Las mujeres: Una Mujer
Un sacerdocio en
cuestión - Contra la «trivialización» de la sexualidad - En defensa de la
naturaleza - Feminismo en el convento - ¿Un futuro sin monjas? - Un remedio:
María - Seis motivos para no olvidarla - Fátima y aledaños
Según el cardenal, la reflexión sobre la crisis
de la moral se halla estrechamente vinculada al tema (hoy actualísimo en la
Iglesia) de la mujer y su misión.
El documento de la Congregación para la Doctrina
de la Fe que ratificaba el «no» católico (compartido por todas las Iglesias de
la ortodoxia oriental y, hasta tiempos muy recientes, por los anglicanos) al
sacerdocio de la mujer, lleva al pie la firma del predecesor del cardenal
Ratzinger. Este, sin embargo, contribuyó a su elaboración, y, a una pregunta
mía concreta, lo define como «muy bien preparado, aunque, como todos los
documentos oficiales, presenta una cierta sequedad y va directamente a las
conclusiones sin poder dar razón, con la amplitud que sería necesaria, de todos
los pasos que a ellas conducen».
A este documento remite el Prefecto para
examinar de nuevo una cuestión a su juicio, ha sido con frecuencia mal
planteada.
Hablando del tema de la mujer en general (y de
su proyección en la Iglesia, en particular entre las religiosas) me parece
advertir en él una singular amargura: «Es la mujer la que más duramente paga
las consecuencias de la confusión, de la superficialidad de una cultura que es
fruto de mentes masculinas, de ideologías machistas que engañan a la mujer y la
desquician en lo más profundo, diciendo que en realidad quieren liberarla».
Dice a este propósito: «A primera vista, las
instancias del feminismo radical a favor de una total equiparación entre el
hombre y la mujer parecen nobilísimas y, en todo caso, absolutamente
razonables. Y parece lógico que esta defensa del derecho de la mujer a ingresar
en todas las profesiones, sin excluir ninguna, se transforme en el interior de
la Iglesia en una exigencia de acceso también al sacerdocio. Esta exigencia de
la ordenación, esta posibilidad de contar con sacerdotisas católicas parece a
muchos no sólo justificada, sino también inocua: una simple e indispensable
adecuación de la Iglesia a una situación social nueva con la que hay que
contar».
Y entonces, pregunto, ¿por qué obstinarse en el
rechazo?
«En realidad —responde— este tipo de
«emancipación» de la mujer no es una novedad. Se olvida que en el mundo antiguo
todas las religiones tenían también sacerdotisas. Todas, excepto una: la
religión judía. El cristianismo, siguiendo también en esto el ejemplo
«escandalosamente» original de Jesús, abre a las mujeres una nueva situación, y
les ofrece un lugar que representa una verdadera novedad con relación al
judaísmo. Pero de éste conserva el sacerdocio sólo masculino. Evidentemente, la
intuición cristiana ha comprendido que no se trataba de una cuestión
secundaria, y que defender la Escritura (la cual no conoce mujeres-sacerdotes
ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento) significaba una vez más defender a
la persona humana. Comenzando, claro está, por la persona de sexo femenino».
Contra la
«trivialización» de la sexualidad
La cosa, observo, no está del todo clara: queda
por ver de qué modo la Biblia y la Tradición, que la ha interpretado, entienden
«proteger» a la mujer excluyéndola del sacerdocio.
«Ciertamente —admite—. Pero entonces es preciso
ir al fondo de la pretensión, que el feminismo radical recibe de la cultura
ambiente, de «trivializar» el carácter específico de la sexualidad, haciendo
intercambiable todo tipo de función entre hombre y mujer. Al hablar de la
crisis de la moral tradicional, hacía hincapié en que en la raíz de la crisis
hay una serie de fatales rupturas: la ruptura, por ejemplo, entre sexualidad y
procreación. Despojado el vínculo que le une a la fecundidad, el sexo ya no
aparece como una característica determinada, como una orientación radical y
originaria de la persona. ¿Hombre? ¿Mujer? Para algunos se trata de preguntas
ya «superadas», carentes de sentido, si no racistas. La respuesta del
conformismo corriente es previsible: «poco importa ser hombre o mujer; todos
somos simplemente personas humanas». Esto, en realidad, no deja de ser grave,
por muy bello y generoso que parezca: significa que la sexualidad no se
considera ya como enraizada en la antropología; significa que el sexo se mira
como una simple función que puede intercambiarse a voluntad».
