Inmaculado Corazón de la Virgen María
La liturgia propone
esta memoria al día siguiente de la gran fiesta del Corazón de Jesús. Así, tras
la solemnidad en que se celebra el corazón abierto del Salvador, hacemos un
recuerdo más discreto del corazón de la madre, la toda-santa, la obra primorosa
del Espíritu.
El corazón de María
El símbolo «corazón
de María» nos evoca el mundo de sentimientos de la Madre del Señor: ella conoce
la alegría desbordante (cf. Lc 1, 28.47), pero también la turbación (cf. Lc 1,
29), el desgarro (cf. Lc 2, 35), las zozobras y angustias (cf. Lc 22, 48).
María es asimismo la creyente que «guarda y medita en su corazón» los momentos
de la manifestación de Jesús, ya en el nacimiento (Lc 2, 19), o más tarde en la
primera Pascua del niño (2, 51); el corazón de María aparece entonces como «la
cuna de toda la meditación cristiana sobre los misterios de Cristo» O. Mª
Alonso). María es, además, modelo del verdadero discípulo, que escucha la
Palabra, la conserva en el corazón y da fruto con perseverancia (Cf. Lc 8,
11-15.19-21 y 11, 27-28). María es, en fin, la mujer nueva que vive sin
reservas ni cálculos el don y los afanes del amor: «el corazón de María es su
amor»; «su corazón es el centro de su amor a Dios y a los hombres» (Antonio Mª
Claret).
Vamos a desarrollar
este último punto, comenzando por el amor a Dios. Si a María le hubieran
abierto alguna vez las venas, quizá le habría sucedido, y con más razón, lo que
se cuenta de un místico: le abrieron las venas, y la sangre, al caer, en vez de
formar un charco, trazaba unas letras, que iban componiendo un nombre, el
nombre de Dios. Hasta ese punto lo llevaba metido en su propia sangre. Tan
«perdidamente» enamorado de él estaba.
María, bajo el
título de su Corazón, nos muestra que la vida cristiana no estriba ante todo en
someterse a una ley, asentir a un sistema doctrinal, cumplir un ritual en que
se honra a Dios con los labios. Ser cristianos es vivir una relación de
acogida, confianza y entrega al Dios vivo; es una adhesión personal a Cristo,
Desde ahí se vivirá la obediencia a la voluntad de Dios, se acogerá la
enseñanza del Evangelio, se adorará a Dios en espíritu y verdad.
Sobre el amor de
María a los hombres nos habla el Papa Juan Pablo II. Jesús —decía el Papa en la
encíclica Dives in misericordia, n. 9— manifestó su amor «misericordioso» ante
todo en el contacto con el mal moral y físico. En ese amor «participaba de
manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y
del Resucitado... En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la
historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente
fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto
singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su
especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el
amor misericordioso de parte de una madre».
Pero el papa invita
en otro lugar a destacar sobre todo el amor preferencial por los pobres: «La
Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en
las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que
no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de
todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los
humildes, que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las
palabras y obras de Jesús» (Redempioris Mater, n. 37).
El corazón de María
se muestra así como un corazón dilatado y poblado de nombres, en especial de
los nombres de los últimos. Por eso la presentarán algunos como la mujer toda
corazón.
Historia de la piedad y la liturgia
Lo Santos Padres
habían reflexionado ya sobre el corazón de la Madre del Salvador, pero será más
tarde cuando aparezca la devoción cordimariana. Los primeros testimonios
proceden del siglo VIII. […]
San Juan Eudes
(1601-1680) será el gran promotor de la devoción a los sagrados corazones de
Jesús y de María. Sobre el objeto de la devoción a este último escribía:
«Deseamos honrar en la Virgen madre de Jesús no solamente un misterio o una
acción, como el nacimiento, la presentación, la visitación, la purificación; no
sólo algunas de sus prerrogativas, como el ser madre de Dios, hija del Padre,
esposa del Espíritu Santo, templo de la Santísima Trinidad, reina del cielo y
de la tierra; ni tampoco sólo su dignísima persona, sino que deseamos honrar en
ella ante todo y principalmente la fuente y el origen de la santidad y de la
dignidad de todos sus misterios, de todas sus acciones, de todas sus cualidades
y de su misma persona, es decir, su amor y su caridad, ya que según todos los
santos doctores el amor y la caridad son la medida del mérito y el principio de
toda santidad».
Hacia 1643 empezó a
celebrar la fiesta del Corazón de María, que años después aprobaron numerosos
obispos, a pesar de la oposición de los jansenistas, y en 1668 confirmó el
cardenal legado para Francia. En Roma se denegó la solicitud de que se
estableciera la fiesta, por presentar ciertas dificultades doctrinales. En 1805
se concedió la celebración a todos los que lo solicitasen expresamente de Roma.
En 1855 la Congregación de Ritos aprobó nuevos textos, pero con la misma
restricción.
El 31 de octubre de
1942, en el 25 aniversario de las apariciones de Fátima, Pío XII consagró la
Iglesia y el género humano al inmaculado corazón de María. […] El 4 de mayo de
1944, el papa extendió a toda la Iglesia latina la fiesta litúrgica del
Inmaculado Corazón de María, fijando la fecha para el 22 de agosto, octava de
la Asunción.
Ya antes del
Concilio Vaticano II se registraron notables cambios en la imagen de María: se
reduce cierta retórica de las grandezas y los privilegios y se contempla la
María de Nazaret inserta en la larga historia del Pueblo de Dios. Se destaca
más su condición de sierva que su regio esplendor de soberana, más su
ejemplaridad que su poder. Se atisba que también ella vivió la fe pasando por
el desconcierto, la oscuridad, incluso la noche (cf. Lc 2, 50); que su amor a
Dios conoció la sequedad, la prueba, quizá parecido abandono al de su Hijo; que
hubo de mantener su esperanza a pesar de aparentes mentís de la experiencia.
María vivió de este modo, desde dentro, desde el corazón, la peregrinación de
la fe, los caminos arduos del amor, los combates de la esperanza.
Por su lado, las
prácticas señaladas conocerán una fuerte crisis. Acaso se explique por
distintos factores: la renovación litúrgica y la celebración eucarística
vespertina propiciaban el eclipse o la desaparición de las devociones. El
lenguaje sobrecargado de epítetos, teológicamente flojo, quizá incluso dulzón
en exceso, no prendía ya en las nuevas generaciones. Una tendencia iconoclasta
rechazaba todo lo «preconciliar» y sus acentos «triunfalistas». Una nueva
estima por la palabra de Dios desplazaba el anterior interés por los mensajes
de las apariciones. La secularización de la sociedad, la búsqueda de una nueva
forma de presencia cristiana en el mundo y quizá también cierto complejo
vergonzante llevó a la supresión de manifestaciones religiosas masivas en la
calle. Una nueva conciencia eclesial tendrá como repercusión el abandono de
devociones características de los institutos religiosos, vistas como formas de
capillismo.
Sin embargo, nuevas
experiencias y reflexiones parecen estar contribuyendo a un renacer. Señalamos,
entre otras, la recuperación de la riqueza teológica bíblica apuntada más
arriba y la renovada consideración del misterio de María: el gozoso mensaje que
su corazón nos transmite sobre las profundidades a que llega la obra del Espíritu,
la rica interioridad de ese corazón sabio que guarda y medita la historia de
Jesús y compara esta obra nueva de Dios con su acción en el pasado de Israel,
la fuerza profética de su canto (el Magnificat), la llamada con que ese corazón
de madre invita al cultivo de un elemento materno en los evangelizadores.
Pablo Largo Domínguez,
c.m.f.
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