«¿Sabéis que hay una cosa que nunca he
podido entender? Que, siendo Nuestro Señor infinitamente bueno y amándonos sin
medida, los hombres le amen tan poco». Estas palabras nos revelan el corazón de
un gran apóstol, san Antonio María Claret.
Nacido la víspera de Navidad de 1807 en la ciudad industrial de Sallent,
provincia de Barcelona, en Cataluña (noreste de España), Antonio Claret es
bautizado el mismo día del nacimiento del Salvador. Sus padres, tejedores de
algodón, son profundamente cristianos. Las primeras palabras que enseñan a sus
hijos son los santos nombres de Jesús y de María. El joven Antonio siente una
gran devoción hacia la Santísima Virgen, cuyos santuarios le gusta frecuentar.
El día de su primera Comunión, se considera el muchacho más feliz del mundo.
Desde muy pronto se siente atraído por el sacerdocio, pero su padre lo destina
al oficio de tejedor, y Antonio se apasiona por ese arte que domina muy pronto.
Aunque es un muchacho modelo, no por ello deja de luchar para ser fiel al
Señor. La lujuria y la avaricia se le presentan en forma de seductoras
tentaciones y, para vencerlas, se esfuerza en rezar más, sobre todo a la
Virgen. Más tarde, en su Catecismo de la doctrina cristiana, dará el siguiente
consejo de salvación: «Si te asalta alguna tentación, invoca a María en ese
momento, venera su imagen, y te aseguro que si la invocas constantemente « te
ayudará infaliblemente y no pecarás».
Demasiados obstáculos
Un día, el joven se da cuenta de que,
más allá de su fidelidad a la oración diaria, encuentra en el mundo demasiados
obstáculos para vivir en unión con Dios. Hallándose en la iglesia, se siente
asaltado por tantas distracciones que, a pesar de sus esfuerzos por apartarlas,
tiene «en la cabeza más chismes que santos hay en el Cielo». Cuando su padre le
habla de una oferta que permitiría ampliar la fábrica, choca con las dudas del
hijo. De hecho, hace ya tiempo que éste oye resonar en su corazón la frase del
Evangelio: ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su
vida? (Mt 16, 26). Poco tiempo después, un accidente lo lleva al borde de la
muerte; comprendiendo entonces que Dios le llama, decide abandonarlo todo.
Su primer pensamiento es dejar el mundo para hacerse cartujo, pero, tras
reflexionar, ingresa en el seminario de Vic. Bajo la dirección de un padre
oratoriano, progresa con rapidez en la vida interior, en especial en la
humildad. Cuando le alaban por sus dotes naturales y sobrenaturales, que posee
en abundancia, él responde: «Sí, soy como un asno cargado de joyas y pedrerías,
pero que no deja de ser un asno». Recibe la ordenación sacerdotal el 13 de
junio de 1835, y después es nombrado vicario en su parroquia natal, de la que
será párroco dos años más tarde. Los habitantes de Sallent se sienten
edificados por el joven sacerdote, tan preciso en los oficios y tan atento en
la celebración de la Santa Misa. Enseguida se hace patente su caridad hacia los
pobres y enfermos, pues el padre Claret da sin medida, hasta el punto de no
guardarse nada para él. Su celo por instruir es ardiente, y aprovecha su tiempo
libre para entregarse al estudio.
Alrededor del joven sacerdote, el mundo está perdiendo sus referentes:
muchos de sus contemporáneos tienen una fe insípida; incluso en los medios
católicos, el liberalismo se infiltra en las almas. «El liberalismo en religión
–subrayaba el beato John Newman, contemporáneo de Antonio Claret– es la
doctrina según la cual no existe una verdad absoluta en religión, sino que un
credo vale por otro « No admite que una religión pueda considerarse como verdadera«
Enseña que la religión revelada no es una verdad, sino una cuestión de
sentimiento y de gusto, que no es ni un hecho objetivo ni milagrosa». Sin
embargo, Jesús nos reveló que Él mismo era la Verdad (Jn 14, 6). El padre
Claret lucha contra esa ola de liberalismo filosófico y religioso, y para hacer
arraigar profundamente en los corazones los principios de la fe y de la moral
cristianas, el destino final del hombre y la vanidad del mundo.