¿Y entonces?
«Entonces se deduce, con lógica coherencia, que
todo el ser y el obrar de la persona humana se reducen a pura funcionalidad, a
simple cumplimiento de un papel: por ejemplo, el papel de «consumidor» o el
papel de «trabajador», según los regímenes. En todo caso, se trata de algo que
no se relaciona directamente con la diversidad sexual. No es casualidad que,
entre las campañas de «liberación» que se han llevado a cabo en estos años, se
haya planteado la lucha por sacudiese la «esclavitud de la naturaleza»,
reivindicando el derecho de ser hombre o mujer según el capricho de cada uno,
por ejemplo por vía quirúrgica, y exigiendo que el Estado haga constar en el
registro civil esta voluntad autónoma del individuo. Y no es tampoco casualidad
que las leyes se hayan adecuado con toda presteza a semejante reivindicación.
Si todo se reduce a cumplir un «papel» y se ignora el específico carácter
natural inscrito en lo profundo del ser, también la maternidad es una simple
función casual: y, de hecho, ciertas reivindicaciones feministas consideran
«injusto» que sea sólo la mujer la que tenga que parir y amamantar. Y la
ciencia —no sólo la ley— tiende una mano: transformando un hombre en mujer y
viceversa, como ya se ha visto; o separando la fecundidad de la sexualidad, con
la finalidad de hacer procrear a capricho por medio de manipulaciones técnicas.
¿No somos acaso todos iguales? Entonces, si es necesario, se combate también
contra la «desigualdad» de la naturaleza. Pero la naturaleza no se violenta,
sin sufrir por ello las más devastadoras consecuencias. La sacrosanta igualdad
entre hombre y mujer no excluye, sino que exige la diversidad».
En defensa de la
naturaleza
De este planteamiento general pasamos a lo que
más nos interesa. ¿Qué ocurre cuando estas orientaciones penetran en la
dimensión religiosa, cristiana?
«Ocurre que la posibilidad de intercambio entre
los sexos, considerados como simples «funciones» determinadas más por la
historia que por la naturaleza, es decir, la trivialización de lo masculino y
de lo femenino, se extiende a la idea misma de Dios y desde allí se proyecta
sobre toda la realidad religiosa».
Y, sin embargo, parece que un católico puede
sostener (un Papa lo ha recordado recientemente) que Dios está más allá de las
categorías de su creación; es decir, que es Madre tanto como Padre.
«En efecto —responde—. Esto es perfectamente
admisible si nos situamos en un punto de vista puramente filosófico, abstracto.
Pero el cristianismo no es una especulación filosófica ni una construcción de
nuestra mente. El cristianismo no es «nuestro»; es una revelación, un mensaje
que nos ha sido confiado y que no podemos reconstruir a nuestro antojo. No
estamos autorizados a transformar el Padre nuestro en una Madre nuestra: el
simbolismo utilizado por Jesús es irreversible; se funda sobre la misma
relación hombre-Dios que El ha venido a revelarnos. Con mayor razón, no nos es
lícito sustituir a Cristo por otra figura. Pero lo que el feminismo radical
—incluso aquel que se dice cristiano— no está dispuesto a aceptar es justamente
esto: el carácter ejemplar, universal e inmodificable de la relación entre
Cristo y el Padre».
Si son éstas las posiciones en litigio, observo,
el diálogo parece imposible.
