Y viéndola Jesús, le dijo: Hija, ten confianza.
(Mt 9,22)
El Corazón de jesús en el Sagrario me mira.
Me mira siempre.
Me mira en todas partes...
Me mira como si no tuviera que mirar a nadie más que a mí.
¿Por qué?
Porque me quiere, y los que se quieren ansían mirarse.
A la madre que se lleva las horas muertas sin hablar y casi sin respirar, junto a su hijito que duerme, preguntadle qué hace y os responderá: miro a mi hijo...
¿Por qué? Porque lo quiere con todo su corazón y su cariño le impide hartarse de mirarlo.
Y su pena, ¿sabéis cuál es?: no poder seguir al niño de su corazón con su mirada, siempre, ahora de niño y después de hombre. Si ella pudiera no perderlo de vista, ¡cómo gozaría, cómo defendería, cómo acompañaría a su hijo...!
¡Cómo sienten las madres no tener un cariño omnipotente!
Pero el Corazón de Jesús nos quiere, digo más, me quiere a mí y a cada cual con un cariño tan grande como su poder, y su poder ¡no tiene límites! ¡Un cariño omnipotente!
¡Sí, Él me sigue con su mirada, como me seguiría mi madre, si pudiera!
Alma, detente un momento en saborear esta palabra: El Corazón de Jesús está siempre mirándome.
¿Cómo me mira a mí?
Hay miradas de espanto, de persecución, de vigilancia, de amor.
¿Cómo me mira a mí el Corazón de Jesús desde su Eucaristía?
Ante todo te prevengo que su mirada no es la del ojo justiciero que perseguía a Caín, el mal hermano.
No es aquella mirada de espanto, de remordimiento sin esperanza, de justicia siempre amenazante. No, así no me mira ahora a mí.
¿Cómo? Vuelvo a preguntar.
El Evangelio me responde:
Una es la mirada que tiene para los amigos que aun no han caído, otra es para los amigos que están cayendo o acaban de caer, pero quieren levantarse, y la otra para los que cayeron y no se levantarán porque no quieren.
La primera mirada
Con ella regaló al joven aquél que de rodillas le preguntaba: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?
El Evangelista san Marcos (10,21), a más de la respuesta que de palabra le da el Maestro bueno, pone en la cara de éste otra respuesta más expresiva: Jesús, poniendo en él los ojos, le amó.
¡Mirada de complacencia, de descanso, de apacible posesión con que el Corazón de Jesús envuelve y baña a las almas inocentes y sencillas, que como la de aquél, «había guardado los mandamientos desde su juventud»!
La segunda mirada
Tiene por escena un cuadro triste: ¡El patio del sumo Pontífice!
Allá dentro, Jesús está sumergido en un mar de calumnias, ingratitudes, malos tratos...; fuera, Pedro, el amigo íntimo, el hombre de confianza, el confidente del perseguido Jesús, negándolo una, dos, tres veces con juramento y con escándalo...
¿Qué ha pasado? Pedro ha echado a correr aguantando con sus manos cerradas lágrimas que brotan de sus ojos.
Es que el Reo de allá dentro ha saltado por encima de todos sus dolores, ha vuelto la cara atrás y ha mirado al amigo que caía.
¡Mirada de recuerdos de beneficios recibidos, de reproches que duelen y parten el alma de pena, de invitación a llanto perenne, de esperanza, de perdón...!
La tercera mirada
¡Que desoladora! ¡El Maestro, sobre lo alto de un monte, cruzados los brazos, mira a Jerusalén y llora...!
¡Qué triste, que desconsoladoramente triste debe ser la mirada de Jesús sobre un alma que ciertamente se condenará!
Cruza los brazos porque la obstinación y dureza de aquella alma frustra cuanto por ella se haga, y llora porque... eso es lo único que le queda que hacer a su Corazón.
Hermanos, ¿con cuál de estas tres miradas seremos mirados? ¡Qué buen examen de conciencia y qué buena meditación para delante del Sagrario!
Corazón de mi Jesús que vives en ese mi Sagrario, y que no dejas de mirarme, ya que no puedo aspirar a la mirada de complacencia con que regalas a los que nunca cayeron, déjame que te pida la mirada del patio de Caifás.
¡Me parezco tanto al Pedro de aquel patio! ¡Necesito tanto tu mirada para empezar y acabar de convertirme!
Mírame mucho, mucho, no dejes de mirarme como lo miraste a él, hasta que las lágrimas que tu mirada arranquen, abran surcos si no en mis mejillas como en las de tu amigo, al menos en mi corazón destrozado de la pena del pecado.
Mírame así: te lo repito, y que yo me dé cuenta de que me miras siempre. ¡Que yo no quiero verte delante de mí llorando y con los brazos cruzados... que soy yo el que quiere y debe llorar!
¡Tú, no!
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