Del
liberalismo al permisivismo
Existe también —y
no parece menos grave— una crisis de la moral propuesta por el Magisterio de la
Iglesia. Una crisis que, como decíamos antes, se halla estrechamente vinculada
a la crisis actual del dogma católico. Se trata de una crisis que, por el momento,
se hace presente sobre todo en el mundo que llamamos «desarrollado», de manera
particular en Europa y en los Estados Unidos; pero ya se sabe que los modelos
que se elaboran en estas regiones acaban por imponerse al resto del mundo, por
influencia de lo que hoy se conoce como imperialismo cultural.
Según las palabras
mismas del cardenal, «en un mundo como el de Occidente, donde el dinero y la
riqueza son la medida de todo, donde el modelo de economía de mercado impone
sus leyes implacables a todos los aspectos de la vida, la ética católica
auténtica se les antoja a muchos como un cuerpo extraño, remoto; una especie de
meteorito que contrasta no sólo con los modos concretos de comportamiento, sino
también con el esquema básico del pensamiento. El liberalismo económico
encuentra, en el plano moral, su exacta correspondencia en el permisivismo. En
consecuencia, se hace difícil, cuando no imposible, presentar la moral de la
Iglesia como razonable; se halla demasiado distante de lo que consideran obvio
y normal la mayoría de las personas, condicionadas por una cultura hegemónica,
a la cual han acabado por amoldarse, como autorizados valedores, incluso no
pocos moralistas «católicos».
En Bogotá, en la
reunión de obispos presidentes de la Comisión Doctrinal y de las Conferencias
episcopales de América Latina, el cardenal dio lectura a una relación —hasta
ahora inédita— que tenía por objeto analizar los motivos profundos de todo lo
que sucede en el campo de la teología contemporánea, incluida la teología
moral, a la cual, en aquella relación, dedica un espacio acorde con su
importancia. Será necesario seguir los pasos del análisis de Ratzinger para
comprender su preocupación ante determinados derroteros que toma Occidente y,
en su seguimiento, ciertas corrientes teológicas. En particular, el Prefecto
quiere llamar la atención sobre las cuestiones familiares y sexuales.
Una
serie de fracturas
A este propósito
observa: «En la cultura del mundo «desarrollado» se ha destruido, en primer
lugar, el vínculo entre sexualidad y matrimonio indisoluble. Separado del
matrimonio, el sexo ha quedado fuera de órbita y se ha encontrado privado de
puntos de referencia: se ha convertido en una especie de mina flotante, en un
problema y, al mismo tiempo, en un poder omnipresente».
Después de esta
primera ruptura descubre otra, que es consecuencia de la primera: « Consumada
la separación entre sexualidad y matrimonio, la sexualidad se ha separado
también de la procreación. El movimiento ha terminado por desandar el camino en
sentido inverso: es decir, procreación sin sexualidad. De aquí provienen los
experimentos cada vez más impresionantes de la tecnología médica —de los cuales
está llena la actualidad—, y en los que precisamente la procreación es
independiente de la sexualidad. La manipulación biológica lleva camino de
desarraigar al hombre de la naturaleza (cuyo concepto mismo, como veremos se
pone en entredicho). Se intenta transformar al hombre y manipularlo como se
hace con cualquier otra «cosa»: un simple producto planificado a voluntad».
Si no me equivoco,
observo, nuestras culturas son las primeras en toda la historia en las que se
realizan semejantes rupturas.
«Sí, y este proceso
dirigido a destrozar las conexiones fundamentales, naturales (y no sólo
culturales, como dicen), conduce a consecuencias inimaginables, que se
desprenden de la lógica misma que preside un camino semejante».
