Fuego purificador y pasión redentora
(Lc 12, 49-53)
Yo he venido a poner fuego en la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? Tengo que recibir un
bautismo, y ¡cómo me angustio hasta
que eso se cumpla! En los párrafos anteriores nos ha expresado su deseo de vernos vigilantes, esperando en todo momento la venida
del Señor de la salvación, para que nadie, mientras abandona y olvida con negligencia su trabajo, difiriéndole de un día
para otro, cuando llegue, por la propia muerte, el juicio futuro, pierda la recompensa de
su esfuerzo. Aunque
la presentación general del precepto va dirigida a todos, sin embargo, el tenor de
la comparación siguiente parece estar dirigida a los dispensadores, es decir, a los
sacerdotes (obispos), por lo cual deben saber que, al fin de la vida, se harán acreedores de un gran castigo
si, preocupados por el bienestar de este mundo, gobiernan con negligencia la casa del Señor
y el pueblo a ellos encomendado.
Pero como el provecho de aquellos que son apartados
del error por temor del suplicio, es mínimo, y escaso
también el cúmulo de sus méritos (porque
ciertamente es de mucho mayor valor la caridad y el amor), el Señor
agudiza nuestro interés para merecer su
gracia y nos inflama en el deseo de poseer a Dios, diciéndonos: He venido a poner fuego a la tierra, pero no un fuego que destruye los bienes, sino ese que
hace germinar la buena voluntad y
enriquece los vasos de oro de la casa de Dios destruyendo el heno y la paja (1 Co 3, 12ss); ese fuego divino que agosta los deseos terrenos, elaborados por los
placeres mundanos, los cuales deben
perecer como obra de la carne; ese fuego, en fin, que era el que ardía con fuerza dentro de los huesos de los profetas, como dice ese gran santo que fue
Jeremías: Lo que arde
dentro de mis huesos es como un fuego abrasador (Jr 20, 9). En efecto, el fuego del que está escrito: Arderá un fuego delante de
Él (Sal 96, 3) es el fuego del Señor. Y aun el propio Señor es ese fuego,
como Él mismo lo dijo: Yo soy el fuego que quema y no consume (Ex 3, 22; cf. 24, 17; Dt 4, 24: Hb 12, 29); porque
el fuego del Señor es una luz eterna, y con este fuego es con el que se
encienden esas lámparas de las que se dijo más arriba: Estén vuestros lomos
ceñidos y encendidas vuestras lámparas. Y puesto que el día de esta
vida es como una noche, es necesaria una luz. También Ammaus y Cleofás fueron
testigos de este fuego que el Señor les había infundido, cuando dijeron: ¿No
ardían nuestros corazones, mientras en el camino nos explicaba las Escrituras? (Lc
24, 32). Ellos aprendieron, en efecto, con claridad cuál es la acción propia de
este fuego, que ilumina lo más íntimo del corazón. Por eso, quizás, el Señor
vendrá al fin con la señal del fuego (cf. Is 66, 15-16), con objeto de
destruir, en el momento de la resurrección, todos los vicios, llenar los deseos de cada cual con su presencia y arrojar luz
sobre los méritos y sobre los misterios.
Tanta es la condescendencia del Señor, que
atestigua tener en su corazón un
gran deseo de infundirnos la devoción, de consumar en nosotros la perfección y de llevar a
cabo, en favor nuestro, su pasión.
Este Señor, que nada tenía que debiese estar sujeto al dolor, quiso angustiarse por
nuestros sufrimientos, y en el
momento de la muerte se dejó llevar de una tristeza, que no era causada por el miedo a su propia muerte, sino motivada por el retraso de nuestra redención; y por
eso está escrito: ¡Y qué angustiado
estoy hasta que se cumpla! Lo cual nos explica claramente que Él, que se angustia hasta que se cumpla lo que desea, está seguro de que se va a llevar a
cabo. Pero también dijo en otro lugar:
Mi alma está triste hasta la muerte (Mt 26, 38). El Señor no está triste por la muerte, sino hasta la muerte, porque lo que le angustia no es el temor a
ella, sino el sentimiento de su
condición corporal. Pero Él que se hizo carne, debió tomar también todo lo que
era propio de la carne, como el tener
hambre, sed, angustia, tristeza, aunque la divinidad no conozca alteración por estas impresiones. Al mismo
tiempo nos enseñó que, en la lucha
contra el dolor, la muerte corporal es una liberación del sufrimiento y
no un paroxismo del dolor.
