Sesenta docenas
de rosarios
Aprendiendo a rezar una nueva Avemaría
«Ave María, gratia plena, Dominus tecum,
benedicta tu in muliéribus, et benedictus fructus ventris tui Iesus…». Una
y otra vez repetíamos a coro el Avemaría en latín. Y es que los rosarios que
nacemos en la Ciudad del Vaticano, debemos partir desde aquí con la lección
bien aprendida.
Entre los muros del sagrado lugar
coreábamos, una y otra vez, las plegarias que serían musitadas por los fieles.
Ojos entornados. Cadencia monótona. Y el suave rozar de sus piadosos dedos
sobre nuestras cuentas.
Éramos varios centenares de rosarios
destinados a ser regalo del Papa a los fieles: alto privilegio que llenaba de
orgullo a nuestras cuentas de color rojo.
«Ave María, gratia plena, Dominus
tecum…». Tras muchos días de intenso aprendizaje, logramos repetir el
Avemaría sin equivocaciones. El eclesiástico que nos iniciaba en los rezos,
pronunció la palabra esperada: Satis! (¡Suficiente!).
Comenzamos entonces a preguntarnos por
nuestro destino. ¿Recalaríamos entre los muros de una catedral, en los de un
monasterio o en un templo parroquial? ¿Seríamos un recuerdo para los peregrinos
o consuelo para los enfermos? Preguntas sin respuesta.
Viajamos durante varios días encerrados
en dos grandes cajas. Por fin nos depositaron en la parte trasera de un
edificio. Perplejidad. Aquel lugar no era ni una catedral ni una iglesia.
Parecía un pobre cobertizo.
Tras varios días de espera, llegó la
sorpresa. Nos despertó el ritmo de una música que crecía en intensidad. Se le
unieron las voces de cientos de niños y jóvenes. Risas, algazara, cantos y
alegría.
De pronto, cesó la música. Se hizo el
silencio. Un joven sacerdote, llamado Juan Bosco, se dirigió a los
muchachos. Cuando anunció nuestra presencia, todos prorrumpieron en un sonoro
aplauso. Vitorearon al Papa. Agradecieron su regalo.
Y, sin saber cómo, nos vimos ante una
larga hilera de muchachos. Cada uno esperaba su rosario. Viendo la ilusión que
tenían, temimos defraudarles. Nosotros, los rosarios del Papa, no estábamos
preparados para aquellas vidas jóvenes. Nos habían educado para la gravedad de
los rezos adultos. Habían adiestrado a nuestras cuentas para deslizarse a
impulsos de dedos cargados de años. ¿Qué hacer?
Decidimos tomar prestada la voz de
nuestros jóvenes dueños para aprender a rezar con ellos.
Y nos convertimos en plegaria por la
madre que murió hace tiempo. Secamos las lágrimas de sus ojos, hartos de
contemplar el sufrimiento a pesar de tener pocos años. Fuimos súplica y
petición de perdón. Nuestras cuentas rojas esbozaron sonrisas de acción de
gracias por el pan y la polenta diaria. Rezamos por Don Bosco, corazón y latido
del Oratorio. Incluso nos transformamos en arado para sembrar de futuro la vida
de aquellos chavales…
Y así fue cómo nuestras cuentas rojas
aprendieron la cadencia de un Avemaría nueva que era plegaria joven y camino
hacia la ternura y el auxilio de la Madre del Cielo.
Nota: Noviembre 1848. El papa Pío
IX, injuriado y perseguido, huye de Roma disfrazado de sacerdote. Se
refugia en la ciudad de Gaeta. Los muchachos del Oratorio recaudan 33 liras que
envían al Papa. Concluido su exilio, Pío IX, agradecido, les envía sesenta
docenas de rosarios de cuentas rojas. Se repartirán en una gran fiesta
organizada por Don Bosco el 21 de julio de 1850. (MBe IV,73-78).
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