San Juan de Capistrano (1386-1456)
Patrono de los capellanes casrenses
su fiesta se celebra el 23 de octubre
por Alberto Martín Artajo
Los cuarenta años de
vida activa del fraile franciscano Juan de Capistrano transcurrieron casi
exactamente en la primera mitad del siglo XV, puesto que ingresa en la Orden a
los treinta años de su edad, en 1416, y muere a los setenta, en 1456. Si
recordamos que en este medio siglo se dan en Europa sucesos tan importantes
como el nacimiento de la casa de Austria, el concilio, luego declarado
cismático, de Basilea y la batalla de Belgrado contra los turcos, y añadimos
después que en todos estos acontecimientos Juan de Capistrano es, más que
partícipe, protagonista, se estimará justo que le califiquemos como el santo de
Europa.
Juan de Capistrano,
ya en su persona, parecía predestinado a su misión europea, pues, más que de
una sola nación, era representativo de toda Europa.
Es europeo el
hombre: italiano de nación, porque la villa de Capistrano, donde nace, está
situada en los Abruzzos, del Reino de Nápoles; francés, si no por familia, como
algunos autores creen, a lo menos por adopción, pues su padre era gentilhombre
del duque de Anjou, Luis I; por la estirpe procedía de Alemania, según las
«Acta Sanctorum» de los Bolandos, que sigo fundamentalmente en este escrito;
por ciudadanía, hablando lenguaje de hoy, podría decirse español, al menos
durante un tiempo, como súbdito del rey de Nápoles, cuando lo era Alfonso V de
Aragón; por sus estudios y vida seglar, ciudadano de Perusa, a la sazón ciudad
pontificia; húngaro también, pues los magyares lo tienen por héroe nacional y
le han alzado una estatua en Budapest, y por su muerte, en fin, balcánico, pues
falleció en Illok, de la Eslovenia.
En cuanto al santo,
esto es, el hombre que se santificó en el apostolado, era, si cabe, aún más
europeo, ya que se pasó la vida recorriendo Europa de punta a punta. A pie o en
cabalgadura hizo y deshizo caminos; por el norte, desde Flandes hasta Polonia;
por el sur, desde España, aunque su paso por nuestra patria fuera fugaz, hasta
Servia.
La fama de su
santidad fue también universal. Corría de una a otra nación y en todas partes
se le conocía con el nombre de «padre devoto» y «varón santo». Fue popular en
toda Italia, en Austria, en Alemania, en Hungría, en Bohemia, en Borgoña y en
Flandes, visitando no una, sino varias veces todas las grandes ciudades
europeas.
* * *
Fue también
intensamente europea la época del Santo. El año culminante de su vida, aunque
ya en avanzada senectud, es el mismo que abre la Edad Moderna de la historia de
Europa: aquel 1453 en que los turcos toman Constantinopla, amenazando
seriamente la existencia misma de la cristiandad.
Divide esta trágica
fecha en dos períodos, aunque muy desiguales, la vida de nuestro andariego
fraile; pero llena ambos períodos un mismo afán: la salvación de esa
cristiandad en peligro. Peligro, en la primera fase, para la unidad católica de
Europa, por la descristianización del pueblo, las discordias intestinas de los
príncipes y los brotes crecientes de herejía y de cisma; peligro, en la
segunda, por la embestida de los ejércitos del Islam. Por eso dedica el Santo
su primer apostolado a reconciliar entre sí y con la Sede Apostólica a los
príncipes, a restaurar el espíritu cristiano del pueblo, debelar herejías,
cortar el paso al cisma y reformar la Orden franciscana, y consagra sus últimos
años a predicar, con la palabra y con el ejemplo, la cruzada contra el turco;
con el ejemplo, también, porque el buen fraile en persona toma parte decisiva
en la famosa batalla de Belgrado, de julio del 56, en que es derrotado el
ejército de Mohamed II, que ya remontaba el Danubio con la ambición de dominar
el occidente europeo.
* * *
Dotó Dios a Juan de Capistrano de prendas singularmente adecuadas a
su misión de universalidad. Para ganarse al pueblo, no importa en qué nación,
poseía las cualidades que suele el pueblo cristiano pedir a sus santos. Ya
fraile y anciano, según nos lo describen sus coetáneos, era de figura ascética:
pequeño, magro, enjuto, consumido, apenas piel y huesos, y su gesto austero,
pero a la vez dulce y caritativo. Vibraba su palabra en la predicación de las
verdades eternas; pero hablaba, sobre todo, con el semblante luminoso y
encendido; con los ojos centelleantes, magnéticos; con el ademán sobrio y a la
vez cálido y acogedor. Esto explica que en sus correrías trasalpinas,
predicando las más de las veces en latín, aun antes de que el intérprete
hubiera traducido sus palabras, ya andaban sus oyentes pidiendo a gritos
confesión y prometiendo cambiar de vida, y muchos rompían en llanto y hacían
hogueras con los objetos de sus vanidades: dados, naipes, afeites y arreos de
lujo, y otros le pedían ser admitidos a la vida religiosa: por un solo sermón,
al decir de un cronista, 120 escolares, en Leipzig, y, por otro, 130, en
Cracovia, tomaron hábitos.