¿Pensáis que he venido a
traer la paz a la tierra? Os digo que no traigo la paz, sino la separación, Porque en adelante listarán en una casa cinco divididos, tres contra
dos y dos contra tres.
Se dividirá el padre contra el hijo y éste contra su padre, y la madre contra la hija y la hija contra la
madre, la suegra contra la nuera y la
nuera contra la suegra. Aunque de
casi todos los pasajes evangélicos se
puede extraer un sentido espiritual, sin embargo, en este actual se
exige, con mayor insistencia, ablandar el
sentido literal con una profundización espiritual, para que a nadie le resulte dura esta sencilla
narración, sobre todo tratándose de la sacrosanta religión, que invita
siempre, con exhortaciones llenas de humanidad y con el ejemplo de una piedad humilde, a todos, aun a los extraños a la fe, a
que la reverencien, con el fin de
lograr, por medio de una educación atrayente, la aniquilación de unos prejuicios, endurecidos por supersticiones, y obligar dulcemente a los corazones, cautivos del
error, a creer con fe, con esa fe que ha logrado vencerles a base de bondad. En
verdad, cuando los corazones, faltos de fortaleza, no pueden comprender las profundidades de la fe, creen que
hay que adorar todas aquellas cosas que se les ha mandado hacer, y, de
la misma manera que las cosas justas son un
testigo de un ser justo y las santas
de uno santo, así también los bienes de un ser testimonian la bondad de
su autor.
Si, pues, el Señor ha unido en un mismo mandamiento la reverencia a la divinidad y la gracia de la
bondad, diciendo: Amarás al Señor, tu
Dios, y amarás a tu prójimo, ¿vamos
a creer que ha querido dar un cambio a
ese mandamiento hasta el punto de
desterrar dicha relación y romper esos lazos de afecto, pensando que
puede haber mandado esa división entre sus hijos queridos? Si esto es así, ¿cómo va a ser nuestra paz El, que hizo de dos pueblos uno solo? (Ef 2, 14). Y ¿cómo explicar esa afirmación
suya: Mi paz os dejo, mi paz os doy (Jn 14, 27) si ha venido a separar a los hijos de sus padres y a
éstos de sus hijos, deshaciendo así
sus lazos? ¿Cómo coordinar aquel maldito quien no honra a su padre (Dt 27, 16) y esto otro de que quien abandona
a su padre, practica la religión?
Pero nada más que nos damos cuenta de que la religión ocupa el primer
lugar en importancia y la piedad el segundo, veremos que esta paradoja se aclara bastante; porque ciertamente es necesario posponer las cosas humanas a
las divinas. Pues, si hay que dar el honor correspondiente a los padres,
¡cuánto más al Creador de los padres, a
quien tú debes dar gracias por tus
mismos padres! Y si ellos no le reconocen en absoluto como a su Padre, ¿cómo los puedes tú reconocer a ellos?
En realidad, Él no dice que haya que
renunciar a todo lo querido, sino que hay
que dar a Dios el primer lugar. Y por eso lees en otro libro: El que ama a su padre o a su madre más que
a Mí, no es digno de Mí (Mt 10, 37). No se te prohíbe amar a tus padres,
sino el anteponerlos a Dios; porque
las cosas buenas de la naturaleza son
dones del Señor, y nadie debe amar más el beneficio que ha recibido que a Dios, que es quien conserva el beneficio
recibido de Él. Luego, aun literalmente, no carecen los inteligentes de una explicación religiosa, aunque, no obstante, creemos
que hace falta investigar más para buscar un sentido más profundo, y por eso
añade:
Estarán en una casa cinco
divididos, tres contra dos y dos contra tres. Y ¿quiénes son estos cinco, cuando parece que las palabras que siguen citan seis personas, es decir, el padre y el hijo, la madre y la hija, la suegra y la nuera?
