Señor Nuncio,
Venerables Hermanos,
Amigos todos:
Es
para mí una profunda alegría poder compartir con todos vosotros estos momentos
de reflexión y de diálogo al servicio de las Vocaciones al Sacerdocio
ministerial, en la concomitante celebración del XX aniversario de la
publicación de la Exhortación Apostólica postsinodal Pastores dabo vobis.
Sencillamente
y con toda humildad quiero ofrecer con mis palabras algunos puntos de
reflexión, que nacen de la riqueza, que todavía el Documento representa para
toda la Iglesia y de la concreta experiencia, que emerge del continuo contacto
con el clero.
Al
final de mi relación espero tener la oportunidad de escuchar y acoger vuestras
sugerencias y reflexiones, respondiendo a vuestras preguntas para así poder
profundizar todos juntos en aquello que se dirá y, de una manera siempre más
eficaz, poder estar al servicio de la Iglesia, ofreciendo a Ella esa crucial y
maravillosa labor, que es la formación sacerdotal.
1. ‘Pastores dabo vobis’: Cambio de circunstancias y actualidad del
documento
Como
todos sabemos, la Pastores dabo vobis es un fruto maduro del Sínodo,
querido por el Beato Juan Pablo II, acerca de un tema fundamental para la
Iglesia y para el mundo, el tema de las Vocaciones. Si veinte años en la
historia de la Iglesia pueden justamente parecer una minucia diluida en el tiempo,
sin embargo, es necesario reconocer que en las sociedades contemporáneas, que
tienen como una de las características la velocidad en las comunicaciones y una
rapidez en los cambios nunca experimentados por el hombre en tiempos pasados,
dos decenios pueden compararse a “dos siglos”. Basta sólo pensar en el uso que
los candidatos al Sacerdocio hacen hoy de los medios de comunicación y a la
desenvoltura mediante los cuales es posible entrar en contacto con personas y
realidades, cosa que era casi imposible imaginar hace tan sólo veinte años.
Por
parte de la Iglesia y lógicamente por parte de los Responsables de la
formación, sería un error imperdonable no tomar en seria consideración estos
cambios, porque denotaría una “extrañeza acerca de la realidad”, que la misma
esencia del Cristianismo nos impone evitar.
Al
mismo tiempo, sería un error perseguir torpemente todas y cada una de las
novedades sociales, culturales e incluso informáticas, pensado que con ello se
pudiera encarrilar a los jóvenes, apartándoles de aquellos nuevos horizontes en
los que es posible escuchar la llamada del Señor.
En
este Año de la Fe, que está ya a punto de terminar, no podemos dejar de
considerar cómo la Pastores dabo vobis haya tenido el grande mérito de
indicar con claridad aquellos ámbitos, que son imprescindibles en la formación
sacerdotal, uniéndolos a la vida concreta de la Comunidad, sea la del Seminario
o de aquellas otras comunidades cristianas de las que provienen los
seminaristas o en las que realizan algún que otro servicio.
No
es éste el momento ni la circunstancia para recordar el contenido de la
Exhortación Apostólica, es más, partimos del principio de conocerla muy bien.
Pero pienso que sea importante subrayar un aspecto absolutamente imprescindible,
el cual deseo examinar y profundizar con todos vosotros, esto es, la relación
que existe entre la Fe y la Vocación. Es una relación genética porque una
auténtica vocación al Ministerio ordenado no puede más que nacer en una vida de
fe. Es también una relación generativa porque la Vocación “produce” un nuevo
modo de creer y de relacionarse con el Misterio y es, finalmente, una relación
recíprocamente formativa porque la fe atrae para sí una nueva manera en el modo
de profundizar y de clarificar la Vocación y, al mismo tiempo, la Vocación
queda continuamente plasmada, definida y nutrida por la Fe.
Si
se diera el caso que se prescindiera de este horizonte genético, generativo y
formativo, cualquier disertación sobre la vocación, sobre la pastoral vocacional
y sobre las necesarias intervenciones para responder a la “emergencia
vocacional” del Occidente −en cuanto sea humanamente posible− se vería privada
no sólo de su fundamento sino también de su horizonte.
