LA
PACIENCIA
CAPÍTULO
I
La paciencia de Dios
1.
La virtud del alma que se llama paciencia es un don de Dios tan grande, que Él
mismo, que nos la otorga, pone de relieve la suya, cuando aguarda a los malos
hasta que se corrijan. Así, aunque Dios nada puede padecer, y el término
paciencia se deriva de padecer (patientia, a patiendo), no solo
creemos firmemente que Dios es paciente, sino que también lo confesamos para
nuestra salvación. Pero ¿quién podrá explicar con palabras la calidad y
grandeza de la paciencia de Dios, que nada padece pero tampoco permanece
impasible, e incluso aseguramos que es pacientísimo? Así pues, su paciencia es
inefable como lo es su celo, su ira y otras cosas parecidas. Porque si pensamos
estas cosas a nuestro modo, en Él, ciertamente, no se dan así. En efecto,
nosotros no sentimos ninguna de estas cosas sin molestias, pero no podemos ni
sospechar que Dios, cuya naturaleza es impasible, sufra tribulación alguna.
Así, tiene celos sin envidia, ira sin perturbación alguna, se compadece sin
sufrir, se arrepiente sin corregir una maldad propia. Así es paciente sin
pasión. Pero ahora voy a exponer, en cuanto el Señor me lo conceda y la
brevedad del presente discurso lo consienta, la naturaleza de la paciencia
humana de modo que podamos comprenderla y también procuremos tenerla.
CAPÍTULO
II
La auténtica paciencia humana y su utilidad
2.
La auténtica paciencia humana, digna de ser alabada y de llamarse virtud, se
muestra en el buen ánimo, con el que toleramos los males, para no dejar de mal
humor los bienes que nos permitirán conseguir las cosas mejores. Pues los
impacientes, cuando no quieren padecer cosas malas, no consiguen escapar de
ellas, sino sufrir males mayores. Pero los que tienen paciencia prefieren
soportar los males antes que cometerlos y no cometerlos antes que soportarlos,
aligeran el mal que toleran con paciencia y se libran de otros peores en los
que caerían por la impaciencia. Pues los bienes eternos y más grandes no se
pierden mientras no se rinden a los males temporales y mezquinos: porque no
son comparables los padecimientos de esta vida con la gloria futura que se ha
de revelar en nosotros. Y también: lo que en nuestra tribulación es
temporal y leve, de una forma increíble, nos produce un peso eterno de gloria.
CAPÍTULO
III
La paciencia de los malvados
3.
Veamos, pues, carísimos, qué duros trabajos y dolores soportan los hombres por
las cosas que aman, viciosamente, y cómo se juzgan más felices con ellas cuanto
más infelizmente las codician. ¡Qué de cosas peligrosísimas y muy molestas
afrontan, con suma paciencia, por unas falsas riquezas, unos vanos honores o
unas pueriles satisfacciones! Los vemos hambrientos de dinero, de gloria y de
lascivia, y, para conseguir esas cosas, tan deseadas y una vez adquiridas no
carecer de ellas, soportar, no por una necesidad inevitable sino por una
voluntad culpable, el sol, la lluvia, los hielos, el mar y las tempestades más
procelosas, las asperezas e incertidumbres de la guerra, golpes y heridas
crueles, llagas horrendas. E, incluso, estas locuras les parecen, en cierto
modo, muy lógicas.
CAPÍTULO
IV
Todo eso lo alaban los necios
Efectivamente,
se piensa que la avaricia, la ambición, la lujuria y otros mil pasatiempos más
son cosas inocentes mientras no sirvan de pretexto para cometer algún delito o
un crimen prohibido por las leyes humanas. Es más, cuando alguien soportó
grandes trabajos y dolores, sin cometer fraude, para adquirir o aumentar su
dinero, para alcanzar o mantener sus honores, o para luchar en la palestra o
cazar, o para exhibir algo plausible en el teatro, no parece una nonada dejar
sin reprensión esa vanidad popular, sino que es exaltada con las mayores
alabanzas, como está escrito: porque se alaba al pecador en los apetitos de
su alma. Pues la fuerza de los deseos lleva a tolerar trabajos y dolores, y
nadie acepta espontáneamente lo que causa dolor, sino por aquello que causa
placer. Mas, como digo, se juzgan lícitas y permitidas por las leyes, esas
apetencias por las que soportan, con la mayor paciencia, trabajos y asperezas,
los que inflamados por ellas tratan de satisfacerlas.
CAPÍTULO
V
Aguante feroz de Catilina y los malhechores
4.
¿Y qué decir, cuando los hombres soportan grandes calamidades, no para castigar
crímenes notorios sino para perpetrarlos? ¿No nos cuentan los escritores de
literatura civil de cierto nobilísimo parricida de la patria que podía soportar
el hambre, la sed y el frío, y que su cuerpo podía tolerar el ayuno, el frío,
el insomnio más de lo que nadie pudiera creer? ¿Y qué diré de los ladrones que,
cuando acechan a los viandantes, pasan noches sin dormir, y para asaltar a los
inocentes transeúntes someten su alma dañada y su cuerpo a todas las
inclemencias del cielo? Algunos de ellos se atormentan entre sí con tal rigor,
que su entrenamiento para los castigos en nada difiere de los castigos, pues tal
vez no los tortura tanto el juez para arrancarles la verdad como los torturan
sus cómplices para que no canten en el tormento. Y, sin embargo, en todo esto,
la paciencia es cosa más de admirar que de alabar, mejor dicho, no es de
admirar ni de alabar, porque no es tal paciencia. Es una terquedad admirable,
pero no se trata de paciencia. Aquí no hay, justamente, nada que alabar, nada
útil para imitar. Y, si juzgamos rectamente, un alma es digna de tanto mayor
suplicio cuanto más somete a los vicios los medios de la virtud. La paciencia
es compañera de la sapiencia, no esclava de la concupiscencia; es amiga de la
buena conciencia, no enemiga de la inocencia.
