La abeja pesimista
Si yo estuviese toda
la vida convaleciente de una tifoidea, acabaría probablemente por convertirme
en un gran filosofo.
Al calorcito de las
mantas y de la salud que vuelve, lejos del colegio y del trantrán de la
existencia, con el apetito de comer, beber y de vivir de un resucitado,
pudiendo empalmar apaciblemente la larga meditación de ayer con la no
interrumpida meditación de hoy, con la joven fantasía todavía no atiborrada de
libros eruditos y pensamientos ajenos, en un polvoroso y somnoliento pueblo
santafecino, yo hubiera acabado, si me hubiesen dejado, por descubrir que yo
pensaba, y por lo tanto existía.
¡Ay de mí! Me sané,
fui al colegio, hice el bachillerato como cualquier nacido, aprendí tanto, o
por los menos tantas cosas, leí a Kant, y ahora no estoy muy seguro de que
pienso, y ni siquiera de que existo, aunque eso ya me parece bastante probable.
Me quedaba largas horas solo, porque mi madre trabajaba y mis hermanos iban a
la escuela; pero no me aburría. Miraba mi cuarto, la cama, la mesa, la cómoda,
la ventana de enfrente y por ella los árboles y las flores, las nubes y el
cielo. Miré tanto el mismo cuadro trivial y maravilloso que se impresionó en mi
retina y adquirió cierta fijeza y cohesión íntima de sistema cósmico; de modo
que una leve mutación en él me hacía reflexionar hondamente, como una curación
de lupusa un médico de Lourdes. Si caía una hoja yo pensaba media hora y si un
jilguero cantaba, empezaba a responder en mis adentros escondidas melodías. Un
día entró por una banderola abierta una abeja zumbando y se posó en una taza de
té de mosqueta con miel. Bebió, se alzó pesadamente, dio una vuelta por la
pieza – yo metí la cabeza bajo las sábanas– y se lanzó como un chispazo de oro
a través de la rubia madeja de sol que se devanaba en abanico sobre el piso, a
dar como un proyectil en el vidrio de la ventana. Cayó atontada, se alzo de
nuevo, flechó de nuevo, choco, volvió a arremeter, choco, volvió, chocó de
nuevo, una, dos, tres, diez, veinte veces y entonces se paró en el travesaño y
se puso a pensar. Se puso a filosofar.
Yo estaba casi tan
afligido y jadeante como ella, porque la había seguido simpáticamente en su
tremenda aventura, primero curioso, después compasivo, por último ansioso,
gritándole muy interesado: "Por arriba, tonta".
Yo no podía
levantarme y abrirle. ¡Pobre abeja! Es que también era enorme, terrible y
espantoso. Póngase usted en el caso de la abeja. ¿No tengo yo un instinto de
volar hacia la luz? ¿Puedo desobedecerlo? No puedo. ¿No está ahí la luz? Ahí
está evidentemente. Y sin embargo, cada vez que voy hacia ella, me da un golpe
en la cabeza. ¿Cómo puede entenderse esto? ¡Oh Schopenhauer!
Hay que volar
arriba, abeja, arriba, por donde entraste.
La abeja comenzó de
nuevo la desgarradora y atontadora experiencia. Suspendióse un momento, hizo
otra amplia circunferencia por el cuarto, enfrentó la luz de la ventana y el
jardín y las flores y la natal colmena y sin vacilar, irresistiblemente, se
avalanzó en perpendicular mortífera. ¡Las cabezadas que dio contra el muro
transparente, con un zumbido sordo y triste que llegaba hasta mí como una queja
conmovedora! ¡ Oh jardín de allá afuera, oh luz, oh felicidad! Yo no puedo
dejar de desearte, diría la pobre, y no puedo desearte. Si te busco, me hiero,
y si no te busco, me muero. No puedo no quererte, no puedo no buscarte, y si te
quiero padezco y si te busco me despedazo. Entonces esta luz que me trae y me
mata es el Mal, o bien este instinto que me empuja a buscarla es maligno,
malvado, mal intencionado. Por lo tanto el Mundo como Voluntad y como
Representación...
Abeja pesimista, un
momento. ¿No será que estás buscando mal? ¿Por qué nos buscas allá arriba?
¡Oh!, abeja
desdichada, todo eso que estás diciendo es horrible, pero es lógico, espantosamente
lógico, si uno empieza por negar la banderola, la banderola de arriba por donde
entra el aire del cielo. Si la niegas o la olvidas, todas esas flores son
mentira, y esa luz exterior que las envuelve es una diabólica trampa para
hacernos romper la cabeza y el instinto que nos arrastra a ella hay que
matarlo, hay que ahogarlo, hay que aniquilarlo porque es la fuente de todos
nuestros cabezazos, de todas nuestras tristezas y todas nuestras tragedias.
Abejita, me estás enseñando la filosofía del ateísmo. La metafísica del
ateísmo, si es lógico, es el amor a la nada y la voluptuosidad del
aniquilamiento.
¡Oh, qué grandes
Padres de la Iglesia, a su pesar, han sido Leopardi, Baudelaire, Schopenhauer y
esa abejita! Baudelaire nos escribió con sangre podrida de sus entrañas la
demostración geométrica de que el pecado es triste. Schopenhauer nos demostró
con bilis que el ateísmo es desesperación. Esa abejita me está ilustrando "1a
inmensa vaciedad de la vida" de Anatole France, "el absurdo
monstruoso de la existencia" de Heine, "la Madrastra Naturaleza"
de Musset, y que "no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo" de
Rubén Darío.
Entra mi dulce madre
con la taza de caldo y una pechuga frita en manteca.
– ¿Qué estás
leyendo?
– Nada. Estaba
mirando esa abeja. – ¿Qué libro es ése?
– Es un libro
triste. Dice que la vida es para gozar, por la sencilla razón de que Dios no
existe.
– Entonces es un
libro malo...
– No, mamá, es un
libro falso. Es como sin un libro dijese que los tres ángulos de un triángulo
no son iguales a dos rectos.
– Hay que tirarlo
por la ventana.
– Tómalo. Y cuando
lo tires, por favor, saca esa abejita que se está desesperando contra el
vidrio.
Y la pobre abejita
medio muerta sintió desaparecer de golpe el calabozo invisible y voló al jardín
ameno, como Amado Nervo cuando el Amigo misericordioso le abrió la banderola de
la fe verdadera, después que se hubo toda la vida roto la cabeza contra los
vidrios empañados de las falsas filosofías.
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