Como
pastores y como responsables de la formación −en total coherencia con cuanto ha
sido indicado hace veinte años en la Pastores dabo vobis− debemos
reconocer que el problema no es la “conjetural falta de vocaciones”, sino que
es un problema de fe y como tal subsiste. La fe de las familias, la fe de las
comunidades cristianas, la fe de los pastores, en definitiva, el ardor
misionero que debe acrisolar dicha fe.
En
ese sentido se debe interpretar la enseñanza de la Pastores dabo vobis,
juntamente a la saludable llamada que constantemente el Papa Francisco dirige a
toda la Iglesia, subrayando, sea el imprescindible contacto entre “pastor y
oveja”, esto es, entre el sacerdote y la comunidad creyente de la cual proviene
y a la que es enviado, sea también el necesario primado de la vida espiritual,
que une el sacerdote a Dios y, consecuentemente, lo dispone al servicio del
Pueblo.
Esta
doble unión con Dios y con una comunidad concreta, con nuestras ovejas y con el
Pastor Supremo de ellas, que es Cristo Señor (porque hay que recordar que el
Pastor es realmente Él) permite al sacerdote −“pastor vicario”− evitar e
impedir aquel “criterio de ser un funcionario”, que vincula la bondad del
ministro −e incluso la misma verdad− a los éxitos pastorales, determinando una
pérdida de orientación en los sacerdotes y consecuentemente, posibles
desaficiones en los jóvenes.
En
una época no exenta de turbulencias y de tensiones hermenéuticas, la Pastores
dabo vobis afirma con claridad la naturaleza sacramental de la Iglesia,
como también la necesidad y la realidad insustituible del sacerdocio
ministerial, que difiere esencialmente y no sólo en grado del sacerdocio común.
Si estos datos son aceptados por nosotros y pertenecen al ordinario bagaje
teológico, doctrinal y espiritual de cada sacerdote, consecuentemente, adquiere
relieve el hecho de que la Exhortación −y con ella los Padres sinodales− hayan
apelado a la necesidad de confirmarlo una vez más, cosa que, como sabemos bien,
hacen exactamente lo mismo el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio.
La
naturaleza sacramental de la Iglesia nos mueve a reconocer cada día, en nuestro
ser y en nuestro obrar, la naturaleza misteriosa y triádica: La Iglesia es la
presencia del Resucitado en el tiempo y en la historia y, de tal presencia,
cada bautizado es testigo, sobre todo, con el anuncio de la verdad de la que
participa y, juntamente, con la ayuda de la gracia, mediante el continuo
testimonio de la propia existencia.
Prescindiendo
de tal naturaleza sacramental-sobrenatural de la Iglesia, es totalmente
incomprensible el contacto del sacerdote con su ministerio. Este no es un
trabajo que hay que hacer o unas funciones que hay que realizar en la práctica,
sino todo lo contrario, es una vida para la cual ha sido escogido, en la que
está inmerso y de la que vive concretamente.
En
este sentido, el ministerio sacerdotal y la pastoral vocacional, que queremos y
debemos otear con máxima atención, son misterios para nosotros mismos. Misterio
de nuestra libertad, que se ha adherido a la gracia, que nos llamaba y que cada
día renueva dicha llamada, y misterio de libertad de cada joven, que, tocado
por la gracia, abre su corazón a la vocación.
2. La pastoral vocacional en el
horizonte de la oración.
De
la naturaleza sacramental de la Iglesia y de la realidad insustituible del
sacerdocio ministerial, como vocación sobrenatural dirigida desde Dios al
hombre, deriva el primado absoluto de la oración en el campo de la pastoral
vocacional. ¿Qué es lo que quiero decir al subrayar la palabra oración? Quiero
repetir algo muy simple. Me refiero a la oración personal por las vocaciones:
Un obispo que no tiene vocaciones debe preguntarse: ¿cuántas horas al día hago
oración para que florezcan? Un Rector que no tiene vocaciones debería hacer lo
mismo.