«Estoy convencido —dice— de que aquello hacia lo
que apunta el feminismo en su forma radical no es ya el cristianismo que
conocemos; es una religión distinta. Pero también estoy convencido (comenzamos
a comprender las razones profundas de la posición bíblica) de que la Iglesia
católica y las Iglesias orientales, al defender su fe y su concepto del
sacerdocio, defienden en realidad tanto a los hombres como a las mujeres en su
totalidad, en su irreversible distinción de sexos; por consiguiente, en su
condición de seres irreducibles a simple función o papel que se desempeña».
«Por lo demás —continúa—, tiene también aquí
plena validez lo que no me canso de repetir: para la Iglesia, el lenguaje de la
naturaleza (en nuestro caso, dos sexos complementarios entre sí y a un tiempo
netamente distintos) es también el lenguaje de la moral (hombre y mujer
llamados a destinos igualmente nobles y eternos, pero no por ello menos
diversos). En nombre de la naturaleza —a diferencia de la tradición protestante
y, a su zaga, de la Ilustración, que desconfían de este concepto—, la Iglesia
levanta la voz contra la tentación de preconstituir a la persona y su destino
según meros proyectos humanos, de despojarla de su individualidad, y con ésta,
de su dignidad. Respetar la biología es respetar al mismo Dios; es proteger a
sus criaturas».
El feminismo radical, fruto también, según
Ratzinger, «del Occidente opulento y de su establishment intelectual, anuncia
una liberación, es decir, una salvación distinta, si no opuesta, a la
cristiana». Y advierte: «Es deber de los hombres y sobre todo de las mujeres
que experimentan los frutos de esta presunta salvación postcristiana interrogarse
con realismo si ésta significa verdaderamente un aumento de felicidad, un mayor
equilibrio y una síntesis vital más rica que la que se abandona, creyéndola ya
superada».
Según esto, digo, a su juicio, las apariencias
engañan: más que beneficiarias, las mujeres serían víctimas de la «revolución
actual.
«Sí —repite—; es la mujer la que más paga.
Maternidad y virginidad (los dos altísimos valores en los que la mujer
realizaba su vocación más profunda) han venido a ser valores opuestos a los
dominantes. Pero la mujer, creadora por excelencia al dar la vida, no «produce»
en sentido técnico, que es el único sentido que se tiene en cuenta en una
sociedad entregada al culto de la eficacia, Y. por ello, más dominada que nunca
por el hombre. Se convence a la mujer de que se la quiere «liberar» y
«emancipar», induciéndole a masculinizarse y haciéndola así homogénea a la
cultura de la producción, sometiéndola al control de la sociedad masculina de
los técnicos, de los vendedores y de los políticos que buscan beneficio y
poder, y todo lo organizan, todo lo venden y todo lo instrumentalizan para sus
fines. Al afirmar que la diferencia sexual es en realidad secundaria (y, por lo
tanto, negando el cuerpo mismo como encarnación del espíritu en un ser
sexuado), se despoja a la mujer no sólo de la maternidad, sino también de la
libre elección de la virginidad; y, sin embargo, así como el hombre no puede
procrear, así tampoco puede ser virgen si no es «imitando» a la mujer. Ésta,
también por este camino, tenía el valor altísimo de «signo» y de «ejemplo» para
la otra parte de la humanidad».
Feminismo en el
convento
¿Cuál es la situación, pregunto, de ese mundo
riquísimo y complejo (a veces un poco impenetrable a los ojos de un hombre,
sobre todo si es laico), el mundo de las religiosas: es decir, hermanas, monjas
y almas consagradas en general?