Según él, hoy
estaríamos pagando ya «los efectos de una sexualidad sin ligazón alguna con el
matrimonio y la procreación. La consecuencia lógica es que toda forma de
sexualidad es igualmente válida y, por consiguiente, igualmente digna». «No se
trata ciertamente —precisa— de atenernos a un moralismo desfasado, sino de
sacar lúcidamente las consecuencias de las premisas: es lógico, puestas así las
cosas, que el placer, la libido del individuo se conviertan en el único punto
de referencia posible del sexo. Este, sin una razón objetiva que lo justifique,
busca una razón subjetiva en la satisfacción del deseo, en una respuesta, lo
más «gratificante» posible para el individuo, a los instintos, a los cuales no
se puede oponer un freno racional. Cada cual es libre de dar el contenido que
se le antoje a su libido personal».
Continúa: «Resulta
entonces natural que se transformen en «derechos» del individuo todas las formas
de satisfacción de la sexualidad. Así, por poner un ejemplo muy del día, la
homosexualidad se presenta como un derecho inalienable (¿y cómo negarlo con
semejantes premisas?); más aún, su pleno reconocimiento se transforma en un
aspecto de la liberación del hombre».
Y no terminan aquí
las consecuencias de «este desarraigarse la persona humana de su naturaleza
profunda». Dice el Prefecto: «Al desgajarse del matrimonio fundado sobre la
fidelidad por toda una vida, deja la fecundidad de ser bendición (como ha sido
entendida en toda cultura), para transformarse en lo contrario, es decir, en
una amenaza para la libre satisfacción del «derecho a la felicidad del
individuo». He aquí por qué el aborto provocado, gratuito y socialmente
garantizado se transforma en otro «derecho», en otra forma de «liberación».
¿Lejos
de la sociedad o lejos del Magisterio?
Este es, según el
cardenal, el dramático panorama de la ética en la sociedad radicalmente liberal
y «opulenta». Pero ¿cómo reacciona a todo esto la teología moral católica?
«La mentalidad hoy
dominante ataca los fundamentos mismos de la moral de la Iglesia, que —como
decía—, si se mantiene fiel a sí misma, corre el peligro de aparecer como un
anacronismo, como un embarazoso cuerpo extraño. Así, muchos moralistas occidentales
—sobre todo norteamericanos—, con la intención de ser todavía «creíbles», se
creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la
sociedad y la disconformidad con el Magisterio. Muchos eligen esta última
fórmula de rechazo, y se entregan a la búsqueda de teorías y sistemas que
permitan una situación de compromiso entre el catolicismo y los criterios en
boga. Pero este divorcio creciente entre Magisterio y «nuevas» teologías
morales provoca lastimosas consecuencias. Hay que tener en cuenta que la
Iglesia, por medio de sus escuelas y hospitales, cumple todavía hoy (sobre todo
en América) importantes misiones sociales. He aquí, pues, la penosa alternativa
que se plantea: o la Iglesia encuentra un camino de acuerdo, un compromiso con
los valores aceptados por la sociedad a la que quiere continuar sirviendo, o
decide mantenerse fiel a sus valores propios (valores que, a su entender, son
los que tutelan las exigencias profundas del hombre), y entonces se encuentra
desplazada respecto a la sociedad».
El cardenal cree
comprobar que «la teología moral se ha convertido hoy en un campo de tensiones,
sobre todo porque sus afirmaciones afectan de modo muy directo a la persona.
Las relaciones prematrimoniales se justifican con frecuencia, al menos bajo
ciertas condiciones. La masturbación se presenta como un fenómeno normal de la
evolución del adolescente; una y otra vez se propone la admisión de los
divorciados que se han vuelto a casar; el feminismo, incluso el más radical,
parece adquirir derecho de ciudadanía, a veces en el ámbito de los conventos
mismos (pero sobre esto hablaremos en otro lugar). Ante el problema de la
homosexualidad, se plantean claras tentativas de justificación: en los Estados
Unidos se ha dado el caso de obispos que —por ingenuidad o por un cierto
sentimiento de culpabilidad de los católicos hacia una «minoría oprimida»— han
cedido iglesias a los gays para la celebración de sus festivales. Y tenemos
también el caso de la Humanae vitae, la encíclica de Pablo VI que reafirmaba el
«no» a la contraconcepción y que no ha sido comprendida, antes al contrario, ha
sido más o menos abiertamente rechazada en amplios sectores eclesiales».
