En
un mesón propiedad de sus padres en Daprasano (Nicomedia) nació pobre en el
seno de una familia pagana. Allí pudo, en su juventud, contemplar los efectos
de las persecuciones mandadas desde Roma: vio a los cristianos que eran tomados
presos y metidos en las cárceles de donde salían para ser atormentados
cruelmente, quemados vivos o arrojados a las fieras. Nunca lo entendió; ella
conocía a algunos de ellos y alguna de las cristianas muertas fueron sus
amigas, ¿qué mal hacían para merecer la muerte? A su entender, solo podía
asegurar que eran personas excelentes.
San
Ambrosio, que vivió en época inmediatamente posterior, la describe como una
mujer privilegiada en dones naturales y en nobleza de corazón. Y así debía de
ser cuando se enamoró de ella Constancio, el que lleva el sobrenombre de Cloro
por el color pálido de su tez, general valeroso y prefecto del pretorio durante
Maximiano. Tenía Elena 23 años al contraer matrimonio. En Naïsus (Dardania) les
nació, el 27 de febrero del 274, el hijo que llegaría a ser César de Maximiano
como Galerio lo fue de Diocleciano.
Pero
no todo fueron alegrías. Elena fue repudiada por motivos políticos en el 292
para poder casarse Constancio con la hijastra de Maximiano y llegar a
establecer así el parentesco imprescindible entre los miembros de la
tetrarquía. Le costó mucho saberse pospuesta al deseo de poder de su marido,
pero esto lo aceptó mejor que el hecho de verse separada de su hijo Constantino
que pasó a educarse en el palacio junto a su padre y donde se reveló como un fantástico
organizador y estratega.
Muerto
Constancio Cloro en el 306, Constantino decide llevarse a su madre a vivir con
él a la corte de Tréveris. En esta época aún no hay certeza histórica de que su
madre fuera cristiana. Sí, cuando –por testimonio de Eusebio de Cesarea–
aparezca sobre el sol el signo de la cruz con motivo de la batalla de Saxa
Rubra y la leyenda «con este signo vencerás» que dio el triunfo a
Constantino y lo hizo único Emperador de Roma, en el 312.
Aunque
el emperador retrasará su bautismo hasta la misma muerte, es complaciente con
la condición de cristiana que tiene su madre, que daba sonados ejemplos de
humildad y caridad. Incluso parece descubrirse la influencia materna tras el
Edicto de Milán que prohibía la persecución de los cristianos y los edictos
posteriores que terminan vetando el culto a los dioses lares. Agasaja a su
madre haciéndola Augusta, acuña monedas con su efigie y le facilita levantar
iglesias.
En
el 326, Elena está con su hijo en Bizancio, a orillas del Bósforo. Aunque se
aproxima ya a los setenta años alienta en su espíritu un deseo altamente
repensado y nunca confesado, pero que cada día crece y toma fuerza en su alma;
anhela ver, tocar, palpar y venerar el sagrado leño donde Cristo entregó su
vida por todos los hombres. Organiza un viaje a los Santos Lugares en cuyo
relato se mezclan todos los elementos imaginables pertenecientes al mundo de la
fábula por tratarse del desplazamiento de la primera dama del Imperio a los
humildes y lejanos lugares donde nació, vivió, sufrió y resucitó el Redentor.
Pero, aparte de todo lo que de fantástico pueda haber en los relatos, fuentes
suficientemente atendibles como Crisóstomo, Ambrosio, Paulino de Nola y
Sulpicio Severo refieren que se dedicó a una afanosa búsqueda de la Santa Cruz
con resultados negativos entre los cristianos que no saben dar respuesta
satisfactoria a sus pesquisas. Sintiéndose frustrada, pasa a indagar entre los
judíos hasta encontrar a un tal Judas que le revela el secreto rigurosamente
guardado entre una facción de ellos que, para privar a los cristianos de su
símbolo, decidieron arrojar a un pozo las tres cruces del Calvario y lo cegaron
luego con tierra.
Las
excavaciones resultaron con éxito. Aparecieron las tres cruces con gran júbilo
de Elena. Sacadas a la luz, solo resta ahora la grave dificultad de llegar a
determinar aquella en la que estuvo clavado Jesús. Relatan que el obispo
Demetrio tuvo la idea de organizar una procesión solemne, con toda la
veneración que el asunto requería, rezando plegarias y cantando salmodias, para
poner sobre las cruces descubiertas el cuerpo de una cristiana moribunda por si
Dios quisiera mostrar la Vera Cruz. El milagro se produjo al ser colocada en
sus parihuelas sobre la tercera de las cruces la pobre enferma que recuperó
milagrosamente la salud.
Tres
partes mandó hacer Elena de la Cruz. Una se trasladó a Constantinopla, otra
quedó en Jerusalén y la tercera llegó a Roma donde se conserva y venera en la
iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén.
No
han faltado autores que atribuyan a la fábula el hecho de la invención
por Elena basándose principalmente en que no hay noticia expresa de tamaño
acontecimiento hasta un siglo después. Ciertamente es así, pero lo resuelven
otros estudiosos afirmando que la fuente histórica que relata los acontecimientos
es el historiador contemporáneo Eusebio de Cesarea, al que en su Vita
Constantini solo le interesan los acontecimientos realizados por
Constantino, bien porque sigue los cánones de la historia contemporánea, o
quizá porque solo le interesa adular a su anfitrión.
Murió
Elena sin que sepamos el sitio ni la fecha. Su hijo Constantino dispuso
trasladar sus restos con gran solemnidad a la Ciudad Eterna y parte de ellos se
conservan en la iglesia Ara Coeli, dedicada a Santa Elena, la mujer que
dejó testimonio tangible y visible en unos maderos del paso salvador por la
tierra de Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
Tomado del
Santoral de la Arquidiócesis de Madrid
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