«En las comunidades religiosas femeninas
—responde— ha penetrado también cierta mentalidad feminista. Esta penetración
resulta particularmente llamativa, incluso en sus formas más externas, en el
continente norteamericano. Han resistido bastante bien las religiosas de
clausura, las órdenes contemplativas, sin duda porque se hallaban más al abrigo
del Zeitgeist, el espíritu del tiempo, y porque se caracterizan por un ideal
preciso e inmutable: la alabanza de Dios, la plegaria, la virginidad y la
separación del mundo como signo escatológico. En cambio, atraviesan una grave
crisis las órdenes y congregaciones de vida activa. El descubrimiento de la
profesionalidad, el concepto de «asistencia social», que ha venido a sustituir
al de «caridad», la acomodación, con frecuencia indiscriminada y entusiasta, a
los nuevos valores, hasta ahora desconocidos en la moderna sociedad secular, la
penetración en los conventos, a menudo sin filtro de ninguna clase, de
psicologías y psicoanálisis de las más variadas tendencias, ha conducido a
dolorosos problemas de identidad y a la pérdida de aquellas motivaciones que
justificaban la vida religiosa para muchas mujeres., En América, los tratados
espirituales de un tiempo han sido sustituidos por manuales de psicoanálisis de
carácter divulgador; la teología cede con frecuencia su lugar a la psicología,
incluso a la más corriente.. A esto hay que añadir la fascinación casi
irresistible que ejerce todo lo oriental o que por tal se tiene: en muchas
casas religiosas norteamericanas, la cruz ha sido reemplazada, en ocasiones,
por símbolos de la tradición religiosa asiática. Han desaparecido también las
devociones tradicionales, sustituidas por técnicas yoga o zen».
Se ha observado que muchos religiosos —hemos
hablado de ello— han tratado de resolver su crisis de identidad proyectándose
al exterior —según la conocida dinámica masculina—, con el propósito de
«liberarse» en la sociedad o en la política. Muchas religiosas, en cambio,
parecen haberse proyectado hacia el interior (siguiendo también en esto una
dinámica vinculada al sexo), persiguiendo aquella misma «liberación» a través
de la psicología profunda.
«Sí —dice—; se acude con extrema confianza a esa
especie de confesores profanos, de «expertos del alma» que serían los
psicólogos y psicoanalistas. Pero todo lo que éstos pueden decir es cómo
funcionan las fuerzas del espíritu, pero no por qué o con qué finalidad. Ahora
bien, la crisis de muchas religiosas se caracteriza justamente por el hecho de
que su espíritu parece moverse en el vacío, sin una orientación reconocible. De
este trabajo de análisis ha resultado claro que el «alma» no se explica por sí
misma, que tiene necesidad de un punto de referencia exterior. Casi una
confirmación «científica» de la apasionante experiencia de San Agustín: «Nos
has hechos para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en Ti». Este buscar y experimentar, confiándose no pocas veces a «expertos»
improvisados, ha significado vivencias humanas insondables, a veces altísimas,
para las religiosas: tanto para las que han permanecido fieles a sus votos como
para las que han abandonado».
¿Un futuro sin
monjas?
Existe un informe actualizado y minucioso sobre
las religiosas de Quebec, la región del Canadá de habla francesa. El caso de
Quebec resulta ejemplar: se trata de una región de Norteamérica colonizada y
evangelizada por católicos, que construyeron allí un régimen de
cristiandad,dirigido por una Iglesia omnipresente. En efecto, hace sólo veinte
años, a comienzos de los años sesenta, Quebec era la región del mundo con el
índice de religiosas más elevado en relación al número de habitantes, que son
en total seis millones. Entre 1961 y 1981,.a causa de abandonos, muertes y
caída de las vocaciones, las religiosas se redujeron de 46.933 a 26.294. Un
descenso del 44 por 100, y la tendencia parece imparable. Las nuevas vocaciones
se han reducido en el mismo período en un 98,5 por 100. Resulta, además, que
buena parte del 1,5 por 100 restante se halla constituida por «vocaciones
tardías». A base de una simple proyección, todos los sociólogos están de
acuerdo en una conclusión cruda, pero objetiva: «Dentro de poco (a menos que
tengan lugar cambios de tendencia, del todo improbables, al menos desde un
punto de vista humano), la vida religiosa femenina, tal como la hemos conocido,
no será en Canadá más que un recuerdo».