Pero ¿no es acaso
cierto, digo, que el problema de la regulación de la natalidad ha encontrado
particularmente desguarnecida a la moral católica tradicional? ¿No se tiene la
impresión de que el Magisterio se ha visto aquí sin verdaderos argumentos
decisivos?
«Es cierto que en
el comienzo del gran debate, cuando apareció la encíclica Humanae vitae (1968),
era todavía relativamente estrecha la base de la argumentación de la teología
vinculada al Magisterio. Pero, desde entonces, nuevas reflexiones y
experiencias han venido a ampliarla hasta el punto de que la situación comienza
a invertirse».
¿De qué modo?,
pregunto.
«Para tener una
visión de conjunto, es preciso echar una ojeada retrospectiva. En los años
treinta o cuarenta, algunos teólogos católicos comenzaron ya a criticar la
orientación unilateral de la ética sexual católica sobre la procreación. La
criticaban desde una filosofía personalista e insistían sobre todo en que el
modo clásico de enfocar el matrimonio, en el Derecho Canónico, en función de
sus «fines» no era del todo adecuado a la esencia del matrimonio. La categoría
«fin» es insuficiente para explicar el fenómeno propiamente humano. Estos
teólogos en modo alguno negaron la importancia de la fecundidad en la escala de
valores de la sexualidad humana. En el marco de una filosofía más personalista
asignaron al matrimonio un lugar nuevo. Estas discusiones fueron importantes y
contribuyeron a ahondar la doctrina católica sobre el matrimonio. El Concilio
acogió y confirmó estos aspectos personalistas, en su mejor acepción. Pero a
raíz del Concilio se esbozó una nueva línea evolutiva. Las reflexiones
conciliares se habían basado en la unidad de persona y naturaleza, mientras que
luego comenzó a interpretarse el «personalismo» como contrapuesto al
«naturalismo», es decir, como si la persona humana y sus exigencias pudiesen
entrar en pugna con la naturaleza. De este modo, un personalismo exagerado ha
conducido a ciertos teólogos a rechazar el orden interno, el lenguaje de la
naturaleza (que es moral por sí mismo, según la enseñanza católica de siempre),
dejando a la sexualidad, incluso conyugal, como único punto de referencia, la
voluntad de la persona. He aquí uno de los motivos del rechazo de la Humanae
vitae, de la imposibilidad, para ciertas teologías, de rechazar la
contraconcepción».
Buscando
puntos firmes
El «personalismo
extremo» no es el único, entre los sistemas éticos que surgen como alternativa
a los del Magisterio. Ante los obispos reunidos en Bogotá, y refiriéndose en
particular a América del Norte, Ratzinger expuso las líneas de otro sistema que
juzga inaceptable: «Inmediatamente después del Concilio, se comenzó a discutir
sobre la existencia de normas morales específicamente cristianas. Algunos
llegaron a la conclusión de que todas las normas pueden encontrarse también
fuera del mundo cristiano y que, de hecho, la mayor parte de las cristianas se
han tomado de otras culturas, en particular de la antigua filosofía clásica,
sobre todo del estoicismo. Desde este falso punto de partida se llegó
inevitablemente a la idea le que la moral ha de construirse únicamente sobre la
base de la razón y que esta autonomía de la razón es también válida para los
creyentes. Por consiguiente, no al Magisterio, no al Dios de la Revelación con
sus Mandamientos, con su Decálogo. En efecto, muchos sostienen que el Decálogo,
sobre el que la Iglesia ha construido su moral objetiva, no sería más que un
«producto cultural» ligado al antiguo Oriente Medio semita. Por lo tanto, una
simple regla relativa, dependiente de una antropología y de una historia que ya
no son las nuestras. Por este camino surge de nuevo la negación de la
Escritura, renace la antigua herejía según la cual el Antiguo Testamento (lugar
de la «Ley») habría sido anulado por el Nuevo (reino de la «Gracia»). Pero la
Biblia es un todo unitario para el católico; las bienaventuranzas de Jesús no
anulan el Decálogo confiado por Dios a Moisés y, en él, a los hombres de todos
los tiempos. Según el criterio de estos nuevos moralistas, en cambio, nosotros,
hombres «al fin adultos y liberados», deberíamos buscar por nosotros mismos
otras normas de comportamiento».