No hay duda que la madre y la suegra se pueden identificar, porque la que es madre de un hijo, es, al mismo tiempo, suegra
de su esposa, de modo que, aun
literalmente, no resulta absurdo ese cálculo del número y claramente aparece cómo la fe no está presa bajo las ataduras de la naturaleza, puesto que, aunque
están obligados a los deberes de la piedad, con todo, permanecen libres
por la fe.
No parece, por tanto, algo superfluo el que
tratemos de dar una solución a
este pasaje con una interpretación mística. La casa es una, y único también el
hombre; en efecto, cada hombre es una
morada de Dios o del diablo. Por eso una casa espiritual es lo mismo que un hombre espiritual, como leemos en la
epístola de Pedro: Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como una casa espiritual para un sacerdocio
santo (1 P 2, 5). En esta casa, pues, están divididos dos
contra tres y tres contra dos.
Frecuentemente leemos que el cuerpo y el alma son dos realidades; y, cuando se reúnen dos sobre la
tierra (Mt 18, 19), de los dos se
hacen uno (Ef 2, 14). Y en otra parte: Castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre (2 Co 9, 27), es decir, que uno
es el que sirve y otro distinto aquel a quien está sujeto.
Si ya hemos reconocido a esos “dos”, tratemos ahora
de conocer a los otros
“tres”, a los que es fácil llegar partiendo de esos dos. En efecto, tres son las disposiciones
del alma, mientras
reside en el cuerpo, una racional, otra concupiscible e irascible la tercera, esto
es: logisticón, episimeticón, zimicón. No se trata, pues, de una lucha de dos contra dos,
sino de dos contra
tres y tres contra dos. Pues el hombre, por la venida de Cristo, de irracional que era se hizo racional.
Antes éramos semejantes a los animales que
carecen de razón, éramos carnales, terrenos,
según consta: Tierra eres y a la tierra volverás (Gn 3, 9). Pero vino el Hijo de Dios, envió su Espíritu
a nuestros corazones (Ga 4, 6) y nos
hemos convertido en hijos espirituales.
Podemos decir que en esta casa se encuentran otros cinco, a saber: el
olfato, el tacto, el gusto, la vista y el oído. Por tanto, si según lo que
oímos o leemos, ponemos a un lado el sentido de la vista y del oído, excluyendo los placeres superfluos del
cuerpo, que proceden del gusto, del tacto y del olfato, vemos que ya está la
división de dos contra tres; y es que el espíritu, cuando tiene ya hábitos, no se deja
dominar por el atractivo de los vicios, sino que, para acercarse a la virtud, se abstiene de las cosas agradables
del placer y no consiente con nada que la pueda llevar hacia el error, antes, por el
contrario, por medio de la división, logra que se distancien los deseos del corazón de los deberes de la
virtud. Pero si este pasaje lo referimos a los cinco sentidos del cuerpo, entonces los vicios
y pecados corporales
quedan fuera de esta interpretación. Cabe también ver en esos cinco a aquellos
que el rico lujurioso del Evangelio (Lc 16, 23ss) llama hermanos suyos y que, cuando se nos
muestra atormentado en el infierno,
ruega se les avise para que sepan despreciar las comodidades en este mundo a fin de que
sus anhelos de virtud puedan encontrar el descanso después de
esta vida.
Otra interpretación que alguno da consiste en
considerar al cuerpo y al alma
separados del gusto, tacto y olfato de la lujuria, los cuales en una misma casa
están en lucha contra los vicios que les asaltan; ese cuerpo y esa alma que se someten a la Ley de Dios, apartándose de la ley del pecado.