En 1839, se dirige a Roma para ingresar en el noviciado de la Compañía
de Jesús. El intento solamente dura unos meses, pero le confiere un nuevo
impulso para trabajar por la salvación de las almas. «Dios me ha concedido una
inmensa gracia –escribirá en su autobiografía– al conducirme a Roma para hacer
que viviera, aunque por poco tiempo, entre esos religiosos tan fervientes.
¡Ojalá Dios hubiera querido que lo aprovechara mejor! Pero, si bien el provecho
ha sido poco para mí, ha sido considerable para el prójimo. Allí he podido
aprender el método correcto de impartir los Ejercicios de san Ignacio y de
predicar, de enseñar el catecismo y de confesar con gran provecho para las
almas. ¡Bendito seáis por todo, Dios mío, y haced que os ame y que os haga amar
y servir por todos! ¡Que todas las criaturas experimenten cuán bueno y
misericordioso sois!». Más tarde, dirá acerca de los Ejercicios: «son uno de
los medios más poderosos de los que me he servido para la reforma del clero».
Tras su regreso a España, en 1840, el padre Antonio Claret es nombrado
párroco de Viladrau, donde da muestras de todo lo que es capaz en su amor por
el prójimo. «Cuando yo estaba instalado en la parroquia de Viladrau –anotará–,
velaba lo mejor posible por las necesidades espirituales de los fieles. Los
domingos y días festivos explicaba el Evangelio en la Misa Mayor, y por la
tarde enseñaba el catecismo a los chicos y a las chicas. Visita a los enfermos
todos los días. Por desgracia, aquella ciudad no disponía de médico. De esa
manera me convertí a la vez en médico de almas y médico de cuerpos, poniendo en
práctica mis conocimientos generales y los que localizaba en obras de medicina «
El Señor secundó tan bien mi celo que ninguno de los enfermos que pasó por mis
manos falleció ».
Buscar las causas verdaderas
«Cuando llegué a Viladrau –revelará
además–, los que se consideraban poseídos (por el demonio) eran muy numerosos,
y sus familias me instaban a exorcizarlos, pues tenía poderes para ello.
Constaté que sólo uno de cada mil estaba realmente poseído; el malestar de los
demás se debía a causas físicas o morales». Para remediarlo, el padre Claret
ofrece algunos consejos adecuados: al comprobar que, con frecuencia, los
supuestos poseídos se dejaban llevar por la ira y el abuso de alcohol, les
recomienda que sean pacientes con su mal, que no se enfaden nunca y que vivan
con sobriedad. Luego, les sugiere que recen tres veces al día siete
Padrenuestros y siete Avemarías en honor a los Siete Dolores de la Santísima
Virgen, que hagan Confesión completa de todos los pecados de su vida y que
reciban enseguida la Sagrada Comunión. La mayoría de las veces, los que siguen
sus consejos acuden pronto a darle las gracias y a afirmar que se hallan
completamente curados.
Una de las ocupaciones preferidas por Antonio Claret es la enseñanza del
catecismo: «Al ser el catecismo la base de la instrucción moral y religiosa de
los niños, siempre he creído que era la forma de apostolado más importante.
Como el alma de los niños es más maleable que la de los adultos, pueden
aprenderlo con facilidad y guardarlo como quien dice impreso en su alma « Lo
que más fuertemente me empujó a instruir a los niños fue el ejemplo de
Jesucristo y de los santos. Dejad que los niños vengan a mí –dijo Nuestro
Señor–, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios
(Mc 10, 14). Es verdad que, a los ojos de Dios, un niño que ha conservado la
inocencia mediante una buena educación es un tesoro más preciado que todas las
riquezas del mundo». Y añade: «El catecismo para las personas adultas es, en mi
opinión, el mejor método para ayudarlos. Mediante el catecismo los sacamos de
su ignorancia, que es mayor de lo que imaginamos. Los predicadores creen, a
veces, que los que acuden a escuchar sus sermones están ya instruidos en la
religión y en sus obligaciones; pero se equivocan por completo « La materia de
mi catecismo se basaba siempre en los Mandamientos de Dios, que comentaba con
mayor o menor desarrollo« Jamás atacaba desde el principio los vicios
predominantes entre mi auditorio, sino que, para hacerlo, esperaba tener al
público atrapado. Y entonces, adivinándolo bien preparado, abordaba los temas
más graves; mis oyentes, al ver que derribaba sus pequeños ídolos, no se
rebelaban y, muchos de ellos, se arrepentían de sus pecados».
