Homilía del Cardenal Marcelo González Martín
Primado de España, Arzobispo de Toledo
El 23 de noviembre de 1975
En el funeral de Francisco Franco
Hoy celebramos la
Iglesia la solemnidad de Jesucristo, Rey de Universo, Rey de la vida, de la
muerte. De la vida porque de Él, como de Dios la hemos recibido. De la muerte,
porque, con su resurrección la ha vencido en su cuerpo glorioso y ha asegurado
la misma victoria a los que creen en El. “Yo soy la resurrección y la vida.
Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en
mí no morirá para siempre.” (Jn.11,25).
Dejad que estas palabras crucen los cielos de la
Plaza de Oriente y lleguen al corazón entristecido de los españoles.
Transmitídselas vosotros mismos, los que, con el más vivo dolor, podéis
repetirlas porque creéis en Jesucristo y, por lo mismo, podéis demostrar que
vuestra esperanza es, al menos, tan grande como vuestro dolor.
Vosotros, excelentísima Señora y familiares de
Francisco Franco, Reyes de España, Gobierno e instituciones de la nación. Su
eco os será devuelto inmediatamente por un pueblo inmenso, cuyo rumor se
extiende sobre todas las tierras de España.
Entrega a España.
Estamos celebrando el Santo
Sacrificio de la Misa y elevamos a Dios por el alma del que hasta ahora ha sido
nuestro Jefe de Estado. He ahí sus restos, ya sin otra grandeza que la del
recuerdo que aún puede ofrecernos de la persona a quien pertenecieron mientras
vivió en este mundo. Frente a ellos, nuestra fe nos habla no del destino
inmediato que les espera al ser depositados en un sepulcro, sino de la
eternidad del misterio de Dios Salvador, en que su alma será acogida, como lo será
también ese mismo cuerpo en el día de la resurrección final. ¡Oh cristianos,
niños y adultos, mujeres y hombres creyentes, hermanos míos en la fe de
Jesucristo!, que vuestro espíritu responda en este momento a las convicciones
que nacen de nuestra conciencia religiosa. Ante este cadáver han desfilado
tantos, que, necesariamente, han tenido que ser pocos en comparación con los
muchos más que hubieran querido poder hacerlo para dar testimonio de su amor al
padre de la Patria, que con tan perseverante desvelo se entregó a su servicio.
Presentaremos a la adoración de todos la hostia
santa y pura de la Eucaristía, nos sentiremos incorporados a la oblación del
Señor con la nuestra, podremos ceder, en beneficio de aquel a quien amábamos,
los méritos que por nuestra participación pudiera correspondernos, y juntos
rezaremos y cantaremos el padrenuestro de la reconciliación y la obediencia
amorosa a la voluntad de Dios, que está en los cielos.
La Espada de Franco.
Ese hombre llevó una espada que le fue ofrecida
por la Legión Extranjera en el año 1.926 y un día entregó al Cardenal Goma, en
el templo de Santa Bárbara, de Madrid, para que la depositara en la Catedral de
Toledo, donde ahora se guarda. Desde hoy sólo tendrá sobre su tumba la compañía
de la cruz. En esos dos símbolos se encierra medio siglo de la historia de
nuestra Patria, que ni es tan extraña como algunos quieren decirnos ni tan
simple como quieren señalar otros ¡Ojalá esa espada –él mismo lo dijo- no
hubiera sido nunca necesaria! ¡Ojalá esa cruz hubiera sido siempre dulce cobijo
y estímulo apremiante para la justicia y el amor entre los españoles!
En este momento en que hablan las lágrimas y
brotan incontenibles las esperanzas y los anhelos de toda España el
patriotismo, como virtud religiosa, no como exaltación apasionada, pide de
nosotros que levantemos nuestra mirada precisamente hacia la Cruz bendita para
renovar ante ella propósitos individuales y colectivos que nos ayuden a vivir
en la verdad, la justicia, el amor y la paz, exigencias del reino de Cristo en
el mundo.