Llegado a una villa
predicaba por las plazas, porque en los templos no había cabida para la
muchedumbre que le seguía. Hablaba durante dos o tres horas sin que la gente
desfalleciera y siempre fustigando la corrupción de costumbres e incitando a
penitencia; terminada la predicación visitaba sin descanso a los enfermos,
haciendo innúmeras curaciones prodigiosas.
No sólo por su celo
apostólico era hombre santo, sino también por su vida de oración y por su
penitencia, que no en vano tuvo por maestro de espíritu y por su mejor amigo al
gran San Bernardino de Siena. Dormía dos horas, comía apenas, y andaba con
frecuencia enfermo, renqueaba siempre, padecía del estómago y estaba mal de la
vista. Pero a todas sus flaquezas se sobreponía su espíritu gigante.
A tan
extraordinarias dotes para el apostolado popular unía Capistrano otras nada
corrientes cualidades que le hacían apto para la diplomacia, arte que ejerció
con acierto a lo largo de toda su vida. Era sabio y prudente en juicio y en
palabra; había sido en su mocedad un buen jurisconsulto y probado dotes de
gobierno cuando ejerció autoridad de juez en Perusa. Era, además, hombre muy
docto en las ciencias sagradas y escritor fecundo: sus manuscritos,
coleccionados en el siglo XVIII por el P. Antonio Sessa, de Palermo, suman
diecisiete grandes volúmenes. Siempre fue muy dócil a la Sede Apostólica y
entre sus muchos escritos canónicos sobresalen los que dedica a la defensa de
las prerrogativas pontificias.
Por gozar de tales
prendas fue elevado en la Orden, por dos veces, al cargo de vicario general de
la observancia, lo que le permitió emprender la reforma de muchos monasterios y
extenderlos por toda Europa, y cuatro Papas –Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y
Calixto III– le confiaron misiones delicadas: la detracción de los Fraticelli,
la lucha en Moravia contra la herejía hussita, las negociaciones para la
incorporación de los griegos a la Iglesia Romana, la vigilancia de los judíos,
la contención del cisma de Basilea, etc. etc.
* * *
Su fama de virtud y
de ciencia no libró al Santo de contradicción. Túvola Capistrano, y la que más
puede afligir a un corazón magnánimo y sensible: la que proviene de parte de
los afines. Algunos minoristas «conventuales», y el más sobresaliente de ellos,
el sajón Matías Doering, descontentos de la reforma de los «observantes» que el
Santo llevaba al interior de los conventos, se opusieron a sus innovaciones,
acusando al vicario de inquieto y revoltoso, y otros, celosos acaso de su
inmensa popularidad, le imputaban ambición de honra y vanagloria; injustísima
acusación hecha a un hombre que por dos veces había declinado la mitra
episcopal: la de Chieti, que le brindó el papa Martín V, ya en 1428, a quien
contestó, por cierto, que no quería verse «encarcelado» en el episcopado, y la
de Aquila, su diócesis natal, que le ofreció, más tarde, Eugenio IV.
Tampoco le faltaron
críticas por parte de personas más autorizadas, tales como el cardenal español
Carvajal y aun el propio Piccolomini, en razón de las cuales, sin duda, hubo
más tarde dificultades para su canonización, que no culminó hasta 1690, siendo
Pontífice Alejandro VIII.
Pero, huelga
decirlo, el mayor número de sus detractores y los más violentos se encontraban
en las filas de los enemigos del Pontificado, sea entre los políticos laicistas
de la época, como aquel Jorge de Podebrad, que pertinazmente le cerró las
puertas de la Bohemia, sea entre los herejes, como el arzobispo de Praga
Rokytzana, cabeza de los hussitas, o bien entre los judíos, como aquellos de
las comunidades italianas que llamaban al de Capistrano «el nuevo Amán»
perseguidor del pueblo elegido.