Los mismos sociólogos que han preparado el
informe describen cómo en estos últimos veinte años todas las comunidades han
puesto en práctica toda suerte de reformas imaginables: abandono del hábito
religioso, salario individual, estudios en universidades laicas, inserción en
profesiones seculares, asistencia masiva de todo tipo de «especialistas». Y. a
pesar de todo, las religiosas han continuado saliendo, no han llegado las
nuevas vocaciones, y las que han permanecido —con un promedio de edad en torno
a los sesenta años— no siempre parecen haber resuelto sus problemas de
identidad, y en algunos casos confiesan que esperan resignadas la extinción de
su Congregación.
Sin duda era necesario el aggiornamento, incluso
el más decidido; pero no parece haber funcionado en aquella parte de América
del Norte a la que Ratzinger se refiere en particular. ¿Debe esto atribuirse a
que, olvidando la advertencia evangélica, se ha querido poner «vino nuevo» en
«odres viejos», es decir, en comunidades nacidas en otros climas espirituales,
hijas de una Societas christiana que ya no es la nuestra? En una palabra: el
fin de una vida religiosa, ¿no significa el fin de la vida religiosa, que se
encarnará en formas nuevas, adecuadas a nuestro tiempo?
El Prefecto no lo excluye con seguridad, aunque
el caso ejemplar de Quebec confirma que las órdenes en apariencia más opuestas
a la mentalidad actual y más refractarias a todo tipo de cambios, las órdenes
contemplativas, las religiosas de clausura, «han sufrido, en el peor de los
casos, algún que otro problema, pero no han conocido una verdadera crisis»,
según las palabras de los mismos sociólogos.
Como quiera que sea, según el cardenal, «si es
la mujer la que paga un precio más elevado a la nueva sociedad a sus valores,
las religiosas eran las que se hallaran más expuestas entre todas las mujeres».
Volviendo una vez más a lo dicho con anterioridad, observa que «el hombre,
incluso el religioso, a pesar de los problemas que todos conocemos, ha podido
buscar remedio a la crisis entregándose al trabajo, tratando de encontrar de
nuevo su centro en la actividad. Pero ¿qué ha podido hacer la mujer, cuando las
funciones inscritas en su biología misma han sido negadas y hasta
ridiculizadas; cuando su maravillosa capacidad de dar amor, ayuda, consuelo,
calor, solidaridad, se ha sustituido por la mentalidad economicista y sindical
de la «profesión», esa típica preocupación masculina? ¿Qué puede hacer la mujer
cuando todo lo que le es más propio es destruido y tenido por irrelevante y
desorientador?»
Continúa: «El activismo, el querer hacer a toda
costa cosas «productivas», «sobresalientes», es la tentación constante del
hombre, también del religioso. Y ésta es precisamente la orientación que domina
en las eclesiologías (hemos hablado de ello) que presentan a la Iglesia como un
«pueblo de Dios» sumergido en la actividad, empeñado en traducir el Evangelio
en un programa de acción destinado a conseguir «resultados» sociales, políticos
y culturales. Pero no por simple azar tiene la Iglesia nombre de mujer. En ella
vive el misterio de la maternidad, de la gratuidad, de la contemplación, de la
belleza; en una palabra, de los valores que parecen inútiles a los ojos del
mundo profano. La religiosa, sin darse plenamente cuenta de las razones,
advierte el malestar profundo que produce vivir en una Iglesia en la que el
cristianismo se reduce a una ideología del hacer, según aquella eclesiología
tan crudamente machista, que se presenta sin más —y a menudo se acepta— como la
más cercana a las mujeres y a sus exigencias «modernas». Pero éste es un
proyecto de Iglesia en el que no hay lugar para la experiencia mística, esa
veta de la vida religiosa que, entre las glorias y las riquezas ofrecidas a
todos, ha sido, a través de los siglos y no por mera casualidad, más plenamente
vivida por las mujeres que por los hombres. Recordemos aquellas mujeres
extraordinarias que la Iglesia ha proclamado «santas», y en ocasiones
«doctoras», y que no ha dudado en proponer como ejemplo a todos los cristianos.
Un ejemplo que reviste hoy especial actualidad».
