AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 15 de
septiembre de 2010
Clara de Asís
Queridos hermanos y hermanas:
Una de las santas más queridas es sin duda santa Clara
de Asís, que vivió en el siglo XIII, contemporánea de san Francisco. Su
testimonio nos muestra cuánto debe la Iglesia a mujeres valientes y llenas de
fe como ella, capaces de dar un impulso decisivo para la renovación de la
Iglesia.
¿Quién era Clara de Asís? Para responder a esta pregunta
contamos con fuentes seguras: no sólo las antiguas biografías, como la de Tomás
de Celano, sino también las Actas del proceso de canonización promovido
por el Papa sólo pocos meses después de la muerte de Clara y que contiene los
testimonios de quienes vivieron a su lado durante mucho tiempo.
Clara nació en 1193, en el seno de una familia
aristocrática y rica. Renunció a la nobleza y a la riqueza para vivir humilde y
pobre, adoptando la forma de vida que proponía Francisco de Asís. Aunque sus
parientes, como sucedía entonces, estaban proyectando un matrimonio con algún
personaje de relieve, Clara, a los 18 años, con un gesto audaz inspirado por el
profundo deseo de seguir a Cristo y por la admiración por Francisco, dejó su
casa paterna y, en compañía de una amiga suya, Bona de Guelfuccio, se unió en
secreto a los Frailes Menores en la pequeña iglesia de la Porciúncula. Era la
noche del domingo de Ramos de 1211. En la conmoción general, se realizó un
gesto altamente simbólico: mientras sus compañeros empuñaban antorchas
encendidas, Francisco le cortó su cabello y Clara se vistió con un burdo hábito
penitencial. Desde ese momento se había convertido en virgen esposa de Cristo,
humilde y pobre, y se consagraba totalmente a él. Como Clara y sus compañeras,
innumerables mujeres a lo largo de la historia se han sentido atraídas por el
amor a Cristo que, en la belleza de su divina Persona, llena su corazón. Y toda
la Iglesia, mediante la mística vocación nupcial de las vírgenes consagradas,
se muestra como lo que será para siempre: la Esposa hermosa y pura de Cristo.
En una de las cuatro cartas que Clara envió a santa
Inés de Praga, la hija del rey de Bohemia, que quiso seguir sus pasos, habla de
Cristo, su Esposo amado, con expresiones nupciales, que pueden ser
sorprendentes, pero conmueven: «Amándolo, eres casta; tocándolo, serás más
pura; dejándote poseer por él eres virgen. Su poder es más fuerte, su
generosidad más elevada, su aspecto más bello, su amor más suave y toda gracia
más fina. Ya te ha estrechado en su abrazo, que ha adornado tu pecho con
piedras preciosas… y te ha coronado con una corona de oro grabada con el signo
de la santidad» (Carta I: FF, 2862).
Para Clara, sobre todo al principio de su experiencia
religiosa, Francisco de Asís no sólo fue un maestro cuyas enseñanzas seguir,
sino también un amigo fraterno. La amistad entre estos dos santos constituye un
aspecto muy hermoso e importante. De hecho, cuando dos almas puras y
enardecidas por el mismo amor a Dios se encuentran, la amistad recíproca supone
un estímulo fuertísimo para recorrer el camino de la perfección. La amistad es
uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la gracia divina
purifica y transfigura. Al igual que san Francisco y santa Clara, también otros
santos han vivido una profunda amistad en el camino hacia la perfección
cristiana, como san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal.
Precisamente san Francisco de Sales escribe: «Es hermoso poder amar en la
tierra como se ama en el cielo, y aprender a quererse en este mundo como
haremos eternamente en el otro. No hablo aquí del simple amor de caridad,
porque ese deberíamos sentirlo hacia todos los hombres; hablo de la amistad
espiritual, en el ámbito de la cual dos, tres o más personas se intercambian la
devoción, los afectos espirituales y llegan a ser realmente un solo espíritu» (Introducción
a la vida devota III, 19).
Después de pasar algunos meses en otras comunidades
monásticas, resistiendo a las presiones de sus familiares, que inicialmente no
aprobaron su elección, Clara se estableció con sus primeras compañeras en la
iglesia de san Damián, donde los frailes menores habían arreglado un pequeño
convento para ellas. En aquel monasterio vivió más de cuarenta años, hasta su
muerte, acontecida en 1253. Nos ha llegado una descripción de primera mano de
cómo vivían estas mujeres en aquellos años, en los inicios del movimiento
franciscano. Se trata de la relación admirada de un obispo flamenco de visita a
Italia, Jaime de Vitry, el cual afirma que encontró a un gran número de hombres
y mujeres, de todas las clases sociales, que «dejándolo todo por Cristo, huían
del mundo. Se llamaban Frailes Menores y Hermanas Menores, y el
Papa y los cardenales los tienen en gran consideración… Las mujeres… viven
juntas en varias casas, no lejos de las ciudades. No reciben nada, sino que
viven del trabajo de sus propias manos. Y se sienten profundamente afligidas y
turbadas, porque clérigos y laicos las honran más de lo que quisieran» (Carta
de octubre de 1216: FF, 2205.2207).