Brille la luz del agradecimiento por el inmenso
legado de realidades positivas que nos deja ese hombre excepcional, esa
gratitud que está expresando el pueblo y que le debemos todos: la sociedad
civil y la Iglesia, la juventud y los adultos, la justicia social y la cultura
extendida a todos los sectores. Recordar y agradecer no será nunca inmovilismo
rechazable, sino fidelidad estimulante, sencillamente porque las patrias no se
hacen en un día, y todo cuanto mañana pueda ser perfeccionado encontrará las
raíces de su desarrollo en lo que se ha estado haciendo ayer y hoy en medio de
tantas dificultadas.
Algo más que la esperanza.
Con la gratitud por lo que hizo, y siguiendo el
ejemplo que nos dio, es necesaria, mirando al futuro, no sólo la esperanza,
irrenunciable en cualquier hipótesis mientras que el hombre es hombre, sino
algo más, la ilusión creadora de paz y de progreso, que es una actitud menos
conformista y más difícil. Porque obliga a conciliar a todos los esfuerzos de
la imaginación bien orientada con la bondad de corazón y la buena voluntad.
Ardua tarea a la que hemos de entregarnos a través de las pequeñas cosas de
cada día y con las decisiones importantes de la vida pública. Para que la
libertad sea eficiente y ordenada, el pluralismo nos enriquezca en lugar de
disgregarnos, la comprensión facilite el análisis necesario de las situaciones
y toda la nación, jamás esclava de las ideologías que por su naturaleza tienden
a destruirla, avance hacia una integración más serena de sus hijos, unidos en
un abrazo como el que él ha querido darnos a todos a la hora de morir,
invocando en la conciencia los nombres de Dios y de España.
Mas ¡qué fácil es proclamar principios y
manifestar deseos cuando no se tienen las responsabilidades, que atan o abren
las manos! Por eso, en este momento, todavía lleno de aflicción, pero ya
abierto hacia los nuevos rumbos que se dibujan en el horizonte, incapaz yo de
dar consejos y temeroso de que también los hombres de la Iglesia podemos
excedernos con nuestra mejor voluntad, me detengo con respeto ante vosotros,
hijos de España, y apelo a vuestra conciencia de ciudadanos rectos, o a vuestra
fe religiosa en los que la profesan, para que no os canséis nunca de ser
sembradores de paz y de concordia al servicio de un orden justo, dentro del
cual, y sin tratar de imponer a nadie convicciones que pueda no compartir,
habéis de permitir a quien habla como obispo de la Iglesia, que afirme su fe en
que siempre hay una voz que puede ser escuchada; la voz de Dios, que en la vida
y en la muerte nos llama sin cesar al perdón, al amor, a la justicia, y a las
realizaciones prácticas con que esas actitudes tienen que manifestarse en la
vida social de los pueblos. Estoy hablando de Dios porque creo muy poco en la
eficacia duradera de los simples humanismos sociales. Jamás han existido
tantos, y jamás han aparecido tantas incertidumbres en las conciencias de los
hombres que se llaman libres.
Ese pueblo que sufre es también un pueblo que
espera y sabe amar. Todos, desde el más alto al más bajo, en esta hora solemne
en que se escriben capítulos tan importantes de nuestra historia, tenemos
gravísimos deberes que cumplir; a todos se nos dice que si el grano de trigo no
muere y se hunde en la tierra, que da infecundo. La civilización cristiana, a
la que quiso servir Francisco Franco, y sin la cual la libertad es una quimera,
nos habla de la necesidad de Dios en nuestras vidas. Sin Él y sus leyes
divinas, el hombre muere, ahogado por un materialismo que envilece.
Que el combate por la justicia y la paz no cese.
Para vos, Majestad, que al día siguiente de ser
proclamado Rey os toca presidir las exequias del hombre singular que os llamó a
su lado cuando erais niño, pido al Señor que os dé sabiduría para ser Rey de
todos los españoles, como tan noblemente habéis afirmado, y que el combate por
la justicia y la paz dentro del sentido cristiano de la vida no cese nunca. Y
pido para el que os llamó que el mismo Dios le acoja benigno en su misericordia
infinita, tal como humildemente se lo suplicó cuando le llegaba la muerte.
¡Dona eis, Domine, et lux perpetua luceal eis!
Y que la Patria perdone también a sus hijos, a
todos cuantos lo merezcan. Será el primer fruto de un amor que comienza y el
postrero de una vida que acaba de extinguirse.
Réquiem aeternam
No hay comentarios:
Publicar un comentario