CAPÍTULO
VI
La causa distingue la verdadera paciencia de la falsa
5.
Así pues, cuando veas que alguien tolera algo pacientemente, no te apresures a
alabar su paciencia mientras no aparezca el motivo de su padecer. Cuando éste
es bueno, aquélla es verdadera; cuando éste no se mancha con la codicia,
entonces aquélla se aparta de la falsedad; cuando aquél se hunde en el crimen,
entonces se yerra en darle a ésta el nombre de paciencia. Pues, así como todos
los que saben participan de la ciencia, no todos los que padecen participan de
la paciencia, sino que los que viven rectamente su pasión, ésos son alabados
como verdaderos pacientes, y son coronados con el galardón de la paciencia.
CAPÍTULO
VII
Si tanto se aguanta por lo temporal,
cuánto más por lo eterno
6.
Los humanos, por esta vida temporal y su salud, toleran males horrendos, de
modo admirable, incluso por sus pasiones y sus crímenes, así nos amonestan
cuánto hemos de sufrir por una vida buena, para que luego pueda ser eterna, y
sin ningún límite de tiempo ni detrimento de nuestro interés, con una felicidad
verdadera y segura. El Señor ha dicho: en vuestra paciencia poseeréis
vuestras almas. No dijo: Poseeréis vuestras fincas, vuestras honras y
vuestras lujurias, sino vuestras almas. Si tanto sufre el alma para
alcanzar la causa de su perdición, ¿cuánto debe sufrir para no perderse? Y,
para mencionar algo que no es pecaminoso, si tanto sufre por la salud de su
cuerpo en las manos de los médicos que cortan o cauterizan, ¿cuánto debe sufrir
por su salvación entre los arrebatos de sus enemigos? Los médicos tratan el
cuerpo con tormentos para que no muera, pero los enemigos nos amenazan con
castigos y la muerte corporal, para empujarnos al infierno donde mueran cuerpo
y alma.
7.
Verdad es que miramos más prudentemente por el propio cuerpo cuando
despreciamos su salud temporal, por la justicia, y por la justicia toleramos
con paciencia los castigos y la muerte. Porque de la redención última y
definitiva del cuerpo habla el Apóstol cuando dice: dentro de nosotros,
gemimos, esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo.
Después prosigue: en esperanza hemos sido salvados; pero la esperanza que se ve
no es esperanza, ya que lo que uno ve, ¿cómo lo espera?, y si esperamos lo
que no vemos, por la paciencia lo esperamos.
CAPÍTULO
VIII
Práctica de la paciencia en el cuerpo y el alma
8.
Así pues, cuando nos torturan algunos males pero no nos destruyen las malas
obras, no solo poseemos nuestra alma por la paciencia, sino que cuando por la
paciencia se aflige y se sacrifica el cuerpo temporalmente, se lo recupera con
una salud y una seguridad eterna, y por el dolor y la muerte se conquista una
salud inviolable y una inmortalidad feliz. Por eso, Jesús, al exhortar a sus
mártires a la paciencia, les prometió también la integridad futura del mismo
cuerpo que no ha de perder, no digo ya un miembro, sino ni siquiera un pelo: En
verdad os digo, dice, que no perecerá un cabello de vuestra cabeza. Y como
dice el Apóstol: nadie tuvo jamás odio a su carne. Vele, pues, el hombre
fiel más por la paciencia que por la impaciencia, por la salud de su carne y
compare los dolores del presente, por grandes que sean, con la inestimable
ganancia de la incorrupción futura.
Así pues, aunque
la paciencia sea una virtud del espíritu, el alma ha de practicarla tanto en sí
misma como en su cuerpo. En sí misma se practica la paciencia cuando, mientras
el cuerpo permanece ileso e intacto y se lo incita a una acción desafortunada,
como una torpeza de obra o se le invita de palabra a ejecutar o decir algo que
no es conveniente o decente, y sufre con paciencia todos los males para no
cometer mal alguno de palabra o de obra.
CAPÍTULO
IX
La paciencia del espíritu
Por esta
paciencia toleramos el que nuestra felicidad se difiera, en medio de los
escándalos de este mundo, aun cuando nuestro cuerpo permanezca sano. Por eso,
se dijo lo que antes recordé: si esperamos lo que no vemos, por la paciencia
lo esperamos. Con esta paciencia toleró el santo rey David los oprobios de
quien le injuriaba; y, pudiendo vengarse con facilidad, no solo no lo hizo sino
que reprimió a otro que se dolió y sobresaltó por él; y ejercitó su poder real
más bien para prohibir la venganza que para ejecutarla. Entonces su cuerpo no
estaba afligido por enfermedad o herida alguna, pero se reconocía el tiempo de
la humillación y se aceptaba la voluntad divina por la que se bebía, con
espíritu paciente, la amargura de las afrentas. Esta paciencia nos enseñó el
Señor cuando, irritados los siervos por la mezcla de la cizaña y queriendo
arrancarla, dio la contestación del paterfamilias: dejad que ambas crezcan
hasta la siega. Conviene soportar con paciencia lo que no se puede suprimir
sin violencia. El mismo Jesús nos presentó y mostró el ejemplo de esa paciencia
cuando, antes de la pasión de su cuerpo, toleró los hurtos de su discípulo
Judas, antes de declararle traidor; y antes de experimentar las cadenas, la
cruz y la muerte, no negó el ósculo de paz a los labios falsos de su discípulo.
