BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Domingo 19 de agosto de 2007
Domingo 19 de agosto de 2007
Queridos hermanos y
hermanas:
En el evangelio de este domingo
hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta
comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la
muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: "¿Pensáis que he venido a
traer al mundo paz? No, sino división". Y añade: "En adelante, una
familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán
divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra
la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra
la suegra" (Lc 12, 51-53). Quien conozca, aunque sea mínimamente,
el evangelio de Cristo, sabe que es un mensaje de paz por excelencia; Jesús
mismo, como escribe san Pablo, "es nuestra paz" (Ef 2, 14),
muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino
de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras
suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice —según la redacción de san Lucas—
que ha venido a traer la "división", o —según la redacción de san
Mateo— la "espada"? (Mt 10, 34).
Esta expresión de Cristo
significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de
conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante
contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres
o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás.
Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe
afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
Por eso, todos los que quieran
seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben
saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de
división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En
efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de
modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este
modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en
"instrumentos de su paz", según la célebre expresión de san Francisco
de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con
valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm
12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la
paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el
Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su
intercesión materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de
Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.
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