio Vaticano II,
Sacrosanctum Concilium, 59). “Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no
puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio
de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia” (Catecismo de la
Iglesia Católica, 1125). La fe católica por su propia naturaleza excluye una
formal contradicción entre la fe profesada, por una parte, y la práctica de los
sacramentos, por otra. En este sentido se puede entender también la siguiente
afirmación del Magisterio: “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos
debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época”
(Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 43) y “la pedagogía concreta de la
Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina” (Juan Pablo
II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 33).
En vista de la
importancia de la doctrina y de la disciplina del matrimonio y de la
Eucaristía, la Iglesia está obligada a hablar con la misma voz. Por lo tanto,
las normas pastorales que dicen respecto a la indisolubilidad del matrimonio no
deben contradecirse entre una diócesis y otra, entre un país y otro. La Iglesia
ha observado este principio, como lo atestigua San Ireneo de Lyon, desde los
tiempos de los Apóstoles: “Si bien la Iglesia esté difundida por todo el mundo
hasta los extremos de la tierra, por el hecho de haber recibido de los
Apóstoles y de los discípulos la fe, conserva esta predicación y esta fe con
cuidado y – como si habitase en una sola casa – cree en ella de la misma
manera, como si tuviese una sola alma y un solo corazón y con voz
unánime, como si tuviese una sola boca, predica la verdad de la fe, la enseña y
la transmite” (Adversus haereses, I, 10, 2). Santo Tomás de Aquino nos
transmite el mismo perenne principio de la vida de la Iglesia: “Hay una sola y
misma fe de los antiguos y de los modernos; si no, no habría una única y misma
Iglesia” (Questiones Disputatae de Veritate, q. 14, a. 12c).
Permanece actual la
siguiente amonestación del Papa Juan Pablo II: “La confusión, creada en la
conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en
la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual,
sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana, termina por hacer
disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado” (Exhortación
Apostólica Reconciliatio et paenitenia, 18).
A la doctrina y
disciplina sacramental concerniente a la indisolubilidad del matrimonio rato y
consumado, es plenamente aplicable el sentido de las siguientes afirmaciones
del Magisterio de la Iglesia:
“Pues la Iglesia de
Cristo, diligente custodia y defensora de los dogmas a Ella confiados, jamás
cambia en ellos nada, ni disminuye, ni añade, antes, tratando fiel y sabiamente
con todos sus recursos las verdades que la antigüedad ha esbozado y la fe de
los Padres ha sembrado, de tal manera trabaja por limarlas y pulirlas, que los
antiguos dogmas de la celestial doctrina reciban claridad, luz, precisión, sin
que pierdan, sin embargo, su plenitud, su integridad, su índole propia, y se
desarrollen tan sólo según su naturaleza; es decir, el mismo dogma, en el mismo
sentido y parecer” (Pio IX, Bula dogmática Ineffabilis Deus).
“En lo que dice
respecto a la substancia de la verdad, la Iglesia tiene, frente a Dios y a los
hombres, el sagrado deber de anunciarla, de enseñarla sin atenuantes, como
Cristo la ha revelado y no existe ninguna condición de los tiempos que pueda
dispensar del rigor de esta obligación. Ese deber liga la conciencia de todos
los sacerdotes a los cuales ha sido confiado el cuidado de amaestrar, amonestar
y guiar a los fieles” (Pio XII, Discurso a los párrocos y cuaresmalistas, 23 de
marzo de 1949).
“La Iglesia no
historiza, no relativiza las metamorfosis de la cultura profana, su naturaleza
siempre igual y fiel a sí misma, como Cristo la quiso y la tradición la perfeccionó”
(Paulo VI, Homilía del 28 de octubre de 1965).
“No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma
de caridad eminente hacia las almas” (Paulo VI, Encíclica Humanae Vitae,
29).
“La Iglesia no cesa
nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales dificultades conyugales
se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamás la verdad.” (Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 33).
“De tal norma (la
ley moral divina) la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En
obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y
en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la
propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de
radicalidad y de perfección” (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris
consortio, 33).
“El otro es el
principio de la verdad y de la coherencia, por el cual la Iglesia no acepta
llamar bien al mal y mal al bien. Basándose en estos dos principios
complementarios, la Iglesia desea invitar a sus hijos, que se encuentran en
estas situaciones dolorosas, a acercarse a la misericordia divina por otros
caminos, pero no por el de los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía,
hasta que hayan alcanzado las disposiciones requeridas del alma” (Juan Pablo
II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, 34).
“La firmeza de la
Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de
humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que
no hay libertad fuera o contra la verdad” (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis
splendor, 96).
“Ante las normas
morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para
nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de
los miserables de la Tierra: ante las exigencias morales somos todos
absolutamente iguales” (Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 96).
“El deber de
reiterar esta no posibilidad de admitir a la Eucaristía (a los divorciados
vueltos a casar) es condición de verdadera pastoralidad, de auténtica
preocupación por el bien de estos fieles y de toda la Iglesia, ya que indica
las condiciones necesarias para la plenitud de aquella conversión a la cual
todos son siempre invitados por el Señor” (Pontificio Consejo para los Textos
Legislativos, Declaración acerca de la admisibilidad a la Santa Comunión a los
divorciados vueltos a casar, 24 de junio del 2000, n. 5).