Todo esto y mucho más, que sería largo citar, corresponde a esa especie de
paciencia con que el alma tolera pacientemente, en sí misma, no sus pecados,
sino cualquier mal exterior, conservando intacto su cuerpo.
CAPÍTULO
X
La paciencia en los males exteriores
Hay otra especie
de paciencia por la que el alma tolera cuanto de molesto y áspero ocurre en los
padecimientos del cuerpo. Pero no como los necios y hombres malos, que sufren
para conseguir vanidades o perpetrar crímenes, sino por la justicia,
como lo definió el Señor. Con ambos modos de paciencia lucharon los santos
mártires, pues los impíos los llenaron de oprobios y de ese modo el alma sola
toleró sus llagas, quedando allí intacto el cuerpo. Pero también ataron sus
cuerpos, los encarcelaron, los afligieron con hambre y sed, los atormentaron,
los cortaron, los despedazaron, los quemaron y asesinaron. Ellos, en su piedad
inconmovible, sometieron su alma a Dios mientras padecían, en su carne, cuanto
a los crueles sayones les venía a la cabeza.
10. Pero
mayor es el combate de la paciencia cuando no se trata de un enemigo visible,
que con la persecución y el furor incita al mal, y que resulta vencido pública
y abiertamente por el mártir que se niega a consentir. Se trata del mismo
diablo que se vale de los hijos de la infidelidad, como de sus propios
instrumentos, para perseguir a los hijos de la luz, mientras combate también
por sí mismo ocultamente y empuja con furor para que se diga o haga algo contra
Dios.
CAPÍTULO
XI
Paciencia del santo Job
El santo Job
toleró a este demonio cuando fue atormentado con ambas tentaciones, pero en
ambas salió victorioso con el vigor constante de la paciencia y con las armas
de la piedad. Primero perdió cuanto tenía, pero con el cuerpo ileso, para que
cayese el ánimo, antes de atormentarle en la carne, al quitarle las cosas que
más suelen estimar los hombres, y dijese contra Dios algo, al perder aquellas
cosas por las que se pensaba que Job servía a Dios. Fue afligido también con la
pérdida instantánea de todos sus hijos, de modo que los que recibió uno a uno,
los perdiera de una vez, como si su mayor número no se le hubiera otorgado para
mostrar la plena felicidad, sino para acumular calamidad. Al padecer todas
estas cosas, permaneció inconmovible en su Dios, apegado a su divina voluntad,
pues a Dios no podía perderle sino por su propia voluntad. Perdió las cosas,
pero retuvo al que se las quitó para encontrar en él lo que permanece para
siempre. Pues tampoco se las había quitado el que tuvo voluntad de dañar, sino
el que había dado la potestad de tentar.
CAPÍTULO
XII
Job fue más cauto que Adán
Entonces el
enemigo se ensañó con el cuerpo, no en las cosas externas al hombre, sino que
hirió, cuanto pudo, al hombre mismo. De la cabeza a los pies ardían los
dolores, manaban los gusanos, corría la purulencia. Pero el espíritu permanecía
íntegro en un cuerpo pútrido y toleró, con una piedad inviolable y una paciencia
incorruptible, los horribles suplicios de la carne que se corrompía. La esposa
estaba presente, pero no ayudaba nada al marido, sino que más bien le impulsaba
a blasfemar contra Dios. No se la había llevado el diablo con los hijos como
hubiera hecho un ingenuo en el arte de hacer daño, pues en Eva había aprendido
cuán necesaria era la esposa al tentador. Sólo que ahora no encontró otro Adán
a quien pudiera seducir por medio de la mujer. Más cauto fue Job en los dolores
que Adán entre flores. Éste fue vencido en las delicias, aquél venció en las
penas, éste consintió en la dulzuras, aquél resistió en la torturas. Estaban
también presentes los amigos, pero no para consolarle en el mal, sino para
hacerle sospechoso del mal. Pues no podían creer que el que tanto padecía
pudiera ser inocente, y su lengua no callaba lo que su conciencia ignoraba.
Así, entre los crueles tormentos del cuerpo, el alma se cubría de falsos
oprobios. Pero Job toleró en su carne los propios dolores, y en su corazón los
ajenos errores. A la esposa corrigió en su insensatez, y a los amigos enseñó la
sapiencia, y en todo conservó la paciencia.
CAPÍTULO
XIII
La impaciencia de los donatistas
10.