Junto
a la oración personal es necesario animar la oración comunitaria por las
vocaciones, no sólo para sensibilizar al Pueblo de Dios y a los jóvenes −como
tantas veces se suele escuchar, ya que esto se convertiría en un mero spot
publicitario y el Santo Padre Francisco ha hablado muy claramente acerca de
esta tentación− sino por la fe granítica que debemos tener en la fuerza de la
oración y en aquella que nace de la oración comunitaria: “Dónde hay dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18, 20).
¿Cuándo
hemos celebrado una Santa Misa por las vocaciones a la Sagradas Órdenes o
cuando la hemos hecho celebrar?
En
cada parroquia tendría que existir una hora de adoración eucarística semanal
sólo por las vocaciones. En cada diócesis, un centro de adoración eucarística
perpetua en el que converjan las mejores energías de la pastoral juvenil,
porque estando delante del Maestro, los jóvenes puedan oír pronunciar su nombre
por medio de la voz del Señor. En las Santas Misas de los días festivos y
mediante específicas intenciones en la Plegaria de los fieles mandadas por el
Obispo, el Pueblo de Dios debe implorar por las vocaciones sacerdotales. Es
necesario cuidar con todo esmero los brotes vocacionales nacientes en los
monaguillos, en los jóvenes, en las escuelas a través de los profesores de
religión, que no deben dar escándalo con sus conversaciones sin tono y
sin sentido, sino que, al contrario, deben ser modelos ejemplares.
Finalmente, para que no se vayan y desaparezcan aquellos a quienes Dios llama,
se debe cuidar el mismo seminario: Es necesario que el seminario sea una real
comunidad cristiana, un lugar en el que Cristo sea el protagonista, el
Evangelio sea anunciado y vivido, la Tradición recibida, elaborada y auténticamente
propuesta, todo ello en una liturgia realmente capaz a fin de que los jóvenes
hagan la experiencia del Misterio, introduciéndoles progresivamente y
motivándoles en todo aquello que, con el paso del tiempo, ellos mismos llegarán
a ser instrumentos.
En
tal sentido, es necesario desechar todo temor para hacer una selección radical,
sobre todo en donde los márgenes de la formación humana no se puedan delinear
o, también, en aquellos otros en los que, en el campo de la formación
espiritual, no progresen en un sentido adecuado.
De
este modo es necesario reconocer cómo los jóvenes de nuestro tiempo, aunque sin
propia culpa, son particularmente frágiles en el plano psico-afectivo. La
proveniencia de familias irregulares, la inseguridad de no haber sido amados en
los primeros años de la infancia, el multiplicarse de experiencias afectivas
improvisadas y hasta desordenadas genera una cuasi-incapacidad de utilizar en
manera adecuada el lenguaje del cuerpo y, como paradoja, una cuasi-separación
entre lo experimentado con el cuerpo y aquello comprendido por la inteligencia,
escogido con libertad, pero no puesto en práctica por medio de la voluntad.
Es
necesario vigilar con el fin de que la formación afectiva sea actuada en una
condición de serenidad, en el humilde entendimiento y comprensión de que ningún
hombre, en esta fase terrena de la existencia, se encuentra plenamente
integrado a nivel afectivo, como también en la realista y lúcida atención de
responsabilidad acerca de la distancia −que podríamos llamar “sideral”− entre
la antropología cristiana y el común y actual “vivir social”. Quizás todavía
nos encontramos en aquella “zona gris” en la que los cristianos no son todavía
una menor parte de la sociedad, pero ya nos encontramos casi como si
estuviéramos situados fuera de la cultura. Esto no se refiere sólo a todo
aquello que se centra en la vocación sacerdotal o en la vida consagrada, que
incluye un testimonio vertiginoso por el Reino de Dios, sino al ordinario modo
humano de vivir la sexualidad, como también a aquellos otros contactos
interpersonales entre hombre y mujer dentro de una unión estable, unívoca y
abierta a la vida.
En
este sentido es necesario que a la clamorosa fragilidad afectiva, frente a la
cual nos encontramos, se le responda con una propuesta formativa radical,
teológicamente fundada en una cumplida teología y en una consecuente, clara y
luminosa eclesiología. En ningún caso el celibato es el “precio que hay que
pagar” para llegar a ser funcionario de una organización no gubernativa
condenada a desaparecer. Este, al contrario, es “imitatio Christi”. Es la
continuidad −en el tiempo y en la historia− de aquella “apostolica vivendi
forma” (el modo de la vida de los apóstoles), que ha caracterizado a la Iglesia
primitiva, fuertemente unida a Cristo, totalmente con Él y, por eso,
auténticamente testimonial y misionera.