Como obispos
católicos, los cuales – según la enseñanza del Concilio Vaticano II – deben
defender la unidad de la fe y de la disciplina común de la Iglesia, y buscar
que surja para todos los hombres la luz de la verdad plena (cf. Lumen gentium,
23), nos vemos obligados en conciencia a profesar, ante la desenfrenada
confusión, la inmutable verdad y la igualmente inmutable disciplina sacramental
concerniente a la indisolubilidad del matrimonio conforme a la enseñanza
bimilenaria e inalterada del Magisterio de la Iglesia. En este espíritu
reiteramos:
Las relaciones
sexuales entre personas que no están unidas entre sí por el vínculo de un
matrimonio válido, como se verifica en el caso de los “divorciados vueltos a
casar”, son siempre contrarias a la voluntad de Dios y constituyen una grave
ofensa a Dios.
Ninguna
circunstancia o finalidad, ni siquiera una posible imputabilidad o culpa
disminuída, pueden hacer de tales relaciones sexuales una realidad moral
positiva y agradables a Dios. Lo mismo vale para los otros preceptos negativos
de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Ello a causa de que “existen actos
que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son
siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto.” (Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia, 17).
La Iglesia no posee
el carisma infalible de juzgar sobre el estado de gracia interno de un fiel
(cf. Concilio di Trento, sess. 24, cap. 1). La no admisibilidad a la Santa
Comunión de los así llamados “divorciados vueltos a casar” no significa por lo
tanto un juicio de su estado de gracia ante Dios, sino un juicio del carácter
visible, público y objetivo de su situación. A causa de la naturaleza visible
de los sacramentos y de la misma Iglesia, la recepción de los sacramentos
depende necesariamente de la situación visible y objetiva de los fieles.
No es moralmente
lícito tener relaciones sexuales con una persona que no es el propio cónyuge
legítimo, para evitar un supuesto otro pecado. Ello a causa de que la Palabra
de Dios nos enseña que no es lícito “hacer el mal para que venga el bien” (Rom
3, 8).
La admisión de tales
personas a la Santa Comunión puede ser permitida solamente cuando, con la ayuda
de la gracia de Dios y de un paciente e individual acompañamiento pastoral,
ellas hacen un sincero propósito de cesar de allí en adelante tales relaciones
sexuales y de evitar el escándalo. En ello se ha expresado siempre en la
Iglesia el verdadero discernimiento y el auténtico acompañamiento pastoral.
Las personas que
mantienen relaciones sexuales no conyugales de modo habitual, violan con tal
estilo de vida el indisoluble vínculo nupcial matrimonial respecto al legítimo
cónyuge. Por esta razón no son capaces de participar “en el Espíritu y en la
Verdad” (cf. Jn 4, 23) en la cena nupcial eucarística de Cristo, teniendo
también en cuenta las palabras del rito de la Sagrada Comunión: “¡Beatos los
invitados a la Cena del Cordero!” (Ap 19, 9).
El cumplimiento de
la voluntad de Dios, revelada en Sus Diez Mandamientos y en Su explícita
prohibición del divorcio, constituye el verdadero bien espiritual de las
personas aquí en la Tierra, permitiendo así que sean conducidas a la salvación
de la vida eterna.
Siendo los obispos
en su oficio pastoral quienes deben “velar por la fe católica y apostólica”
(cf. Missale Romanum, Canon Romanus), estamos conscientes de esta grave
responsabilidad y de nuestro deber ante los fieles que de nosotros esperan una
profesión pública e inequívoca de la verdad y de la disciplina inmutables de la
Iglesia en lo que dice respecto a la indisolubilidad del matrimonio. Por esta
razón no nos es permitido callar.
Afirmamos por lo
tanto en el espíritu de San Juan Bautista, de San Juan Fisher, de Santo Tomás
Moro, de la Beata Laura Vicuña y de numerosos conocidos y desconocidos
confesores y mártires de la indisolubilidad del matrimonio:
No es lícito (non
licet) justificar, aprobar o legitimar, ni directamente ni indirectamente, ya
sea el divorcio ya sea una relación sexual no conyugal estable, con una
disciplina sacramental de admisión a la Santa Comunión de los así llamados
“divorciados vueltos a casar”, tratándose en este caso de una disciplina ajena
a la entera Tradición de la fe católica y apostólica.
Haciendo esta
pública profesión ante nuestra conciencia y ante Dios que nos ha de juzgar,
estamos sinceramente convencidos de prestar así un servicio de caridad en la
verdad a la Iglesia de nuestro tiempo y al Sumo Pontífice, Sucesor de San Pedro
y Vicario de Cristo sobre la Tierra.
31 de diciembre del
2017, Fiesta de la Sagrada Familia, en el año del centenario de las
apariciones de Nuestra Señora de Fátima.
+ Tomash Peta,
Arzobispo Metropolitano de la archidiócesis de Santa Maria en Astana
+ Jan Pawel Lenga,
Arzobispo-Bispo emérito de Karaganda
+ Athanasius
Schneider, Obispo auxiliar de la archidiócesis de Santa Maria en Astana
No hay comentarios:
Publicar un comentario