Declaración del Cardenal Gerard Müller
presentada en LifeSiteNews y otros medios
La exigencia según
la cual el Sínodo para la Amazonia debe regular que el Sacramento de las
Sagradas Órdenes -en su primer grado, el diaconado- sea válidamente
administrado a las mujeres contiene varios errores.
El primero de
ellos consiste en la opinión de que el Magisterio está por encima de la
Revelación y de que un sínodo de los obispos (que tiene sólo un carácter
consultivo), un concilio ecuménico o el papa pueden alterar la sustancia de los
sacramentos (Concilio de Trento, Decreto sobre la Comunión bajo ambas
especies, DH 1728).
El segundo error
está en la opinión según la cual el Sacramento de las Sagradas Órdenes
realmente consiste en tres Sacramentos, por lo que hay que decidir, en
consecuencia, si la declaración Ordinatio Sacerdotalis (1994) se
aplica sólo al grado de ordenación de obispo, presbítero (= sacerdote) o
diácono.
El tercer error
consiste en confundir a un público teológicamente mal informado al avanzar la
tesis según la cual la decisión definitiva del papa Juan Pablo II, a saber:
«Declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la
ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado
como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (Ordinatio Sacerdotalis, 4),
no es un dogma.
Sin embargo, está
fuera de toda duda que esta decisión definitiva de Juan Pablo II es, desde
luego, un dogma de fe de la Iglesia católica, y que este era el caso antes de
que este papa definiera, en 1994, esta verdad tal como está contenida en la
Revelación. La imposibilidad de que una mujer reciba de forma válida el
Sacramento de las Órdenes Sagradas en cada uno de los tres grados es una verdad
contenida en la Revelación y, por ende, confirmada de manera infalible por el
Magisterio de la Iglesia y presentada como algo que hay que creer.
Por petición de la
comisión doctrinal de la Conferencia episcopal alemana, en una ocasión reuní,
en la época del cardenal Wetter [que encabezó la comisión doctrinal de 1981 a
2008], los documentos más importantes de la Escritura, la Tradición y el
Magisterio bajo el título: The Recipient of the Sacrament of Holy Orders.
Sources Pertaining to the Doctrine and Practice of the Church to Confer the
Sacrament of Holy Orders Only on Men (Würzburg 1999). La Comisión
Teológica Internacional también se expresó de manera competente sobre esta
cuestión, y existen varias monografías al respecto. Una discusión sobre este
tema tiene validez sobre la base del conocimiento de las fuentes. Quien lo
niegue tal vez sea bien acogido por los desinformados y los medios de
comunicación anticlericales -para los que es motivo de alegría el conflicto y
la división dentro de la Iglesia-, pero no será tomado en serio a nivel
académico.
Cuando hablamos de
dogma, hay que diferenciar entre el aspecto sustancial y el aspecto formal del
mismo. La verdad revelada que en él se expresa, y cuya negación se sanciona con
un «anathema sit» y que es pronunciada «ex cathedra» sólo por el Papa, no
depende por tanto de la forma externa de la definición. Las afirmaciones
fundamentales del Credo, por ejemplo, no han sido formalmente definidas, pero
sí lo han sido en su sustancia -y de una manera exquisita-, y son presentadas
por la Iglesia como afirmaciones que hay que creer por el bien de la salvación.
Algunas personas
sugieren ahora que la doctrina según la cual sólo un hombre bautizado (que
responde a los requisitos objetivos y subjetivos necesarios) puede recibir de
manera válida el Sacramento de las Sagradas Órdenes tiene que ser relativizada,
es decir, que es una opinión privada y puntual de Juan Pablo II, porque algunos
teólogos u obispos son de la opinión subjetiva de que dicha doctrina no es un
dogma. Y mantienen su punto de vista, a pesar de que el papa Francisco en
persona siempre haya resaltado el carácter vinculante de Ordinatio
Sacerdotalis. Algunos, claramente personas facciosas, malinterpretan de una
manera ideológica el dogma de la primacía de la jurisdicción y la infalibilidad
del papa en cuestiones de fe y moral, y convierten estos dogmas en un
absolutismo eclesiástico nunca visto hasta ahora, como si -también fuera de las
cuestiones de fe y moral-, el papa pudiera exigir «obsequio religioso de la
voluntad y del entendimiento» respecto al «magisterio auténtico del Romano
Pontífice» (Lumen Gentium, 25). Lo hacen como si hubiera, junto a la
Palabra de Dios, una fuente adicional de Revelación, bien en el papa, bien en
el Pueblo de Dios, que debe ser escuchado por los pastores. Estas nuevas
fuentes, dicen, nos permitirán ir más allá de la Escritura y la Tradición e
incluso conocer mejor que el Magisterio que ha llegado hasta nuestros días lo
que Jesús quería realmente decir y lo que diría si Él aún viviera. Cuando se
enfrentaron a la tergiversación engañosa del canciller imperial Bismarck sobre
el dogma de la infalibilidad del Concilio Vaticano I, los obispos alemanes
declararon que el Magisterio del papa y de los obispos está «vinculado al
contenido de la Sagrada Escritura y de la Tradición, como también a las
decisiones magisteriales tal como ya han sido tomadas por el Magisterio de la
Iglesia» (DH 3116). El papa Pío IX dio su firme apoyo a esta declaración (DH
3117).