Aunque su desacuerdo haya venido a la
naturaleza motivado por la prevaricación
del primer hombre, de suerte que, si cada uno ama sus deseos, no pueden caminar
juntos hacia la virtud, sin embargo, una
vez que el Señor destierra tanto las enemistades como la ley de los
mandamientos (Ef 2, 14-16) por medio de su cruz salvífica, pueden juntarse y unirse en amistad, puesto que Cristo,
nuestra paz, descendiendo del cielo, hizo de los dos pueblos uno, derrumbando el muro de separación de la enemistad,
anulando en su carne la ley de los
mandamientos, formulada en decretos, para
hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo, estableciendo la paz y reconciliándolos a ambos en un
solo cuerpo con Dios (ibíd.). Y ¿quiénes son estas realidades sino una
la parte interna y otra la externa?
Una considera el vigor del alma y la
otra representa la sensibilidad del cuerpo; y es cierto que ambas estarán plenamente de acuerdo en la unión de
sus inseparables sentimientos, cuando
la carne, sometida a la parte más noble, obedezca a los imperios salvadores de
ésta; y eso no porque la carne tome la
naturaleza del alma, penetrando ésta, por medio de su sutileza, en la materia, sino que es la carne, la que,
renunciando a los placeres y limpia de toda mancha de pecados, comenzará a caminar por la senda de una vida
celestial por medio de su amor a la
obediencia, no resistiendo, como antes, a la ley del espíritu, sino más bien, al estar liberada de la ley del pecado por la misma ley del alma y por el Espíritu de la
vida, para que la carne sea ya como
algo espiritual, estará dispuesta a no servir ya más a los vicios para ser una imitadora o mejor alguien que persigue
con ahínco la virtud.
Y el alma tampoco sucumbe ante los atractivos del
cuerpo ni se deja vencer por la delectación de los
placeres carnales, antes, por el contrario,
con mente pura y desprendida de la servidumbre
de este mundo, convierte y atrae los sentidos del cuerpo hacia sus gustos, de suerte que, con el hábito
de oír y leer, se irá robusteciendo la virtud y se saciará de alimentos espirituales, con cuya virtud no existirá para ella el
hambre; en efecto, la sabiduría es el
alimento del alma, y es un alimento lleno de suavidad, ya que no comunica pesadez a los miembros ni se convierte en algo vergonzoso, sino en ornato de la
naturaleza; entonces es precisamente
cuando el alma, antes llena de todos los placeres, se transforma en templo de Dios, y lo que fue antes morada de todos los vicios comienza a ser un
santuario de virtudes. Lo cual se
lleva, en verdad, a cabo cuando la carne, vuelta a su realidad primera, reconoce aquello que alimenta su vitalidad y, depuesto todo juicio de soberbia, se une
estrechamente al alma que la gobierna; ése era su estado cuando recibió como morada todos los lugares del paraíso, aun los más
recónditos, antes de haber sentido el
hambre sacrílega, envenenada por la serpiente
mortífera, y de haber despreciado, por el placer de comer, el recuerdo de los preceptos divinos, recuerdo que
anidaba dentro de los sentimientos del alma.
Se nos ha revelado que este pecado procede del
cuerpo y del alma, siendo ambos
como padres de él; en realidad, cuando la naturaleza corporal fue tentada, el alma sintió una morbosa compasión. Si ella
hubiese refrenado el apetito del cuerpo, se hubiese extinguido en su misma fuente el origen del
pecado, que se comunicó al alma
como por un acto de virilidad del cuerpo, quedando también corrompido en ella su vigor y engendrándole, al quedar embarazada de agentes extraños.
Así, el sexo más fuerte y potente resulta
como dominado por el poderoso impulso
de la pasión viril, mientras que el otro se aplica a guardar una actitud
más suave que violenta.
