Entrar por la
puerta estrecha
Isaías 66, 18-21;
Hebreos 12,
5-7.11-13;
Lucas 13, 22-30
Existe un interrogante que siempre ha agobiado a los creyentes: ¿son muchos o pocos los que se salvan? En ciertas épocas, este problema se hizo tan agudo que sumergió a algunas personas en una angustia terrible. El Evangelio de este domingo nos informa de que un día se planteó a Jesús este problema: «Mientras caminaba hacia Jerusalén, uno le dijo: "Señor, ¿son pocos los que se salvan?"». La pregunta, como se ve, trata sobre el número, sobre cuántos se salvan: ¿muchos o pocos? Jesús, en su respuesta, traslada el centro de atención de cuántos se salvan a cómo salvarse, esto es, entrando «por la puerta estrecha».
Es la misma actitud que observamos respecto al retorno final de Cristo.
Los discípulos preguntan cuándo sucederá el regreso del Hijo del hombre, y
Jesús responde indicando cómo prepararse para esa venida, qué hacer en la
espera (Mt 24, 3-4). Esta forma de actuar de Jesús no es extraña o descortés.
Sencillamente es la manera de obrar de alguien que quiere educar a sus
discípulos para que pasen del plano de la curiosidad al de la verdadera
sabiduría; de las cuestiones ociosas que apasionan a la gente a los verdaderos
problemas que importan en la vida.
En este punto ya podemos entender lo absurdo de aquellos que, como los
Testigos de Jehová, creen saber hasta el número preciso de los salvados: ciento
cuarenta y cuatro mil. Este número, que recurre en el Apocalipsis, tiene un
valor puramente simbólico (12 al cuadrado, el número de las tribus de Israel,
multiplicado por mil) y se explica inmediatamente con la expresión que le
sigue: «una muchedumbre inmensa que nadie podría contar» (Ap 7, 4.9).
Además, si ese fuera de verdad el número de los salvados, entonces ya podemos cerrar la tienda, nosotros y ellos. En la puerta del paraíso debe estar colgado, desde hace tiempo, como en la entrada de los aparcamientos, el cartel de «Completo».
Además, si ese fuera de verdad el número de los salvados, entonces ya podemos cerrar la tienda, nosotros y ellos. En la puerta del paraíso debe estar colgado, desde hace tiempo, como en la entrada de los aparcamientos, el cartel de «Completo».
Por lo tanto, si a Jesús no le interesa tanto revelarnos el número de
los salvados como el modo de salvarse, veamos qué nos dice al respecto. Dos
cosas sustancialmente: una negativa, una positiva; primero, lo que no es
necesario, después lo que sí lo es para salvarse. No es necesario, o en
cualquier caso no basta, el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una
determinada raza, tradición o institución, aunque fuera el pueblo elegido del
que proviene el Salvador. Lo que sitúa en el camino de la salvación no es un
cierto título de propiedad («Hemos comido y bebido en tu presencia...»), sino
una decisión personal seguida de una coherente conducta de vida. Esto está más
claro aún en el texto de Mateo, que contrapone dos caminos y dos entradas, una
estrecha y otra ancha (Mateo 7, 13-14).
¿Por qué a estos dos caminos se les llama respectivamente el camino
«ancho» y el «estrecho»? ¿Es tal vez el camino del mal siempre fácil y
agradable de recorrer y el camino del bien siempre duro y fatigoso? Aquí hay
que estar atentos para no caer en la frecuente tentación de creer que todo les
va magníficamente bien, aquí abajo, a los malvados, y sin embargo todo les va
siempre mal a los buenos. El camino de los impíos es ancho, sí, pero sólo al
principio; a medida que se adentran en él, se hace estrecho y amargo. Y en todo
caso es estrechísimo al final, porque se llega a un callejón sin salida. El
disfrute que en este camino se experimenta tiene como característica que
disminuye a medida que se prueba, hasta generar náusea y tristeza. Ello se ve
en ciertos tipos de ebriedades, como la droga, el alcohol, el sexo. Se necesita
una dosis o un estímulo cada vez mayor para lograr un placer de la misma
intensidad. Hasta que el organismo ya no responde y llega la ruina,
frecuentemente también física. El camino de los justos en cambio es estrecho al
comienzo, cuando se emprende, pero después se transforma en una vía espaciosa,
porque en ella se encuentra esperanza, alegría y paz en el corazón.
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