* * *
Las grandes empresas
apostólicas de San Juan de Capistrano al servicio de la Europa cristiana
podrían resumirse en estas seis: restauración de la vida cristiana del pueblo
mediante la predicación; reforma de la Orden franciscana implantando la
observancia; impugnación de la herejía hussita, que resultó ser el primer brote
de la gran apostasía luterana; represión de los abusos del judaísmo, que se
hallaba enquistado en los pueblos cristianos; contención del cisma incubado en
el concilio de Basilea, que minaba la autoridad del Papado, y cruzada contra el
turco, que amagaba contra la cristiandad.
Dejando a un lado,
como menos propias de una hagiografía, aquellas empresas del Santo que
presentan un tinte político o diplomático, me detendré en las que ofrecen un
carácter enteramente apostólico y misionero.
* * *
Por aquel tiempo, la
Orden de los frailes menores, más o menos recluida hasta entonces en el
interior de sus conventos, se echó a peregrinar por pueblos y ciudades,
predicando en calles y plazas las verdades eternas y excitando a la reforma de
las costumbres. Esta empresa no fue obra de un hombre solo, fue obra de un
equipo de hombres excepcionales, a cuya cabeza figuraba el gran San Bernardino
de Siena y en el que formaron en seguida otros dos santos: Juan de Capistrano y
Jacobo de la Marca; dos beatos: Alberto de Sarteano y Mateo de Girgento, y los
egregios minoristas Miguel de Carcano y Roberto de Lecce, por no citar sino las
figuras más descollantes. Fue la época clásica de los grandes predicadores
peregrinos y el origen de las misiones populares.
Cada uno de estos
grandes misioneros, acompañado de un grupo de seis u ocho frailes de su Orden,
tomó por un camino y corrió por su cuenta su aventura apostólica. Pero la mayor
parte de ellos se mantuvieron en los límites de la península italiana, en la
que consiguieron una verdadera renovación de la vida moral y religiosa de su
pueblo. Mérito singular de Capistrano es haber acometido por sí solo, más allá
de los Alpes, lo que sus hermanos de Orden hicieron en el interior de Italia,
consiguiendo él resultados pariguales en los principados alemanes, en Polonia,
en Moravia y hasta en la Saboya, en la Borgoña y en Flandes.
Grandes fueron los
frutos de este vasto e intenso movimiento religioso. El pueblo cambiaba de
vida, corrigiendo innúmeros abusos: el juego, el lujo, la embriaguez, la usura,
el concubinato, la profanación de las fiestas, y los príncipes, los consejeros
de las ciudades y los jueces se veían compelidos a usar de su autoridad con
equidad y clemencia.
Cierto que no todos
estos frutos fueron durables, acaso por no guardar proporción con estas
misiones populares extraordinarias la cura pastoral ordinaria llamada a
mantener el fervor despertado por aquéllas; pero también puede tenerse por
cierto lo que el mismo Capistrano habría de escribir después, refiriéndose a la
predicación de sus hermanos de Orden en Italia: «Si no hubiera sobrevivido la
predicación, la fe católica habría venido a menos y pocos la hubieran
conservado».
* * *
Importante
aportación del capistranense a la renovación religiosa y moral de su tiempo, en
sus cuarenta años de actividad apostólica, fue su labor como cabeza del
movimiento por la observancia en lucha contra el conventualismo, empresa que
repercutió no sólo en favor de su Orden, sino también en la reforma misma de
toda la Iglesia. San Juan sembró la Europa central de nuevos conventos
franciscanos y, mediante la reforma de los antiguos, devolvió su primitivo celo
a la Orden a la sazón más popular e importante de la Iglesia católica. Y no fue
pequeño servicio a la cohesión europea haber tejido por toda la haz de la
Europa de entonces esta apretada red de conventos que unían en santa familia a
los frailes observantes de todas las naciones.
* * *
Pasemos ya a relatar
la participación personal del Santo en la cruzada contra el turco, recordando
primero lo más esencial de este histórico suceso.
Corría el año 1453,
último del pontificado de Nicolás V, cuando Mohamed II conquista
Constantinopla, somete la Tracia al señorío turco, afianza en el Asia Menor el
imperio del Islam sobre las ruinas de la Iglesia oriental y amenaza a la suerte
de la cristiandad en Occidente.
Grave momento para
el mundo católico y aun para la propia Iglesia. Porque si bien desde un siglo
antes pisaban los turcos tierra europea y tenían sojuzgada una parte de la
península balcánica, mientras quedó a sus espaldas la fortaleza de
Constantinopla, Europa no se sintió verdaderamente amenazada de dominación y
por eso desoyó el llamamiento a cruzada del papa Eugenio IV, ya en 1444. Pero
ahora, cuando cayó la capital del viejo Imperio bizantino, toda la cristiandad
comprendió que había perdido mucho más que una plaza fortificada.