Miren este ejemplo: los que a sí mismos se propinan la muerte cuando son
invitados a la vida, y al quitarse la vida presente renuncian a la futura. Pues
si fuesen obligados a negar a Cristo o hacer algo contra la justicia, como los
verdaderos mártires, todo lo deberían soportar con paciencia antes de
suicidarse con impaciencia. Si el suicidio pudiera admitirse, para huir de las
calamidades, el mismo santo Job se habría suicidado para huir de tantos males,
de la crueldad diabólica contra sus bienes, sus hijos y sus miembros. Pero no
lo hizo. Lejos de nosotros pensar que un varón prudente haría en sí mismo lo
que ni siquiera sugirió la mujer imprudente. Si lo hubiera sugerido, hubiese
tenido que escuchar lo que escuchó cuando sugirió la blasfemia: has hablado
como una mujer necia. Si hemos recibido de manos del Señor los bienes, ¿no
hemos de aceptar los males?.Y, si Job hubiese perdido la paciencia, ya
blasfemando como ella pretendía, ya suicidándose como ella no se atrevió a
sugerir, entonces hubiese muerto, y sería contado entre aquellos de los que se
dijo: ¡Ay de los que perdieron la paciencia!. En lugar de evitar el
castigo, lo hubiera aumentado, pues, tras la muerte de su cuerpo, hubiera
incurrido en el suplicio de los blasfemos, de los homicidas y de los que son
más que parricidas. Pues un parricida es más criminal que un homicida, pues no
mata solo a un hombre, sino también a un allegado; y entre los parricidas tanto
es uno más criminal cuanto más allegado es aquel a quien mata. Pues peor es,
sin duda, el suicida, ya que nadie es tan cercano al hombre como el hombre
mismo. ¿Qué es, pues, lo que hacen esos infelices que con el suicidio buscan la
gloria de los mártires? Aquí sufren las penas que ellos mismos se infligen y
después sufrirán las que les son debidas por su impiedad contra Dios y por la
crueldad que contra sí mismos ejercieron. Si sufrieran persecución por dar
verdadero testimonio de Cristo, y se suicidaran para huir de los perseguidores,
con razón se les diría: ¡Ay de los que perdieron la paciencia! ¿Cómo se
daría un premio justo a la paciencia si se corona el dolor con la impaciencia?
¿O cómo se tendrá por inocente al que se dijo: Amarás al prójimo como a ti
mismo, si comete homicidio contra sí mismo, cuando se le prohíbe cometerlo
contra el prójimo?
CAPÍTULO
XIV
La paciencia de los justos
11.
Oigan, pues, los santos los preceptos de paciencia que da la Escritura santa: Hijo,
al entrar al servicio de Dios, mantente en justicia y temor, y prepara tu alma
para la tentación. Humilla tu corazón y aguanta, para que, al final, florezca
tu vida. Acepta todo lo que te sobrevenga, aguanta en el dolor y sé paciente
con humildad. Porque se prueba a fuego el oro y la plata, pero los hombres se
hacen aceptables en el camino de la humillación. Y en otro lugar se dice: Hijo,
no decaigas en la disciplina del Señor ni desmayes cuando seas reprendido por
Él. Pues al que Dios ama, le castiga; y azota a todo hijo que le es aceptable.
Aquí se dice hijo aceptable como arriba se dijo hombres aceptables.
Pues es muy justo que los que fuimos expulsados de la felicidad primera del
paraíso, por una apetencia contumaz de las delicias, seamos aceptados de nuevo
por la paciencia humilde de los trabajos. Hemos sido fugitivos por hacer el
mal, pero seremos acogidos por padecer el mal. Porque allí delinquimos contra
la justicia, y aquí sufrimos por la justicia.
CAPÍTULO
XV
La paciencia, don de Dios
12.
Pero hay que averiguar de dónde procede la verdadera paciencia que es digna del
nombre de esa virtud. Hay quienes la atribuyen a las fuerzas de la voluntad
humana, no las que proceden de la ayuda divina, sino las que tiene por su libre
albedrío. Pero este es un error soberbio, propio ricos, de los que se dice en
el salmo: oprobio para los ricos y humillación para los soberbios. No es
esta la paciencia de los pobres, que no perecerá jamás. Estos
pobres reciben la paciencia de aquel rico a quien decimos: tú eres mi Dios
porque no necesitas de mis bienes. De Él procede todo regalo óptimo y todo
don perfecto. A Él clama el menesteroso y el pobre, que alaba su nombre, y
pidiendo, llamando y buscando, dice: Dios mío, líbrame de la mano del
pecador, y de la mano del trasgresor de la ley y del malvado. Porque tú eres mi
paciencia, Señor, esperanza mía desde mi juventud. Los que van sobrados y
se avergüenzan de mendigar a Dios para no recibir de Él la verdadera paciencia,
se glorían de la suya, que es falsa, y quieren confundir el consejo del pobre
porque Dios es su esperanza. No se acuerdan que son hombres y que pagan
excesivo tributo a su voluntad, que es humana; por eso incurren en lo que está
escrito: maldito el hombre que pone su confianza en el hombre. Por lo
que, aunque toleren con una voluntad tan soberbia cosas duras y ásperas, para
complacer a los hombres o para no sufrir cosas peores o para su propia
complacencia o por amor de su presunción, hay que decir de su paciencia lo que
el apóstol Santiago dice de cierta sabiduría: esta sabiduría no desciende de
arriba, sino que es terrena, animal y diabólica. ¿Por qué no ha de ser
falsa la paciencia de los orgullosos como lo es su sabiduría? El que da la
verdadera sabiduría da también la verdadera paciencia. A Él es a quien canta
aquel pobre de espíritu: A Dios está sujeta mi alma porque de Él procede mi
paciencia.
CAPÍTULO
XVI
La voluntad se basta para la injusticia, no para la justicia
13.
