HOMILÍA DEL
SANTO PADRE
FRANCISCO
EN LA SANTA MISA
CON LOS OBISPOS, SACERDOTES,
RELIGIOSOS Y SEMINARISTAS
DE LA XXVIII JMJ
Catedral de San Sebastián, Río de Janeiro
Sábado 27 de julio de 2013
Catedral de San Sebastián, Río de Janeiro
Sábado 27 de julio de 2013
Amados
hermanos en Cristo,
Viendo esta catedral
llena de obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas de todo el
mundo, pienso en las palabras del Salmo de la misa de hoy: «Que las naciones te
glorifiquen, oh Señor» (Sal 66).
Sí, estamos aquí para
alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos
suyos, para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos. Con la misma
parresia de Pablo y Bernabé, queremos anunciar el Evangelio a nuestros
jóvenes para que encuentren a Cristo y se conviertan en constructores de un mundo
más fraterno. En este sentido, quisiera reflexionar con ustedes sobre tres
aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el
Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro.
1. Llamados por
Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este
hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos:
«No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes»,
dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra
llamada. Por eso un obispo, un sacerdote, un consagrado, una consagrada, un
seminarista, no puede ser un desmemoriado. Pierde la referencia esencial al
inicio de su camino. Pedir la gracia, pedirle a la Virgen, Ella tenía buena
memoria, la gracia de ser memoriosos, de ese primer llamado. Hemos sido
llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14),
unidos a él. En realidad, este vivir, este permanecer en Cristo, marca todo lo
que somos y lo que hacemos. Es precisamente la «vida en Cristo» que garantiza
nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que
los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea
verdadero» (Jn 15,16). No es la creatividad, por más pastoral que sea,
no son los encuentros o las planificaciones los que aseguran los frutos, si
bien ayudan y mucho, sino lo que asegura el fruto es ser fieles a Jesús, que
nos dice con insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn
15,4). Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y
abrazarlo en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía, en nuestra
vida de oración, en nuestros momentos de adoración, y también reconocerlo
presente y abrazarlo en las personas más necesitadas. El «permanecer» con
Cristo no significa aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los
otros. Quiero acá recordar algunas palabras de la beata Madre Teresa de
Calcuta. Dice así: «Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos
da la oportunidad de servir a Cristo en los pobres. Es en las «favelas»,
en los «cantegriles», en las «villas miseria» donde hay que ir a
buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al
altar: con alegría» (Mother Instructions, I, p. 80). Hasta aquí la beata.
Jesús es el Buen Pastor, es nuestro verdadero tesoro, por favor, no lo
borremos de nuestra vida. Enraicemos cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc
12,34).
2. Llamados a
anunciar el Evangelio. Muchos de ustedes, queridos Obispos y sacerdotes, si
no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la
Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús:
«Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones» (cf. Mt 28,19). Nuestro
compromiso de pastores es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser
discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un poco
asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa
necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Dios quiere que
seamos misioneros. ¿Dónde estamos? Donde Él nos pone: en nuestra Patria, o
donde Él nos ponga. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos
misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano,
y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente
de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. Ayudemos a los jóvenes.
Pongámosle la oreja para escuchar sus ilusiones. Necesitan ser escuchados. Para
escuchar sus logros, para escuchar sus dificultades, hay que estar sentados,
escuchando quizás el mismo libreto, pero con música diferente, con identidades
diferentes. ¡La paciencia de escuchar! Eso se lo pido de todo corazón. En el
confesionario, en la dirección espiritual, en el acompañamiento. Sepamos perder
el tiempo con ellos. Sembrar cuesta y cansa, ¡cansa muchísimo! Y es mucho más
gratificante gozar de la cosecha… ¡Qué vivo! ¡Todos gozamos más con la cosecha!
Pero Jesús nos pide que sembremos en serio. No escatimemos esfuerzos en
la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus cristianos, utiliza
una expresión, que él hizo realidad en su vida: «Hijos míos, por quienes estoy
sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes»
(Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro
ministerio. Ayudar a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la
fe, la alegría de ser amados personalmente por Dios. Esto es muy difícil, pero
cuando un joven lo entiende, un joven lo siente con la unción que le da el
Espíritu Santo, este "ser amado personalmente por Dios" lo acompaña
toda la vida después. La alegría que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra
salvación. Educarlos en la misión, a salir, a ponerse en marcha, a ser callejeros
de la fe. Así hizo Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como
la gallina con los pollitos; los envió. No podemos quedarnos enclaustrados en
la parroquia, en nuestra comunidad, en nuestra institución parroquial o en
nuestra institución diocesana, cuando tantas personas están esperando el
Evangelio. Salir, enviados. No es un simple abrir la puerta para que vengan,
para acoger, sino salir por la puerta para buscar y encontrar. Empujemos a los
jóvenes para que salgan. Por supuesto que van a hacer macanas. ¡No tengamos
miedo! Los apóstoles las hicieron antes que nosotros. ¡Empujémoslos a salir!
Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los
que están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. Ellos son
los invitados VIP. Al cruce de los caminos, andar a buscarlos.
3. Ser llamados por
Jesús, llamados para evangelizar y, tercero, llamados a promover la cultura
del encuentro. En muchos ambientes, y en general en este humanismo
economicista que se nos impuso en el mundo, se ha abierto paso una cultura de
la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar para el anciano ni para
el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A
veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos
«dogmas»: eficiencia y pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes, religiosos,
religiosas, y ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio, tengan
el valor de ir contracorriente de esa cultura. ¡Tener el coraje! Acuérdense, y
a mí esto me hace bien, y lo medito con frecuencia. Agarren el Primer Libro de
los Macabeos, acuérdense cuando quisieron ponerse a tono de la cultura de la
época. “¡No...! ¡Dejemos, no…! Comamos de todo como toda la gente… Bueno, la Ley
sí, pero que no sea tanto…” Y fueron dejando la fe para estar metidos en la
corriente de esta cultura. Tengan el valor de ir contracorriente de esta
cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El encuentro y la
acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que la están escondiendo en
esta cultura, casi una mala palabra, la solidaridad y la fraternidad,
son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.
Ser servidores de la
comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este
sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos, imponiendo «nuestra verdad»,
más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado,
alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de
proclamarla (cf. Lc 24,13-35).
Queridos hermanos y
hermanas, estamos llamados por Dios, con nombre y apellido, cada uno de
nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la cultura
del encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el
«ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la
misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»
(Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65).
Le pedimos que nos
enseñe a encontrarnos cada día con Jesús. Y, cuando nos hacemos los distraídos,
que tenemos muchas cosas, y el sagrario queda abandonado, que nos lleve de la
mano. Pidámoselo. Mira, Madre, cuando ande medio así, por otro lado, llévame de
la mano. Que nos empuje a salir al encuentro de tantos hermanos y hermanas que
están en la periferia, que tienen sed de Dios y no hay quien se lo anuncie. Que
no nos eche de casa, pero que nos empuje a salir de casa. Y así que seamos
discípulos del Señor. Que Ella nos conceda a todos esta gracia.
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