Consciente del
peligro, el papa Nicolás V, cuatro meses después de aquel nefasto día, publica
una bula contra los turcos, que enciende en Occidente el antiguo entusiasmo de
las cruzadas. En ella amonesta el Pontífice a hacer la paz entre sí, bajo pena
de excomunión, a las potencias cristianas y singularmente a los Estados
italianos, que, al decir de un cronista, «se despedazaban como canes»: Milán
contra Venecia, Génova contra Nápoles... La paz en Italia se consiguió en
parte, pero no la alianza para la cruzada.
San Juan toma la
decisión de marchar a la amenazada Hungría ante el temor de que su gobierno
pactara un acuerdo con los turcos, como lo hicieron, poco después, con
escándalo de todos, los venecianos. Por el camino predicó la cruzada en
Nuremberg, ciudad libre del Imperio y bien armada; en Viena, donde levantó unos
cientos de universitarios que tomaron la cruz, y en Neusdtadt, corte del
emperador.
Sobreviene entonces
la muerte del papa Nicolás y en la elección del nuevo Pontífice la Providencia,
valiéndose de un juego de factores dentro del conclave, al parecer ajenos a
esta inquietud, suscita la elección del pontífice español Calixto III, que
luego probó ser la figura indicada para hacer frente a una situación de tan
tremendo riesgo.
* * *
Capistrano, que
desde la Estiria había escrito al Papa incitándole a que confirmase la bula de
cruzada, marcha a Györ a fin de asistir a la dieta imperial de Hungría,
expresamente convocada para tratar de la guerra contra el turco. Aquí las cosas
de la cruzada iban mejor, porque el país se sentía directamente amenazado por
el sultán y ponían espanto las noticias que llegaban de Servia sobre los
atropellos de la soldadesca turca. Juan de Hunyades, el caudillo húngaro, traza
un plan que el de Capistrano comunica al Papa, pidiéndole su apoyo. San Juan se
aplica durante los meses siguientes a deshacer enemistades entre los caudillos
y se reúne en Budapest con Hunyades y con el cardenal español Juan de Carvajal,
nombrado legado del Papa para la cruzada en Alemania y en Hungría, de cuyas
manos recibe el Santo el breve pontificio que le concede toda clase de
facultades para predicar la bula. Los tres Juanes: el legado, el caudillo y el
fraile llevarán de ahora en adelante la preparación de la cruzada.
Estando reunida la
dieta húngara en Budapest, corría el mes de febrero, se recibe la terrible
noticia de que Mohamed II se acercaba ya con un poderoso ejército hacia las
fronteras del sur de Hungría. Hunyades acude a Belgrado. A partir de este
momento cifra el de Capistrano todas sus ilusiones en marchar con el ejército
cristiano al encuentro de los infieles, sacrificando en la lucha, si es
preciso, su propia vida. Parte para el sur y recorre en predicación todas las
regiones meridionales de Hungría, llamando al pueblo a cruzada, hasta que
recibe el mensaje apremiante de Juan de Hunyades de que suspenda inmediatamente
la predicación y reuniendo los cruzados que pueda los conduzca aprisa a
Belgrado.
Es fascinante el
relato que hace de la batalla de Neudorfehervar uno de los frailes compañeros
del Santo, fray Juan de Tagliacozzo, testigo presencial del suceso. Él describe
con expresivos pormenores la llegada del ejército turco, su bien abastecido y
pertrechado campamento de tierra, con más de doscientos cañones, y camellos y
búfalos, la fuerte flota turca sobre las aguas del Danubio, el asedio de la
amurallada ciudad, la tremenda desproporción de las fuerzas en presencia –sólo
los genízaros eran cincuenta mil–, que hace vacilar al propio Juan de Hunyades,
el gran luchador de años contra el turco, hasta el punto de pensar en una
retirada, y las provocaciones del sultán, que anunciaba a gritos que había de
celebrar en Budapest el próximo Ramadán. Describe, asimismo, la batalla naval
sobre el Danubio, que, contra toda previsión, ganan los cruzados, el asalto de
la ciudadela por los genízaros, que obliga a los caudillos militares a iniciar
la evacuación de la ciudad, y, por último, la increíble y casi milagrosa
victoria obtenida por los defensores, con la retirada final del ejército turco
en derrota.
La intervención del
Santo en la batalla fue decisiva y sin ella la ciudad de Belgrado hubiera caído
sin remedio en manos de los turcos. Él aportó la legión popular de cruzados,
que sostuvieron lo más duro de la lucha, y enardeció con su palabra y con su
ejemplo no sólo a ese ejército popular, sino también a los naturales, poniendo
en tensión su resistencia.