Pero replicarán algunos y dirán: Si la voluntad humana, sin el auxilio de Dios,
con las solas fuerzas del libre albedrío, realiza tantas fechorías y delitos,
ya en el alma ya en el cuerpo, para gozar de esta vida mortal y del deleite del
pecado, ¿por qué esa voluntad, con esas mismas fuerzas del libre albedrío y sin
requerir la ayuda divina, no se ha de bastar a sí misma, con sus posibilidades
naturales para tolerar, con perfecta paciencia, por la justicia y la vida
eterna, cuantos trabajos y dolores se presenten? Si se basta la voluntad de los
malvados, sin la ayuda de Dios, para ejercitarse en los tormentos, en pro de la
iniquidad, antes de ser atormentados por extraños, y es apta la voluntad de los
amantes del destierro de esta vida para perseverar, sin la ayuda de Dios, en la
mentira, entre los tormentos más atroces y prolongados, para evitar una muerte
que les amenaza si confiesan sus crímenes, ¿no será la voluntad capaz, si no le
prestan la fuerza de lo alto, de tolerar cualquier dolor por el encanto de la
justicia o por amor a la vida eterna?
CAPÍTULO
XVII
La caridad es la fortaleza de los justos
14.
Los que así hablan no entienden que el inicuo es tanto más duro para tolerar
cualquier aspereza cuanto mayor es, en él, el amor del mundo, y que el justo es
tanto más fuerte para tolerar cualquier aspereza cuanto mayor es, en él, el
amor de Dios. Ahora bien, el amor del mundo tiene su origen en el albedrío de
la voluntad, su crecimiento en el deleite del placer y su confirmación en el
lazo de la costumbre. En cambio, la caridad de Dios se ha difundido en
nuestros corazones, no de nuestra cosecha, sino por el Espíritu Santo
que se nos ha dado. Así pues, la paciencia de los justos procede de aquel
que difunde en ellos la caridad. Al alabar y recomendar esa caridad, el Apóstol
dice de ella, entre otros elogios, que todo lo tolera: la caridad, dice,
es magnánima. Y poco después: todo lo tolera. Luego cuanto mayor
es, en los santos, la caridad de Dios, tanto más tolera por el Amado; y cuanto
mayor es en los pecadores el amor del mundo, tanto más tolera por lo codiciado.
Y por eso, el origen de la paciencia verdadera de los justos es el mismo que el
origen de la caridad de Dios en ellos. Y la fuente de la paciencia falsa de los
malvados es la misma que la fuente del amor al mundo que hay en ellos. Y por
eso dice el apóstol Juan: no améis al mundo ni las cosas que hay en el
mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él, porque todo lo
que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y
ambición del siglo, cosas que no proceden del Padre, sino del mundo. Cuanto
más violenta y ardiente fuere en el hombre esa concupiscencia, que no procede
del Padre, sino del mundo, tanto mejor se tolerarán la molestias y dolores por
lo que se desea. Y por tanto, como ya dijimos, esta paciencia no desciende de
arriba. En cambio, la paciencia de los hombres piadosos viene de arriba,
desciende del Padre de las luces. Por tanto, aquélla es terrena, ésta celeste,
aquélla animal, ésta espiritual, aquélla diabólica ésta deífica. Porque la concupiscencia,
que hace que los pecadores sufran todo con pertinacia, es del mundo, pero la
caridad, que hace que los que viven rectamente toleren todo con fortaleza, es
de Dios. Por eso, para esa paciencia falsa puede bastar la voluntad humana, sin
la ayuda divina, y es tanto más fuerte cuanto más apasionada, y tanto mejor
tolera los males cuanto ella se hace peor. Por el contrario, para la paciencia
verdadera no se basta la voluntad humana si no es ayudada e inflamada desde
arriba, porque el Espíritu Santo es su fuego, y si no se enciende con él, para
amar el bien impasible, no puede tolerar el mal que padece.
CAPÍTULO
XVIII
La verdadera paciencia procede de Dios, que es caridad
15.
Según atestiguan los oráculos divinos: Dios es caridad, y quien permanece en
la caridad, permanece en Dios y Dios en él. Pero el que pretende poseer la
caridad de Dios sin la ayuda de Dios, ¿qué otra cosa pretende sino que puede
poseer a Dios sin Dios? ¿Quién dirá esto, siendo cristiano, cuando nadie, en su
sano juicio, se atrevería a decirlo? La verdadera, piadosa, fiel paciencia dice
exultante, según el Apóstol, por boca de los santos: ¿quién nos separará del
amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la
desnudez, el peligro o la espada? Como está escrito, que por ti somos
mortificados todo el día y hemos sido destinados como ovejas a la muerte. Pero
en todo esto vencemos, totalmente, por aquel que nos amó. No por nosotros,
sino por aquel que nos amó. Luego continúa y añade: Pues estoy cierto que ni
la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados ni las potestades, ni
el presente ni el futuro, ni la altura ni la profundidad, ni criatura otra
alguna podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor
nuestro. Esta es aquella caridad que se ha difundido en nuestros corazones,
no de nuestra cosecha, sino por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Por el
contrario, la concupiscencia de los malos, de la que proviene su falsa
paciencia, no procede del Padre, sino del mundo, como dice el apóstol
Juan.
CAPÍTULO
XIX
¿La concupiscencia procede del mundo
o de la mala voluntad?
o de la mala voluntad?
16.