Jaime de Vitry captó con perspicacia un rasgo
característico de la espiritualidad franciscana al que Clara fue muy sensible:
la radicalidad de la pobreza, unida a la confianza total en la Providencia divina.
Por este motivo, ella actuó con gran determinación, obteniendo del Papa
Gregorio IX o, probablemente, ya del Papa Inocencio III, el llamado Privilegium
paupertatis (cf. FF, 3279). De acuerdo con este privilegio, Clara y sus
compañeras de san Damián no podían poseer ninguna propiedad material. Se
trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria respecto al derecho
canónico vigente y las autoridades eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron
apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en el modo de vivir
de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra que en los siglos de la Edad Media
el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. Al respecto,
conviene recordar que Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que
compuso una Regla escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que el
carisma de Francisco de Asís se conservara en todas las comunidades femeninas
que ya se iban fundando en gran número en su tiempo y que deseaban inspirarse
en el ejemplo de Francisco y de Clara.
En el convento de san Damián Clara practicó de modo
heroico las virtudes que deberían distinguir a todo cristiano: la humildad, el
espíritu de piedad y de penitencia, y la caridad. Aunque era la superiora, ella
quería servir personalmente a las hermanas enfermas, dedicándose incluso a
tareas muy humildes, pues la caridad supera toda resistencia y quien ama hace
todos los sacrificios con alegría. Su fe en la presencia real de la Eucaristía
era tan grande que, en dos ocasiones, se verificó un hecho prodigioso. Sólo con
la ostensión del Santísimo Sacramento, alejó a los soldados mercenarios
sarracenos, que estaban a punto de atacar el convento de san Damián y de
devastar la ciudad de Asís.
También estos episodios, como otros milagros, cuyo recuerdo
se conservaba, impulsaron al Papa Alejandro IV a canonizarla sólo dos años
después de su muerte, en 1255, elogiándola en la bula de canonización, en la
que se lee: «¡Cuán intensa es la potencia de esta luz y qué fuerte el
resplandor de esta fuente luminosa! En verdad, esta luz se mantenía encerrada
en el ocultamiento de la vida claustral y fuera irradiaba fulgores luminosos;
se recogía en un angosto monasterio, y fuera se expandía en todo el vasto
mundo. Se custodiaba dentro y se difundía fuera. Clara, en efecto, se escondía;
pero su vida se revelaba a todos. Clara callaba, pero su fama gritaba» (FF,
3284). Y es exactamente así, queridos amigos: son los santos quienes cambian el
mundo a mejor, lo transforman de modo duradero, introduciendo las energías que
sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. Los santos son los
grandes bienhechores de la humanidad.
La espiritualidad de santa Clara, la síntesis de su
propuesta de santidad está recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga.
Santa Clara utiliza una imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias
patrísticas: el espejo. E invita a su amiga de Praga a reflejarse en ese espejo
de perfección de toda virtud que es el Señor mismo. Escribe: «Feliz,
ciertamente, aquella a la que se concede gozar de estas sagradas nupcias, para
adherirse desde lo más hondo del corazón a aquel [a Cristo] cuya belleza
admiran incesantemente todos los dichosos ejércitos de los cielos, cuyo afecto
apasiona, cuya contemplación conforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad
colma, cuyo recuerdo resplandece suavemente, cuyo perfume devuelve los muertos
a la vida y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de
la Jerusalén celestial. Y, puesto que él es esplendor de la gloria, candor
de la luz eterna y espejo sin mancha, mira cada día este espejo, oh reina
esposa de Jesucristo, y escruta continuamente en él su rostro, para que de ese
modo puedas adornarte toda por dentro y por fuera… En este espejo refulgen la
bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad» (Carta IV:
FF, 2901-2903).
Agradeciendo a Dios que nos da a los santos que hablan
a nuestro corazón y nos ofrecen un ejemplo de vida cristiana a imitar, quiero
concluir con las mismas palabras de bendición que santa Clara compuso para sus
hermanas y que todavía hoy custodian con gran devoción las Clarisas, que
desempeñan un papel precioso en la Iglesia con su oración y con su obra. Son
expresiones en las que se muestra toda la ternura de su maternidad espiritual:
«Os bendigo en vida y después de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo,
con todas las bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y
bendecirá en el cielo y en la tierra a su hijos e hijas, y con las que un padre
y una madre espiritual bendicen y bendecirán a sus hijos e hijas espirituales.
Amén» (FF, 2856).
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