Juan de Capistrano
salvó a Belgrado por tres veces: la primera, cuando indujo a Hunyades a lanzar
su escuadra contra la flota turca; la segunda, durante el asedio de la ciudad,
cuando se negó a la propuesta de evacuarla, y la tercera, en la hora del asalto
turco, cuando, al dar por perdida la plaza, los caudillos militares Hunyades y
Szilágyi intentaron abandonarla, juzgando la situación insostenible y él se
aferró a la resistencia.
* * *
Dominado el Santo
por una confianza sobrenatural en la victoria, condujo a la batalla a los
cruzados con ardor y coraje sobrehumanos. Cuenta el cronista allí presente
cómo, durante la acción naval, ganó el fraile capitán una altura visible a
todos los combatientes y desplegando la bandera cruzada y agitando la cruz,
vuelto el semblante al cielo, gritaba sin descanso el nombre de Jesús, que era
el lema de sus cruzados. Y cómo, durante los días del asedio, vivía en el
campamento con los suyos, sosteniendo su espíritu religioso como única moral de
guerra. Y cómo, en fin, en el asalto de la ciudadela, corría de una a otra
parte de la muralla, cuando la infantería turca escalaba ya el foso, gritando
él a lo más granado de los defensores: «Valientes húngaros, ayudad a la
cristiandad».
Jamás esgrimió armas
el de Capistrano; las suyas eran espirituales. El campamento de los cruzados,
más que un cuartel militar, parecía una concentración religiosa. Él mismo daba
ejemplo. En diecisiete días durmió siete horas, no se mudó de ropa y comía sólo
sopas de pan con vino. Él y sus frailes celebraban a diario la misa y
predicaban, y los combatientes en gran número recibían los sacramentos. «Tenemos
por capitán un santo y no podemos hacer cosa mal hecha», decían entre sí sus
gentes. «Si pensamos en el botín y en la rapiña seremos vencidos.» Y todos le
obedecían «como novicios». El fraile tenía sobre sus cruzados, al decir de los
testigos, mayor poder que hubiera tenido sobre ellos el propio rey de Hungría.
* * *
En la lucha secular
de la Europa cristiana contra el islamismo, la victoria cruzada de Belgrado es
un hecho importante, pero no debe exagerarse su trascendencia. Como tampoco la
del heroico episodio de la intervención del Santo en ese hecho de armas, aunque
el triunfo fuera mérito suyo incontestable. Pero en éste como en los anteriores
sucesos de su vida, importa más que los hechos mismos y más que su
trascendencia en el campo militar, en el político y aun en el religioso, el
valor ejemplar de su propia conducta; su santidad y su heroísmo puestos al
servicio de tan noble causa: la unidad cristiana de Europa. En este terreno
presentamos a nuestro héroe a la admiración de nuestros contemporáneos y le
proponemos como ejemplo.
La cristiandad había
seguido angustiada la lucha y de entonces viene la tradición del rezo del
Ángelus al toque de campana del mediodía; la «campana del turco», que mandó el
Papa tañer en todas las iglesias de Europa para que el pueblo cristiano
sostuviera con su oración a los cruzados.
Cuando, una semana
después de la victoria, el cardenal legado, el español Carvajal, entró con un
ejército verdadero en la ciudad liberada, era la gran ilusión del capistranense
proseguir la guerra y anunciaba en público que para la fiesta de la Navidad
celebraría misa en la iglesia del Santo Sepulcro. No eran estos, sin embargo,
los planes de la cristiandad, ni hubiera podido tampoco emprenderlos nuestro
Santo, pues la peste, terrible compañera de la guerra, pocos días después de la
victoria, tomó posesión de su cuerpo y lo entregó en brazos de la muerte,
aunque ese pobre cuerpo parecía entonces, al decir de un coetáneo, la muerte
misma: un esqueleto sin carne y sin sangre, unos pocos huesos cubiertos de
piel. Sólo el rostro, sereno y sonriente, expresaba la interior satisfacción de
una misión histórica cumplida.
Con la vida de
nuestro héroe debe terminar también este relato. Séame permitido, sin embargo,
insistir en una conclusión piadosa: a Juan de Capistrano puede, en justicia,
llamársele el Santo de Europa. (...) Sea, pues, Juan de Capistrano nuestro
intercesor cuando pidamos a Dios por la unidad europea.
Alberto Martín
Artajo, (ex Ministro de Asuntos Exteriores de España), San Juan de Capistrano,
en Año Cristiano, Tomo I, Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp.
695-705.
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