Quizá aquí diga alguien: Si la concupiscencia de los malos, por la cual toleran
todos los males por el objeto apetecido, procede del mundo, ¿por qué se dice
que procede de su voluntad? ¡Como si ellos mismos no fuesen del mundo, cuando
aman al mundo, abandonando al que hizo el mundo! Pues: Sirven a la criatura
antes que al Creador, que es bendito por los siglos. O, tal vez, por esto
el apóstol Juan designó con el término "mundo" a los amantes del
mundo, y entonces la voluntad del mundano procede, sin duda, del mundo. O,
quizá, con este nombre designó el cielo y la tierra y cuanto en ellos se
contiene, esto es, el conjunto universal de la criaturas, y entonces la
voluntad de la criatura es la del mundo, pues no es la del Creador. Por lo que
el Señor dice a éstos: Vosotros sois de abajo, mientras que yo soy de
arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Pero a los
Apóstoles les dijo: si fueseis de este mundo, el mundo amaría lo que es suyo.
Pero para que no se arrogasen más de lo que permitían sus posibilidades,
pensando que este no ser del mundo era obra de la naturaleza y no de la gracia,
añadió: y porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por eso
el mundo os odia. Por tanto, eran del mundo, pues para que no fuesen del
mundo fueron elegidos del mundo.
CAPÍTULO
XX
La gracia es previa a los méritos
17.
El Apóstol nos presenta esa elección como una gracia, no por los méritos
previos de unas buenas obras, cuando dice: en ese tiempo el resto han sido
salvado por elección de gracia. Y, si por la gracia, ya no es por las obras, de
otro modo la gracia ya no es gracia. Esta es la elección de gracia, es
decir, la elección por la que los hombres son elegidos por gracia de Dios. Esta
es, repito, la elección de la gracia por la que todos los buenos méritos del
hombre se anticipan. Si se otorga por algún mérito bueno, ya no se da
gratuitamente, sino según justicia, y entonces no está bien dado el nombre de
gracia, porque, como dice también el mismo Apóstol: la paga no se da por
gracia, sino que es lo que se debe. Para que sea verdadera gracia, esto es,
gratuita, nada ha de encontrar en el hombre que se le deba por mérito, lo que
se entiende muy bien en aquello que se dijo: Por nada fueron salvados.
De hecho, es la gracia la que da los méritos, no se concede a los méritos. Pues
previene incluso a la fe, de la que se originan las obras buenas, como está
escrito: el justo vive de la fe. Además, esta gracia no solo socorre al
justo, sino que también justifica al impío. Pero incluso cuando ayuda al justo
y parece que es debida a sus méritos, tampoco deja de ser gracia, porque no
hace sino coronar lo que ella misma donó. Pues por esta gracia, que precede
todos los buenos méritos del hombre, no solo fue crucificado Cristo por los
impíos, sino que murió por los impíos. Y, antes de morir, eligió a los
Apóstoles, no porque fueran justos, sino para justificarlos, a los que dijo: yo
os elegí del mundo. Al decirles: No sois del mundo, para que no
pensaran que nunca habían pertenecido al mundo, en seguida les añadió: pero
yo os elegí del mundo. Precisamente, el que no fuesen del mundo se les
concedió en su elección. Puesto que si hubieran sido elegidos por su propia
justicia y no por gracia, no hubieran sido elegidos del mundo, pues si ya
hubieran sido justos ya no serían del mundo. En fin, si por ser justos hubieran
sido elegidos, entonces ya habrían elegido ellos primero al Señor. ¿Pues quién
puede ser justo sino porque elige la justicia? Mas, el fin de la ley es
Cristo para todo el que cree en orden a la justicia. El cual se hizo para
nosotros, por obra de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención;
para que como está escrito, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor. Él
es, pues, nuestra justicia.
CAPÍTULO
XXI
También los antiguos se salvaron por la gracia
y por la fe, antes de la Encarnación
y por la fe, antes de la Encarnación
18.
Por eso, los antiguos justos, antes de la Encarnación del Verbo, fueron
justificados en esta fe de Cristo, en esta verdadera justicia que es para
nosotros Cristo. Ellos creían futuro lo que nosotros creemos pasado; se
salvaban por la gracia mediante la fe, no de su propia cosecha, sino por el don
de Dios; y no por su obra para que no se engrieran. Pero todas sus buenas obras
no previnieron la misericordia de Dios, sino que la acompañaron. Ellos, mucho
antes de que Cristo viniese en carne, oyeron y escribieron: perdonaré a
quien perdone y haré misericordia a quien haga misericordia. Ante esas
palabras de Dios diría, mucho después, el apóstol Pablo: por tanto no es
obra del que quiere ni del que corre, sino de Dios misericordioso. Mucho
antes de que Cristo viniese en carne, dijeron ellos también: Dios mío, su
misericordia me prevendrá. ¿Cómo podrían ser extraños a la fe de Cristo
aquellos por cuya caridad se nos anunció a nosotros Cristo, sin cuya fe ningún
mortal hubo, ni hay, ni habrá que pueda ser justo? Si Cristo hubiera elegido a
los Apóstoles cuando ya eran justos, antes le habrían elegido ellos a Él para
poder ser elegidos justos, pues sin Él no lo no habrían sido. Pero la cosa no
fue así, por eso Él les dice: no me elegisteis vosotros, sino que yo os
elegí. De ahí que dice el apóstol Juan: no es que nosotros hayamos amado
a Dios, sino que Él nos amó primero.
CAPÍTULO
XXII
Sin la gracia, todos somos injustos
19.