¿Una búsqueda,
pregunto, mediante las solas fuerzas de la razón?
«En efecto, como
había comenzado a decir. Se sabe, en cambio, que para la auténtica moral
católica hay acciones que ninguna razón podrá nunca justificar, porque
contienen en sí mismas un rechazo de Dios creador y, por lo tanto, una negación
del bien auténtico del hombre, su criatura. Para el Magisterio han existido
siempre determinados puntos inamovibles, que son como señales indicadoras que
no pueden ser arrancadas o ignoradas sin destruir el vínculo que la filosofía
cristiana descubre entre el Ser y el Bien. Al proclamar la autonomía de la
razón humana y separarse del Decálogo, ha sido preciso ir a la búsqueda de
nuevos puntos de apoyo: ¿dónde puede el hombre hacer pie, cómo puede justificar
los deberes morales, si éstos no arraigan ya en la Revelación divina, en los
Mandamientos del Creador?»
¿Y entonces?
«Entonces se ha
llegado a la llamada «moral de los fines» o —como se prefiere decir en los
Estados Unidos, donde sobre todo se ha elaborado y difundido— de las
«consecuencias», el consecuencialismo: nada es en sí bueno o malo; la bondad de
un acto depende únicamente de su fin y de sus consecuencias previsibles y
calculables. Sin embargo, al darse cuenta de los inconvenientes de un sistema
semejante, algunos moralistas han tratado de suavizar el «consecuencialismo»
con el proporcionalismo: el obrar moral depende de la valoración y de la
actitud que se adopte ante la proporción de los bienes que están en juego. A
fin de cuentas, un cálculo individual, en esta ocasión de la «proporción» entre
bien y mal».
Pero me parece,
observo, que también la moral clásica hacía referencia a planteamientos
parecidos: a la valoración de las consecuencias, al peso de los bienes que se
ofrecen a la elección.
«Ciertamente
—responde—. El error ha sido construir un sistema sobre lo que tan sólo era un
aspecto de la moral tradicional, la cual —a la postre— no dependía de la
valoración personal del individuo, sino de la revelación de Dios, de las
«instrucciones para el uso» por El inscritas de modo objetivo e indeleble en su
creación. Por lo tanto, la naturaleza y el hombre mismo, en cuanto parte de
esta naturaleza creada, contienen en su interior su propia moralidad».
La negación de todo
esto conduce, según el Prefecto, a consecuencias devastadoras para el individuo
y para la sociedad: «Si desde los Estados Unidos, en donde estos sistemas han
tenido origen y se han impuesto, dirigimos la mirada a otras áreas geográficas,
descubrimos que también las convicciones morales de ciertas teologías de la
liberación se apoyan, en el fondo, en una moral «proporcionalista»: el «bien
absoluto» (es decir, la edificación de la sociedad justa, socialista) se
convierte en la norma moral que justifica todo lo demás, incluso la violencia,
el crimen y la mentira, si necesario fuere. Es éste uno de tantos aspectos que
muestran cómo, renegando de su arraigo en Dios, cae la humanidad en poder de
las más arbitrarias consecuencias. La «razón» del individuo puede, de hecho,
proponer de cuando en cuando para la acción los más diversos, imprevisibles y
peligrosos objetivos. Y lo que parecía «liberación» se transforma en su
contrario, mostrando en el terreno de los hechos su rostro luciferino. Es el Tentador
quien, en el primer libro de la Escritura, seduce al hombre y a la mujer con la
promesa: seréis como Dios (Gén 3,5). Es decir, libres de las leyes del Creador,
libres de las leyes mismas de la naturaleza, dueños absolutos de nuestro
destino. Pero, al final de este camino, no es precisamente el Paraíso terrenal
lo que nos espera».
En “Informe sobre
la Fe” Capítulo VI
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