SANTA
MISA EN LA
SOLEMNIDAD
DE LA ASUNCIÓN
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
Parroquia Pontificia de
Santo Tomás de
Villanueva
Castelgandolfo
Lunes 15 de agosto de 2005
Lunes 15 de agosto de 2005
Queridos hermanos en el episcopado y en el
sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
queridos hermanos y hermanas:
Ante todo, os saludo cordialmente a todos. Para mí es una gran
alegría celebrar la misa en el día de la Asunción de la Virgen María en esta
hermosa iglesia parroquial. Saludo al cardenal Sodano, al obispo de Albano, a
todos los sacerdotes, al alcalde y a todos vosotros. Gracias por vuestra
presencia. La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El
amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es
más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es
bondad y amor.
María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios
también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera
muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la
Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre
nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: "He aquí a tu
madre". En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo
tiene un corazón.
En el evangelio de hoy hemos escuchado el Magníficat,
esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del corazón de María,
inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma,
toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un
verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.
Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza
con la palabra Magníficat: mi alma "engrandece" al
Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea
grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos
nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en nuestra
vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de
nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos
grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande:
precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.
El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario
fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande,
quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener
espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época
moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y
dicho: "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de
nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos
ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos
lo que nos plazca".
Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no
entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era
"libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final
comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por
haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su
padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.
Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía
que, apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas,
nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que
nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el
hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina,
pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el
producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es
precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.
El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos
comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que
Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también
nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad
divina.
Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.
Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.
Una segunda reflexión. Esta poesía de María -el Magníficat-
es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo, es un "tejido"
hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de
palabra de Dios. Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como
en su casa" en la palabra de Dios, vivía de la palabra de Dios, estaba
penetrada de la palabra de Dios. En efecto, hablaba con palabras de Dios,
pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios;
sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por
eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad. María vivía
de la palabra de Dios; estaba impregnada de la palabra de Dios. Al estar
inmersa en la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la palabra de
Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios,
piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio
válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al mismo
tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que
resiste al mal y promueve el bien en el mundo.
Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita
a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra
de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas
maneras: leyendo la sagrada Escritura, sobre todo participando en la
liturgia, en la que a lo largo del año la santa Iglesia nos abre todo el libro
de la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra
vida.
Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, que hemos publicado recientemente, en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.
Pero pienso también en el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, que hemos publicado recientemente, en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.
María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con
Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al
contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno
de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas.
Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está
"dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios.
Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce
nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su
bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" -así lo dijo el Señor-,
a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre
está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo,
de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre,
que siempre está cerca de cada uno de nosotros.
En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta
Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día.
Amén.
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