Siendo esto así, ¿qué es el hombre cuando usa, en esta vida, de su propia
voluntad, antes de elegir y amar a Dios, sino un injusto y un impío? ¿Qué es,
repito, esa criatura humana errante de su Creador, si el Creador no se acuerda
de él y le elige y ama gratuitamente? Porque el hombre no puede elegir y amar
si no es elegido y amado primero, para curarle, pues por su ceguera no ve lo
que ha de elegir y por su debilidad le da náuseas lo que ha de amar. Pero quizá
diga alguien: ¿Cómo elige y ama Dios primero a los inicuos para justificarlos,
cuando está escrito: Odiaste, Señor, a todos los que obran iniquidad?
¿De qué manera creemos que sea sino de un modo admirable e inefable? De hecho,
también podemos pensar que el buen médico odia y ama al enfermo, lo odia porque
está enfermo y lo ama para quitarle la enfermedad.
CAPÍTULO
XXIII
La caridad, fuente de la verdadera paciencia;
y la concupiscencia, de la falsa
y la concupiscencia, de la falsa
20.
Esto lo he dicho por la caridad, sin la cual no puede darse en nosotros
verdadera paciencia; porque en los buenos habita la caridad de Dios que todo lo
tolera, como está en los malos la codicia del mundo. Pero esta caridad está en
nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado, y, por eso, quien nos da la
caridad, nos da también la paciencia. Pero la codicia del mundo cuando tolera
pacientemente el peso de cualquier calamidad, y se gloría de las fuerzas de su
voluntad, es como si se gloriase del estupor de la enfermedad, no del vigor de
la salud. Loco es ese gloriarse, que no es paciencia sino demencia. Esa
voluntad tanto parece más paciente en tolerar los males más amargos cuanto está
más ávida de los bienes temporales y más vacía de los eternos.
CAPÍTULO
XXIV
La mala voluntad no necesita del diablo
21.
Cuando el espíritu diabólico incita y enardece la voluntad con apariencias
falaces y sugestiones inmundas, cuando se une al pecador en maligna
conspiración y enloquece su voluntad con el error o inflama con el apetito de
alguna delectación mundana, parece que esa voluntad tolera maravillosamente lo
intolerable; pero de ahí no se sigue que no pueda darse mala voluntad sin la
instigación de un espíritu inmundo extraño, como no puede darse buena voluntad
sin la ayuda del Espíritu Santo. Que pueda darse mala voluntad sin que la
seduzca o incite otro espíritu, se prueba en el mismo diablo; él se hizo diablo
por su propia voluntad y no por ningún otro diablo. Pues la mala voluntad, ya
sea arrebatada por la concupiscencia o descarriada por el temor, desbordada por
la alegría o encogida por la tristeza, o por otras perturbaciones del alma,
desdeña y tolera todo lo que otros o ella misma, en otras circunstancias, no
podrían soportar. Puede también seducirse a sí misma sin instigación de otro
espíritu, y, por su debilidad, caer de lo superior a lo inferior. Y, entonces,
cuando mayor dulzura cree encontrar en lo que pretende conseguir, cuando más
goza lo ya conseguido o se lamenta de su pérdida, tanto mejor lo tolera todo,
porque el dolor que tiene que padecer es menor que el gozo que le produce lo
que ama. Sea de ello lo que fuere, se trata de una criatura y su emblema es el
placer. Pues por el contacto familiar y la experiencia de su deleite se
adhiere, en cierto modo, la criatura amada al amante.
CAPÍTULO
XXV
La buena voluntad solo viene de Dios
22.
De muy diferente linaje es la dulzura del Creador, de la que está escrito: Y
los abrevarás en el torrente de tus delicias. Dios no es, como nosotros,
una criatura. Si su amor no viene de Él a nosotros, no puede darse en nosotros.
Y por esto, la buena voluntad por la que se ama a Dios no puede darse en el
hombre sino cuando Dios produce en él ese querer. Esta buena voluntad, es
decir, la voluntad sumisa, fielmente, a Dios, encendida con el fuego supremo de
la santidad, que ama a Dios y al prójimo por Dios, ya se trate del amor, del
cual afirma el apóstol Pedro: Señor, tú sabes que te amo, o del temor
del que dice el apóstol Pablo: con temor y temblor trabajad vuestra propia
salvación, o de la alegría de la que dice: alegres en la esperanza y
pacientes en la tribulación, o de la tristeza de la que dice que sufrió
mucha por los hermanos. En todo eso que sufre de amargo y áspero, se trata
siempre de la caridad de Dios que todo lo aguanta, y que no es difundida en
nuestros corazones sino por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
CAPÍTULO
XXVI
La paciencia, don de Dios; y la paciencia, de los cismáticos
Por lo tanto, no
puede dudar la piedad que la paciencia de los que toleran piadosamente es un
don de Dios como la caridad de los que aman santamente. Ni engaña ni yerra la
Escritura que no solo en el Antiguo Testamento nos presenta claros testimonios
de esto, cuando se dice a Dios: Tú eres mi paciencia, y también: de
Él procede mi paciencia, o cuando otro profeta dice que recibimos el
espíritu de fortaleza, sino que también en las Cartas apostólicas se lee: Porque
se os ha dado por Cristo no solo el creer en Él, sino también el padecer por Él.
No se atribuya, pues, el alma noble lo que oye le fue regalado.
23.