La
vocación al celibato se acepta en la oración, se madura en la oración, se elige
en la oración, se implora continuamente en la oración y hasta se sana en la
oración. Los apóstoles estaban delante del Maestro y mirándolo veían la razón
del propio modo de vivir. La oración es estar delante del Maestro, es mirarlo,
es recibir las razones de la propia existencia.
De
tal contexto emerge inmediatamente una profunda ilación entre la formación
humana y la formación espiritual; esto es, la reciprocidad circular entre el
cuidado de la afectividad herida y la apertura del ánimo del llamado. Podemos
decir, como paradoja, que existe una reciprocidad en el primado entre la
formación humana y la formación espiritual; las dos son inseparables y, dentro
de su distinción, caminan juntas, de tal manera que el contacto con Cristo
llega a ser también el baricentro de la vida afectiva, orientando las energías
afectivas al contacto con Cristo, al servicio de la Iglesia y de los hermanos.
Del
primado de la oración y de la radicalidad de la formación deriva la recóndita
obediencia y la auténtica pobreza a la cual, según su propio estado, el
sacerdote ha sido llamado. Él es −podemos decir− el “grifo de la redención”,
mediante el cual el “no” de Adán llega a ser el “sí” de Cristo, renovado en la
concreta voluntad de conversión de cada uno de los fieles.
Si
la fuente inagotable de la Redención es Cristo, el sacerdote no puede y no debe
poner obstáculos al flujo de la gracia en sí mismo y a favor de los hermanos.
Por este motivo, él debe estar constantemente en contacto con la comunidad en
la que vive, porque ese es el lugar en donde se actúa la gracia, huyendo de
cualquier forma de aislamiento de otra espiritualidad auto referencial, que le
lleve a replegarse en sí mismo, perdiendo de vista el amplio horizonte de la
Iglesia y del mundo.
En
este sentido, la misma pobreza se debe descubrir no bajo un sentido demagógico
de pauperismo, sino como un auténtico apartarse de sí mismo para servicio de
los demás y dejando de lado otras cosas. La pobreza es el signo de la auténtica
libertad interior del sacerdote y coincide en abandonar todos los bienes en
función del ministerio y, ¿por qué no?, al servicio de las vocaciones.
3. Pastoral vocacional y año propedéutico
En
un contexto eclesial, que ponga el propio centro en la oración por las
vocaciones y en aquella que hoy, más que nunca, se define como “pastoral
integrada”, aparece totalmente evidente cómo la llamada “pastoral vocacional”
debe ponerse en profunda relación no sólo con la pastoral juvenil, sino con
aquella familiar, escolar y universitaria.
Si,
como he recordado al principio de esta conferencia, el horizonte de las
vocaciones es la fe, hay que reconocer que el cuidado auténtico de la pastoral
juvenil y la ayuda a las familias cristianas, capaces de educar a sus hijos
hacia la vocación, son presupuestos indispensables para que nuestros jóvenes
puedan ponerse en condiciones necesarias para la escucha de la llamada del Señor.
Delante
de nuestros ojos y más allá del concreto juicio de mérito, que cada uno pueda
dar a las varias realidades eclesiales, movimientos y nuevas comunidades, la
realidad manifiesta que donde se encuentran familias creyentes y numerosas,
abiertas a la vida, es más fácil constatar cómo florecen algunas vocaciones. De
este modo, donde Cristo se vive como centro de la existencia y se le propone
como real experiencia del modo de hacer humano y como dilatación de la razón y
del corazón, llega a ser natural aquello que en realidad es sobrenatural, esto
es, pronunciar el propio “sí”.