Y por esta razón, los movimientos de las distintas
pasiones han adquirido un
mayor relieve. Pero cuando el alma vuelva a entrar en sí misma, avergonzada, en su pudor,
de un parto deforme, entonces
renegará de su bastardo heredero, renunciará a las pasiones y tomará horror al pecado. Y también
la carne, cuando, anonadada por los
duros trabajos y aburrida por lo penoso de su lamentable infortunio, se haya dolido intensamente de verse dominada por
esas pasiones que eran como espinas de este
mundo y que ella misma había engendrado, entonces se apresurará a desnudarse del hombre viejo para separarse de él, con el fin de no ser una madre poco previsora que
traiciona a la posteridad que de ella
nacerá. Igualmente, el movimiento irracional de los apetitos, atraído
por el cebo de los vicios, como haciendo caso
al agradable aspecto de una cierta apariencia, se les ha como unido para vivir en sociedad. Y por eso,
al vicio, precisamente por haberse
unido a los movimientos de los apetitos perversos, se le puede considerar como la nuera del cuerpo y del
alma.
Y así, mientras permaneció en la misma casa esa unión inseparable e indivisible, estrechada por la
conspiración de los vicios, no era
posible división alguna. Pero, cuando Cristo trajo a la tierra el fuego que abrasaba los delitos de la
carne, o la espada que es como el
cuchillo, que simboliza un poder que se ejerce y “que penetra en lo más
secreto del espíritu y de la médula” (Hb 4,
12), entonces la carne y el alma, renovados por el misterio de la regeneración y olvidando lo que eran, comienzan a ser lo que no eran, separándose de la
compañía del antiguo vicio, antes tan
querido para ellos, y rompen así todo lazo con su pródiga posteridad; y todo para que, en realidad, los padres se dividan contra los hijos, es decir, la
templanza del cuerpo destierre la
intemperancia, y el alma evite la unión con la culpa, no dando lugar en sí a esa realidad externa a ella, venida de
fuera, que es el vicio.
Los hijos también están divididos contra los padres
cuando esos vicios inveterados se rinden a la censura senil del hombre renovado, logrando
que ese vicio joven, gracias a la piedad filial, sea alejado del modo de vivir de una
casa seria No está,
ciertamente, fuera de propósito el creer que también éstos se dividirán, con el fin
de hacerse mejores que sus padres, sobre todo atendiendo a lo que dice más adelante: Si
alguno viene a Mí y no aborrece a su padre, a su madre, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y aun su
propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26). Y por eso, según la interpretación más
clara, el hijo que sigue a
Cristo saca ventaja a sus padres paganos; pues la religión es algo más elevado que los
deberes de la piedad filial.
Existe también otro sentido más profundo; a la verdad, el pecado nace de la
carne y actúa, por así decirlo, en su seno, y por eso, refiriéndose a esto, dijo el
Apóstol: Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Rm 7, 20). Cuando la
sangre del Señor, derramada por la redención de este mundo, abolió los vicios, logró que el hombre pasara de la desgracia a su amistad
—porque abundó el pecado, para que
sobreabundara la gracia (Rm 5, 20) y
consiguió que la penitencia, hija del pecado, fuera capaz de empujar a ese hombre hacia el cambio de vida y a
que desease la gracia del espíritu. Y
así aquello mismo que me era mortal me valdrá para la salvación (cf. Rm
7, 10). Y por eso el pecado, cuando ha sido
lavado por las aguas de la fuente, se divorcia de la carne que le había engendrado, y, en fin, este proceso del paso de la culpa a un deseo sincero de
penitencia, le es necesario a todo aquel que desee redimirse del pecado.
También es un hecho que la palabra de Dios cambia la concupiscencia de las cosas malas, y aun ese
apetito más fuerte de deseo pasional,
en un anhelo vehemente de caridad y amor divinos, y en la misma naturaleza se lleva a cabo una transformación, logrando que, al ser despreciado el apetito
del cuerpo y del alma, el placer de
los misterios celestiales sea mucho más deseable que aquél. Pues el espíritu se alimenta del conocimiento de las cosas, y, una vez cautivado por las promesas de
los bienes futuros, puesto que está en
un estado más elevado, va cogiendo asco
a las antiguas obras del alma, pues el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios; son para él
locura; mientras que el hombre espiritual juzga de todo, pero a él nadie
le puede juzgar (1 Co 2, 14ss)
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San
Lucas (I), L.7, 131-148, BAC Madrid 1966, pág. 411-22
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