Si, pues, alguien no tiene la caridad que pertenece a la unidad de espíritu y
al vínculo de la paz, con el que se ciñe y reúne la Iglesia católica, vive en
el cisma y, para no renegar de Cristo, sufre tribulaciones, angustias, hambre,
desnudez, persecución, peligros, cárceles, cadenas, tormentos, espada, o llamas
o fieras o la misma cruz, por temor a la condenación y al fuego eterno, no
hemos de condenar todo esto, antes bien es muy laudable esa paciencia. No
podemos decir que mejor le hubiera sido negar a Cristo para no padecer estas
cosas que padeció confesándole, sino que quizá podemos pensar que le será más
llevadero el juicio futuro que si, negando a Cristo, hubiese evitado todas esas
cosas. Pues, aunque es verdad lo que dijo el Apóstol: Si entrego mi cuerpo
para que arda, pero no tengo caridad, de nada me aprovecha, así hemos de
entender que nada le aprovecha para alcanzar el reino, aunque le hará más
benigno el suplicio del juicio final.
CAPÍTULO
XXVII
La paciencia del cismático como don de Dios
24.
Con razón se puede preguntar si es un don de Dios o se ha de atribuir a las
fuerzas de la voluntad humana la paciencia por la que el que vive separado de
la Iglesia, no por el error que lo separó, sino por la verdad del sacramento y
de la palabra que conservó, sufre las penas temporales por temor a incurrir en
las eternas. Hemos de tener cuidado, no sea que, si decimos que esta paciencia
es don de Dios, los cismáticos que la tienen crean que pertenecen también al
reino de Dios, o si negamos que sea don de Dios, se nos obligue a confesar que
en la voluntad humana puede haber algo bueno sin la ayuda y el favor de Dios.
Porque es un bien que el hombre crea que será castigado con el suplicio eterno
si niega a Cristo, y por esa fe tolera y desprecia el suplicio humano.
25. Por eso, no se ha de negar que se trata de un don
de Dios, pero hay también que entender que son muy otros los dones de Dios a
los hijos de aquella Jerusalén de arriba que es libre y es nuestra madre.
CAPÍTULO
XXVIII
Diferentes dones de los hijos y de los desheredados
Los dones de los
hijos son, en cierto modo, hereditarios, puesto que, por ellos, somos herederos
de Dios y coherederos con Cristo. Los otros dones pueden recibirlos incluso
los hijos de las concubinas, a los que se equiparan los judíos carnales, los
cismáticos y los herejes. Pues aunque esté escrito: arroja a la esclava y a
su hijo, pues no heredará el hijo de la esclava con mi hijo Isaac. Y Dios
dijera a Abrahán: Por Isaac será nombrado tu linaje, y el Apóstol
interpreta esto, cuando dice: es decir, no son los hijos de la carne los
hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa serán contados en el linaje,
para que entendiéramos que el linaje de Abrahán, según Isaac, pertenece a los
hijos de Dios por Cristo. Esos son el cuerpo de Cristo y sus miembros, es
decir, la Iglesia de Dios una, verdadera, genuina, católica, que tiene la fe
piadosa, aquella que obra por la caridad, no aquella que actúa por el orgullo o
por el miedo. Sin embargo, cuando Abrahán separó a los hijos de las concubinas
de su hijo Isaac, les concedió algunos dones, no para nombrarlos herederos,
sino para no despedirlos vacíos. Pues así leemos: dio Abrahán a su hijo
todos sus bienes, y a los hijos de sus concubinas les otorgó dones, y los
separó de su hijo Isaac. Si somos hijos de la Jerusalén libre, comprendamos
que unos son los dones de los herederos y otros los de los desheredados.
Herederos son aquellos a quienes se dijo: no habéis recibido el espíritu de
servidumbre para caer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espíritu de
los hijos de adopción por el que clamamos: Abba, ¡Padre!
CAPÍTULO
XXIX
Premio eterno de la paciencia
26.
Clamemos, pues, con espíritu de caridad, hasta que lleguemos a la herencia en
la que hemos de recalar eternamente. Seamos pacientes con un amor liberal, no
con un temor servil. Clamemos mientras somos pobres hasta que por aquella
herencia nos hagamos ricos. La mejor garantía que de esto recibimos es que
Cristo se hizo pobre para enriquecernos. Al ser elevado Él a las riquezas
eternas fue enviado el Espíritu Santo para que inspirase en nuestros corazones
los deseos santos. Pues la paciencia de los pobres no perecerá nunca, la
paciencia de estos pobres que creen pero aún no contemplan, que esperan sin
poseer todavía, que suspiran con el deseo pero aún no reinan felices, que aún
tienen hambre y sed pero no han sido saciados. Y no es que allí vaya a haber
paciencia, pues no habrá nada que tolerar, pero se dijo que no perecerá, porque
no será estéril. Puesto que su fruto será eterno, no perecerá nunca. Aquel que
trabaja en vano, al ver que le engañó la esperanza con la que trabajaba, con
razón dice: "He perdido tanto trabajo". En cambio, el que llega a
alcanzar lo prometido a su trabajo se dice exultante: "No he perdido mi trabajo".
Se dice que no ha perecido el trabajo, no porque sea eterno sino porque no fue
realizado en vano. Así, no perecerá nunca la paciencia de los pobres de Cristo,
que han de ser enriquecidos con su herencia, no porque allí se nos mande
tolerar con paciencia, sino porque a causa de lo que aquí hemos sufrido con
paciencia, allí gozaremos de la bienaventuranza eterna. No pondrá término a la
felicidad eterna quien otorga la paciencia a la voluntad temporal, pues ambos
regalos se otorgan al don de la caridad.
Traductor:
Lope Cilleruelo, OSA
Revisión:
Domingo Natal, OSA
a todos Dios nos done la caridad para obtener la paciencia que de El proviene!gracias a quien lo redactò!muy ùtil!Dios lo bendiga!
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