Un medio de acción eficaz
Además de las instrucciones catequéticas,
el padre Claret se esfuerza en hacer el bien a todos los que encuentra. «Las
conversaciones familiares son otro medio de acción sobre las almas, ¡y cuán
eficaz! Cuando era estudiante, leí que entre los primeros miembros de la
Compañía de Jesús, había un hermano laico que se encargaba de las compras.
Salía todos los días para cumplir con los deberes de su empleo y, en las
conversaciones con los seculares, era tan edificante y tan amable que convirtió
a más almas que cualquier otro misionero. Ese ejemplo me causó tan buena
impresión que siempre me he esforzado en imitarlo».
Se propone igualmente participar en misiones populares en las que no
duda en predicar sobre las «postrimerías días del hombre»: la muerte, el juicio
final, el Cielo o el infierno. Ya en su infancia le habían marcado esas
verdades fundamentales: «Los primeros pensamientos que ocuparon mi alma
infantil –escribe–, al menos los que guardo en el recuerdo, tienen que ver con
la eternidad. Tenía cinco años; estaba en la cama pero no podía dormirme y
pensaba en estas palabras: ¡siempre, siempre, eternidad! Me imaginaba una
distancia enorme, a la cual añadía otra y otra, y aún otra, y nunca llegaba al
final. Entonces mi corazoncito se estremecía y yo me decía a mí mismo: ¿Los que
vayan al infierno no terminarán nunca de sufrir? No, nunca. ¿Sufrirán siempre?
Siempre. Me invadía una gran compasión por quienes caen en las llamas, y el
corazón se me partía de dolor, pues, por naturaleza, soy muy compasivo. Desde
aquel momento, aquel pensamiento se me quedó grabado profundamente, y puedo
decir que continúa estando presente en mí. Es el que me ha movido a trabajar
por la conversión de los pecadores. A menudo me digo a mí mismo: es de fe que
hay un Cielo para los buenos y un infierno para los malos; es de fe que las
penas del infierno son eternas; es de fe que basta con un solo pecado mortal
para que un alma se condene, a causa de la infinita malicia del pecado mortal,
que es una ofensa a Dios infinito. A partir de estos principios absolutamente ciertos,
cuando veo la facilidad con que se comete el pecado, cuando veo la multitud de
personas que están continuamente en pecado mortal y que caminan, de ese modo,
hacia la muerte y hacia el infierno, ¿cómo podría quedarme con los brazos
cruzados? Es necesario que corra, que grite. Me digo a mí mismo: si viera caer
a alguien en un pozo, en una hoguera, seguro que me pondría a correr y a gritar
para impedir que cayera; ¿por qué no iba a hacer lo mismo para impedir que las
personas caigan en la hoguera del infierno?».
Como un buen hijo
En sus exhortaciones, don Antonio
recuerda la necesidad de obedecer a los Mandamientos de Dios para alcanzar la
felicidad eterna del Cielo: «Es cierto que Dios es tu Padre; Él te ha creado y
ha puesto en ti su imagen y semejanza, y quiere hacerte heredero del patrimonio
del Cielo; te ha creado para ese fin. Pero también quiere que te comportes como
un buen hijo; y si no lo haces, es decir, si violas sus Mandamientos y mueres
sin arrepentimiento, no podrás alcanzar el fin para el cual has sido creado«
Dios es tu Padre y te ama en extremo. Ese amor que te manifiesta le movió a
enviar a su Hijo para que fuera tu Maestro y Médico, quien, para curar tu
enfermedad mortal, entregó como remedio la sangre de sus venas, empleando la
dosis de ese divino medicamento en los Santos Sacramentos». Y para ayudar a los
hombres a practicar los Mandamientos, que pueden parecerles una carga demasiado
pesada, escribe además: «Querido cristiano: debes saber que lo que me anima a
escribir lo que voy a decirte es el amor que tengo por ti « Pongo a Dios por
testigo de que lo que digo es la verdad, y que solamente deseo tu felicidad.
