SAN JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 17 de septiembre de 1989
Domingo 17 de septiembre de 1989
31 - Corazón de Jesús salvación de los que en Tí
1. A esta hora del
Ángelus detengámonos durante algunos instantes para reflexionar sobre esa
invocación de las letanías del Sagrado Corazón que dice: "Corazón de
Jesús, salvación de los que en ti esperan, ten piedad de nosotros".
En la Sagrada
Escritura aparece constantemente la afirmación según la cual el Señor
es "un Dios que salva" (cf. Ex 15, 2; Sal 51,
16; 79, 9; Is 46, 13) y la salvación es un don gratuito de
su amor y de su misericordia. El Apóstol Pablo, en un texto de alto valor
doctrinal, afirma incisivamente: Dios "quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1 Tm 2, 4;
cf. 4, 10).
Esta voluntad
salvífica, que se ha manifestado en tantas intervenciones admirables de Dios en
la historia, ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret, Verbo
Encarnado, Hijo de Dios e Hijo de María, pues en Él se ha cumplido con plenitud
la palabra dirigida por el Señor a su "Siervo": "Te voy a poner
por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la
tierra" (Is 49, 6; cf. Lc 2, 32).
2. Jesús es la
epifanía del amor salvífico del Padre (cf. Tt 2, 11; 3, 4).
Cuando Simeón tomó en sus brazos al niño Jesús, exclamó: "han visto mis
ojos tu salvación" (Lc 2, 30).
En efecto, en Jesús
todo está en función de su misión de Salvador: el nombre que lleva
("Jesús" significa "Dios salva"), las palabras que
pronuncia, las acciones que realiza y los sacramentos que
instituye.
Jesús es plenamente
consciente de la misión que el Padre le ha confiado: "el Hijo del hombre
ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10). De su
corazón, es decir, del núcleo más íntimo de su ser, brota ese celo por la
salvación del hombre que lo impulsa a subir, como manso cordero, al monte del
Calvario, a extender sus brazos en la cruz y a "dar su vida como rescate
por muchos" (Mc 10, 45).
3. En el Corazón de
Cristo podemos, por tanto, colocar nuestra esperanza. Ese Corazón
―dice la invocación― es salvación "para los que esperan en Él". El
Señor mismo que, la víspera de su pasión, pidió a los Apóstoles que tuvieran
confianza en Él ―"No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed
también en mí" (Jn 14, 1)― hoy nos pide a nosotros que confiemos
plenamente en Él: nos lo pide porque nos ama; porque, para nuestra
salvación, tiene su Corazón traspasado y sus pies y manos perforados. Quien
confía en Cristo y cree en el poder de su amor renueva en sí la experiencia de
María Magdalena, como nos la presenta la liturgia pascual: "Cristo, esperanza
mía, ha resucitado" (Domingo de Pascua, Secuencia).
¡Refugiémonos, por
consiguiente, en el Corazón de Cristo! Él nos ofrece una palabra que no pasa
(cf. Mt 24, 25), un amor que no desfallece, una amistad que no se
resquebraja, una presencia que no cesa (cf. Mt 28, 20).
Que la Bienaventurada
Virgen, "que acogió en su corazón inmaculado al Verbo de Dios y mereció
concebirlo en su seno virginal" (cf. Prefacio de la Misa votiva:
de la Bienaventurada Virgen María Madre de la Iglesia) nos enseñe a poner en el
corazón de su Hijo nuestra total esperanza, con la certeza de que ésta no
quedará defraudada.
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