Es asombroso el
diletantismo que vemos actualmente en teología, como también el menosprecio
brutal que hay hacia el hombre en la política de la Iglesia. Quien tiene una
mente independiente es expulsado sin piedad y descartado de una manera
inhumana, sin tomar en consideración sus logros por el bien de la Iglesia y la
teología. Sin embargo, la unidad en la verdad sólo puede ser recibida de Dios
en la oración, y sólo puede realizarse obedeciendo al Magisterio en lo que
respecta a Dios y Su Revelación, y no mediante manipulaciones o con el uso de
la violencia y el engaño. Ad intra et extra, se aplica: «La verdad no se
impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave
y fuertemente en las almas» (Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis
Humanae sobre la libertad religiosa, 1).
No se podría
convencer ni a un niño de que estas fantasías de omnipotencia políticas y de
los medios de comunicación tienen algo que ver con la doctrina definida en los
Concilios Vaticanos I y II sobre el papa y la Iglesia. Ciertamente no podríamos
hacerlo con «los perfectos [en la fe], que con la práctica y el entrenamiento
de los sentidos saben distinguir el bien del mal» (Heb 5, 14). Todos los que
sobreestiman o subestiman la primacía de la Iglesia romana y su obispo deben
leer con urgencia el texto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
(1998): El primado del sucesor de Pedro en el misterio de la Iglesia. Se
puede leer como un anexo a mi estudio de 600 páginas, El Papa. Misión y
cometido (BAC 2018). Este libro está disponible en polaco y pronto será
publicado en inglés e italiano, por lo que nadie puede alegar una falta de
conocimiento sobre mi propia postura al respecto. En la teología, lo que cuenta
son las argumentaciones teológicas y filosóficas. La verdad no es una función
que está al servicio de las afirmaciones políticas e ideológicas del poder.
Hace tiempo que se ha visto cuál era el ardid popular de nuestros progresistas,
por lo que ahora ya no es efectivo. Es decir, en las discusiones ellos utilizan
el ataque personal en lugar de expresar sus argumentaciones fundamentales, y se
ayudan en su propia confusión con insinuaciones absurdas que no tienen ninguna
honestidad intelectual.
Según la tesis del
modernismo tal como fue condenado por el Magisterio -una versión
pseudo-católica del protestantismo cultural sobre la teología del sentimiento
según Schleiermacher-, un dogma de la fe católica no es la visión definitiva e
irreversible de la Iglesia de que una verdad es contenida en la Revelación, lo
que implica que tiene que ser aceptado por todo católico «con fe católica y
divina», sino que es, más bien, una expresión de la opinión dominante que ha
ganado, con la ayuda de las estrategias periodísticas, y la autoridad del papa
que entonces esté reinando. La Palabra de Dios en la Escritura y la Tradición y
el hecho de que el Magisterio está vinculado, en sustancia, a la Revelación
única e incomparable en Jesucristo, la Palabra encarnada de la Fe, es
reemplazada entonces por una lealtad eclesiástica-política a la línea del papa
actual, pero sólo bajo la condición de que este esté de acuerdo con su opinión.
Estos mismos «falsos profetas» (Gal 2, 4), que ahora desean convertir la
lealtad eclesial de cada católico al papa en un sumisión incondicional a este
hombre y en sacrificium intellectus sin sentido, eran los enemigos
más acérrimos de Juan Pablo II y Benedicto XVI. La lealtad al papa que tiene
una base teológica es totalmente distinta.
El Manifiesto de la
Fe (incluido en mi libro: The Power of the Truth. The Challenges to
Catholic Doctrine and Morals Today, Ignatius Press 2019), que publiqué
ante el caos presente en la proclamación de la enseñanza y que, en coherencia
con la Tradición Apostólica, presenta las verdades clave, a saber: la Santísima
Trinidad, la Encarnación, la Sacramentalidad de la Iglesia, los Siete
Sacramentos, la unidad de fe y discipulado, y la esperanza de la vida eterna,
fue degradado a nivel de «medias verdades de carácter subjetivo y arbitrario».
Alguien que es habitualmente un entusiasta admirador de Lutero incluso pensó
que podía acusarme de ser un Lutherus redivivus, es decir, un Lutero
renacido. Este Lutero, poco antes de morir y expresado de un modo que no invita
al diálogo, se dejó ir y habló de «un papado en Roma instituido por el
demonio»(1545).