¿Quieres ser feliz en este mundo y en el otro? Hay un secreto para ello: no
peques y lo conseguirás. ¿Quieres no pecar? Para eso hay un remedio infalible:
recuerda la muerte; piensa que debes morir, y así no pecarás « Así pues, presta
atención a los consejos que me dicta el deseo que tengo por tu bien. Pon orden
ahora en tus asuntos y adopta el estado en el que querrías encontrarte en la
hora de la muerte. Realiza una confesión sincera y llena de dolor por tus
pecados; huye del mal; haz reserva de buenas obras, ya que son las únicas que
podrás llevarte contigo de este mundo».
Antonio Claret edita más de 150 obras y folletos, y manda imprimir
cantidad de imágenes piadosas. Esta modesta medida provoca más de una
conversión. Funda igualmente numerosas cofradías. Sin embargo, la gran obra de
su vida es la fundación de la Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón
Inmaculado de María, establecida el 16 de julio de 1849. Se trata de un grupo
de sacerdotes que se dedican a la predicación y a la catequesis, a la vez que
llevan una ferviente vida religiosa. Él mismo escribe cómo debe ser un miembro
de esa congregación: «Un Hijo del Corazón Inmaculado de María es un hombre que
se consume de amor y que abraza todo en su camino. Es un hombre que se desgasta
sin cesar con objeto de encender en el mundo el fuego del amor divino « Que no
piensa más que en una cosa: trabajar, sufrir y buscar siempre la mayor gloria
de Dios y la salvación de las almas, a fin de imitar a Nuestro Señor Jesucristo
».
Esa imitación del Señor pasa por la práctica de la virtud de humildad.
El padre Claret escribe: «He intentado imitar a Jesús, quien nos dijo: Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras
almas (Mt 11, 29). Además, lo contemplaba siempre en el pesebre, en su taller,
en el Calvario. Meditaba sobre sus palabras, sus sermones, sus actos, su manera
de comer, de vestir, de ir de una ciudad a otra. Me animaba siempre a seguir
ese ejemplo y me decía a mí mismo: en la circunstancia en que me encuentro,
¿cómo actuaría Jesús? Luego, me esforzaba en imitarlo y me sentía feliz de
pensar en el placer que le procuraba imitándolo».
Una carga temible
Tantos trabajos y virtudes hacen que
Antonio Claret destaque. En agosto de 1849 es nombrado arzobispo de Santiago de
Cuba, en las Antillas españolas. Por humildad, lo rechaza enérgicamente, pero
debe ceder a instancias del Nuncio apostólico. Recibe la consagración episcopal
el 6 de octubre de 1850, a la edad de 42 años, y a partir de entonces añade a
su nombre de pila el de María. El nuevo arzobispo llega a una diócesis extensa
en superficie, pero pobre material y espiritualmente. Su primer desvelo es
crear un seminario que formará a numerosos y santos sacerdotes, pero debe velar
igualmente por la reforma del clero ya existente. Por ello insta a todos los
sacerdotes a pasar un mes al año en el seminario para perfeccionar sus
estudios.
El contexto político de Cuba es difícil. Los esclavistas locales
reprochan al nuevo arzobispo su mansedumbre y lo tratan de revolucionario,
mientras que los separatistas le reprochan que sea español. A pesar de ese
contexto, el santo permanece en paz: «¡Me quedaré en la cruz hasta que el Señor
me quite los clavos!». A quienes desean verlo replicar a sus enemigos, él
responde: «Dejadlos; yo sé lo que me conviene. Las persecuciones me mantienen
en la humildad y en la resignación. Sufro sin duda de la ofensa que hacen a
Nuestro Señor, pero me ayudan a alcanzar mi objetivo, y me ofrecen la ocasión
de sufrir por el amor de Dios».
Un gran desorden moral reina entonces en Cuba, donde muchas personas
cohabitan sin estar casadas. Monseñor Claret visita la diócesis, predica
misiones y regulariza las situaciones matrimoniales.