No
deben existir surcos, ni cráteres, ni “kenion” entre la pastoral vocacional y
el año propedéutico, ni tampoco entre el año propedéutico y el Seminario. Todo
debe vivirse en una armoniosa continuidad, con el discernimiento de todo
aquello que es “hombre viejo” y del que es necesario separarse, como de todo
aquello que pertenece a la historia salvadora de cada uno y que necesariamente
debe integrarse en un horizonte más grande de vida y de ministerio.
Es
necesario que cada formador entienda que no debe ser en ningún modo el
horizonte último o el punto de referencia de un joven. El horizonte es y
permanece sólo Cristo. Es Cristo vivo en la Iglesia. Todos estamos al servicio
de este reconocimiento y, a la vez, estamos llamados continuamente, con nuestro
ministerio, a dilatar −y nunca a restringir− el horizonte que lleva a Cristo.
En
tal sentido, el año propedéutico puede ser una obra maravillosa para hacer frente
a los años posteriores de filosofía y de teología, con una “mens” positivamente
receptiva y sanamente crítica. Debería ser el año en el cual, por ejemplo, se
trasmitieran los elementos doctrinales de base, que hace treinta o cuarenta
años se daban por descontados en cada joven y que en la actualidad pueden ser
extraños para tantos de ellos. Puede ser el tiempo de cortar con el mundo, con
el hombre viejo y con todo aquello que ata y encadena al hombre viejo.
Erradicar hábitos de vida, ambientes y personas frecuentadas, amistades
ambiguas, hábitos que en ninguna manera corresponden a un estilo humano,
cristiano y, en su momento, sacerdotal. El año propedéutico llegaría a
conseguir un resultado si se acompañara al joven en su caminar por el mundo,
siendo de Cristo en el mundo.
Es
cierto que es arduo recuperar los años de lejanía de la “mens” cristiana, pero
la claridad propuesta, la coherencia de la vida comunitaria y la cualidad de la
formación espiritual, adecuadamente ayudadas por la gracia y por la natural
generosidad, que fijan en el corazón los primeros gérmenes de vocación,
determinarían el corazón de quien quiere pronunciar su sí a Cristo y con ello
se facilitaría poder trabajar en todo lo demás.
Sabemos
muy bien, queridos hermanos, cómo los primeros días, las primeras semanas y los
primeros meses de una vocación pueden ser cruciales para orientar todo el
camino a seguir. Pero la gracia de Dios es más grande que la suma de todos los
límites y errores humanos −y también de aquellos de los formadores− y siendo
así es necesario saber escoger la preciosidad de todo aquello que Cristo deja
en nuestras manos, a fin de que no ocurra que un día seamos acusados por el
Señor por haber dejado pasar su gracia o de haber sofocado, aunque fuera una
sola de las vocaciones por Él suscitadas.
Para
que exista un verdadero “recomienzo vocacional” es necesario subrayar con
fuerza y con determinación el primado de la oración personal y comunitaria. Es
necesario formar sacerdotes humildes, conscientes de que el Sacerdocio, que
anida en ellos, es un servicio al Pueblo de Dios, como nos ha recordado el Papa
Francisco: “son ungidos para ungir al Pueblo” y que para ser totalmente al
servicio del Pueblo de Dios deben ser enteramente propiedad de Dios, inmersos en
Dios y pertenecientes sólo a Él. Una grande, auténtica y profunda
espiritualidad sacerdotal puede traducirse sólo en una luminosa misionaridad;
luminosa, no de “appeal” humano, sino de irresistible fuerza de atracción, que
el Señor ha profetizado diciendo: “Cuando sea levantado sobre la tierra atraeré
a todos hacia mi” (Jn. 12, 32).
Lo
ponemos todo en las manos maternales de la Bienaventurada Virgen María, Reina
de los Apóstoles y Madre de cada vocación y de nuestro servicio al clero y a
las vocaciones. María, que ha llevado en su seno al Hijo de Dios encarnado,
Único y Eterno Sacerdote, es también, simbólicamente, el primer Seminario de la
historia. Es éste mi augurio para cada uno de vuestros Seminarios: Que sean
auténticos senos maternales marianos dispuestos a engendra santos sacerdotes
para la Iglesia.
Gracias.
Emmo. Cardenal Mauro Piacenza Prefecto
de la Congregación para el Clero
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