Además, esta misma
facción ideológica ahora se presenta, en sus célebres revistas, páginas webs y
libros llamados de no ficción, como defensora del papa de la reforma, sin darse
cuenta que está socavando, con su polarización de la autoridad papal, los
cimientos teológicos del Ministerio Petrino. Los católicos ya no tienen que
creer en Dios, sino en el papa, al que los ideólogos dominantes dentro y fuera
de la Iglesia presentan como «su papa». Estos mismos ideólogos condenan,
con un estremecedor ataque de obsesión religiosa, como enemigo de «su papa» a
todo obispo y sacerdote católico y lúcido. Pero «»la obediencia de la fe», por
la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando «a Dios
revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad», y asintiendo
voluntariamente a la revelación hecha por El» (Dei Verbum, 5), nunca se
puede aplicar a un ser humano, ya sea el papa o un obispo. Su autoridad es
meramente derivada y, en su sustancia, depende completa y totalmente de la
autoridad de Dios porque «no aceptan ninguna nueva revelación pública como
perteneciente al divino depósito de la fe» (Lumen Gentium, 25). Esto
se aplica también a la relación entre los obispos y el papa. En su ordenación
episcopal, los obispos prometen directamente a Dios preservar con fidelidad la
fe católica. En sus conciencias, están vinculados y obligados sólo a Dios y Su
Verdad Revelada (contra cualquier forma de papalatría). Sin embargo, en el
contexto de la colegialidad episcopal y de la orientación hacia el papa como
principio perenne y fundamento de la unidad de la Iglesia en la verdad revelada
de la fe (Lumen Gentium, 18, 23), también la comunidad de la Iglesia y la
responsabilidad comunitaria por el depósito de la fe de la Iglesia están
orientados a Dios (contra el individualismo protestante). Fue sólo así como san
Pablo pudo «encararme con él [san Pedro]» (Gal 2, 11), porque este, en su
enseñanza, era de hecho leal a la «verdad del Evangelio» (Gal 2, 14), pero
luego «era reprensible» por su práctica ambigua. Pero san Pablo lo hizo sin
cuestionar en su esencia la autoridad y misión de san Pedro. El llamado
incidente de Antioquía no puede, por tanto, ser utilizado como un argumento
contra la existencia del papado como derecho divino.
Tras algunas
experiencias negativas, el papa Francisco tiene que ser consciente de que la
relación entre el papa y los obispos (y en el contexto de la Santa Iglesia
romana, su relación con los cardenales) tiene que estar determinada por la
comprensión católica de la Iglesia y que no puede ser abandonada al
sensacionalismo de los periodistas o el oportunismo de los aduladores. Es una
arrogancia incalificable que los «vaticanistas» entreguen al papa públicamente,
y con gestos inequívocos que buscan su apoyo, sus libros, en los que «destapan»
-pero en realidad meramente fabrican- oposiciones y conspiraciones contra el
papa en la curia y en la Iglesia, y que después permitan ser alabados, de
manera similar a como lo eran los «héroes de la Unión Soviética» del pasado,
por esta locura que no hace más que minar la fe. Recordemos aquí que «[Jesús]
encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los
cambistas sentados» y que él los echó del Templo, esparció su dinero (ganado
con la usura) y «volcó las mesas» (véase Jn 2, 14 y ss). En cualquier caso, no
es una forma de literatura que fomente la armonía entre los fieles y contribuya
a aumentar el sentido moral.
Si el Sínodo para la
Amazonia tiene que convertirse en una bendición para el conjunto de la Iglesia
y un reforzamiento de su unidad en la verdad, en lugar de un debilitamiento, es
necesario dejar de pensar según las distintas facciones e ideologías. Cuando en
una lucha cada uno «dice algo distinto» y lo legitima diciendo «Me adhiero a Pablo,
y yo a Pedro; me adhiero a Apolo, yo a Cristo», entonces la interpelación del
apóstol está justificada: «¿Está dividido Cristo? …. ¿Fuisteis bautizados en
nombre de Pablo?» (1 Cor 1, 13). «Realmente tiene que haber escisiones entre
vosotros para que se vea quiénes resisten a la prueba» (1 Cor 11, 19);
sin embargo, «¡ay del mundo por los escándalos!» (Mt 18, 7).
Creemos en un
único Dios «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad» y «único también es el mediador entre Dios y los
hombres, el hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2, 3-7). Y sabemos que los apóstoles y
sus sucesores, los obispos, son constituidos maestros «de las naciones en la fe
y en la verdad» (1 Tim 2, 7).
Nosotros católicos
somos, sin excepción, leales al papa Francisco y a los obispos en comunión con
él. Esta es la esencia del mandato del papa, que él reúna una y otra vez de
nuevo a los discípulos y que los una en la profesión de san Pedro el cual,
cuando Jesús le preguntó quién pensaba que Él era, hizo la profesión de la
Iglesia de todos los tiempos: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt
16, 16). Y lo hizo sin prestar atención a las veleidosas opiniones de la gente.
Gracias por sus palabras de orientación en este momento de tanta confusión.
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