Ese desvelo pastoral del santo prelado a favor del matrimonio cristiano
es del todo comprensible, ya que la relación íntima de unión corporal entre un
hombre y una mujer es un acto que tiene una profunda significación. Indica la
entrega total, exclusiva y definitiva de sí mismo al otro. Por eso solamente es
legítima cuando las personas se han entregado una a la otra mediante el
matrimonio. «¿Qué puede significar una unión en la que las personas no se
comprometen entre sí y testimonian con ello una falta de confianza en el otro,
en sí mismo, o en el porvenir?», pregunta el Catecismo de la Iglesia Católica,
que prosigue afirmando que el concubinato y «la unión libre» son situaciones
que «ofenden la dignidad del matrimonio, destruyen la idea misma de la familia;
debilitan el sentido de la fidelidad. Son contrarias a la ley moral: el acto
sexual debe tener lugar exclusivamente en el matrimonio; fuera de éste
constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión sacramental» (CEC,
2390).
Permanecer en su puesto
Durante el mes de agosto de 1852,
Monseñor Claret predice un terremoto que sacude efectivamente Santiago: ni un
solo edificio escapa de él, pero, gracias a las oraciones del santo, no se
contabilizan víctimas mortales. El 1 de febrero de 1856, escapa por poco a una
agresión contra él perpetrada por un hombre armado con una navaja de afeitar
que le produce una profunda cicatriz en el rostro, desde la frente hasta el
mentón. Tras reponerse de ese atentado, el arzobispo emprende un viaje a Roma,
donde el Papa Pío IX le pide que permanezca en su puesto. Con espíritu de fe y
obediencia, regresa pues a Santiago. Pero un año más tarde, es llamado a España
por la reina Isabel II para que sea su confesor. No obstante, hasta 1860
continuará administrando la diócesis de Santiago. A su llegada a España, la
reina le explica las razones de su elección: quiere a toda costa cumplir la
voluntad de Dios y asegurar la salvación de su alma. Antes de aceptar ese
ministerio, Monseñor Claret pone como condición que no vivirá en el palacio
real, y que será libre para dedicarse a la predicación y a visitar hospitales.
Durante los doce años en que el santo ejerce el cargo de capellán, la pareja
real lleva una vida muy cristiana –frecuentación de los sacramentos, rezo
diario del rosario, práctica de la lectura espiritual– y se mantiene en perfecta
armonía. Las cenas suntuosas, los bailes, el teatro son menos frecuentes. Los
vestidos provocadores desaparecen, ya que Monseñor Claret había amenazado
varias veces a la reina con que se retiraría si no se ponía fin a ese
escándalo.
Isabel II es especialmente dócil a su director. Monseñor Claret dio el
siguiente testimonio: «A nadie digo las verdades de manera tan clara como a la
reina. Cuando se trata de otras personas, estudio la manera de presentarles las
verdades menos duramente, pero a esta señora se las puedo decir completas y sin
fingimiento, como me vienen al pensamiento». Los viajes de la reina son
aprovechados por Monseñor Claret para predicar sermones, misiones y retiros
espirituales a través de toda España.
En noviembre de 1868, Isabel II es destronada por una revolución, por lo
que debe exiliarse en Francia, donde la sigue su confesor, que abandona
definitivamente España. A pesar de una salud cada vez más precaria, Monseñor
Claret vela activamente por la colonia española de París. El 30 de marzo de
1869, se dirige a Roma para participar en el primer concilio del Vaticano. De
regreso a Francia en julio de 1870, a la vez que el embajador de España pide su
detención, Monseñor Claret, prevenido a tiempo por el obispo de Perpiñán, se
refugia en la abadía cisterciense de Fontfroide, en Languedoc. En ese ambiente
de paz monástica, entrega su alma a Dios el 24 de octubre de 1870. Fue
canonizado el 7 de mayo de 1950 por el Papa Pío XII. En la actualidad, los
Hijos del Corazón Inmaculado de María o Misioneros Claretianos son
aproximadamente 3.000 en todo el mundo.
Que san Antonio María Claret nos conceda el don de un celo renovado por
la gloria de Dios y la salvación del prójimo, con la fuerza de ánimo necesaria
para predicar con nuestra vida y nuestras palabras la verdad de Cristo, el
único que conduce a la felicidad eterna.
Dom Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en:
www.clairval.com
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