Un remedio:
María
Para resolver la crisis de la idea misma de
Iglesia, la crisis de la moral, la crisis de la mujer, el Prefecto propone,
entre otros, un remedio «que ha demostrado concretamente su eficacia a lo largo
de la historia del cristianismo. Un remedio cuyo prestigio parece hoy haberse
oscurecido a los ojos de algunos católicos, pero que es más actual que nunca».
Su nombre es breve: María.
Ratzinger es consciente de que este punto —quizá
más que ningún otro— plantea a un cierto sector de creyentes serias
dificultades a la hora de recuperar plenamente un aspecto del cristianismo como
la mariología, a pesar de que este aspecto ha sido refirmado por el Vaticano II
como culminación de la Constitución dogmática sobre la Iglesia. «Al incluir el
misterio de María en el misterio de la Iglesia —dice—, el Vaticano II ha
llevado a cabo una opción significativa que tendría que haber dado un nuevo
impulso a los estudios teológicos; éstos, en cambio, durante el primer período
posconciliar, han experimentado en este aspecto, una brusca caída, casi un
colapso, aunque ahora se dan indicios de un verdadero despertar».
En 1968, con ocasión de la conmemoración del 18º
aniversario de la proclamación del dogma de la Asunción de María en cuerpo y
alma a la gloria celestial, el entonces profesor Ratzinger observaba: «En pocos
años, la orientación ha cambiado hasta tal punto que hoy se hace difícil
comprender el entusiasmo y la alegría que entonces reinaron en la Iglesia; hoy
se trata, más bien, de esquivar aquel dogma que tanto nos había entusiasmado;
muchos se preguntan si esta verdad —como todas las otras verdades católicas
sobre María— no es en realidad fuente de dificultades en nuestras relaciones
con los hermanos protestantes. Como si la mariología fuese una piedra que
obstaculiza el camino hacia la unión. Y nos preguntamos también si, al
reconocer el puesto que la tradición asigna a María, no se amenaza la
orientación de la piedad cristiana, desviándola de lo único que debe
importarle: Dios nuestro Señor y el único Mediador, Jesucristo».
Y, sin embargo, me dirá durante el coloquio, «Si
ha sido siempre esencial para el equilibrio de la fe el lugar que ocupa la
Señora, hoy es más urgente que en ninguna otra época de la historia de la
Iglesia descubrir de nuevo este lugar».
El testimonio de Ratzinger es también
humanamente importante. Ha llegado a él a través de un camino personal de
redescubrimiento, de progresivo ahondamiento, casi de plena «conversión» al
misterio mariano. Me confía: «Cuando todavía era un joven teólogo, antes de las
sesiones del Concilio (y también durante las mismas), como ha sucedido y sucede
hoy a muchos, abrigaba algunas reservas sobre ciertas fórmulas antiguas, como
por ejemplo aquella famosa de Maria numquam satis, «de María nunca se dirá
bastante». Me parecía exagerada. También se me hacía difícil comprender el
verdadero sentido de otra famosa expresión (repetida en la Iglesia desde los
primeros siglos, cuando —después de una disputa memorable— el concilio de Éfeso
del 431 había proclamado a María Theotókos, Madre de Dios), es decir, la
expresión que presenta a la Virgen como «enemiga de todas las herejías». Hoy
—en este confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece
agolparse a las puertas de la auténtica fe católica— comprendo que no se trata
de exageraciones de almas devotas, sino de una verdad hoy más en vigor que
nunca».
«Sí —continúa—; es necesario volver a María si
queremos volver a aquella «verdad sobre Jesucristo, verdad sobre la Iglesia y
verdad sobre el hombre» que Juan Pablo II proponía a la cristiandad entera
cuando, en 1979, presidió en Puebla la Conferencia del Episcopado
Latinoamericano. Los obispos respondieron a la invitación del Pontífice
proponiendo en el documento final (documento que algunos han leído de manera
harto incompleta) la recomendación unánime: «María debe ser cada vez más la
pedagogadel Evangelio para los hombres de hoy». En aquel continente, allí donde
se apaga la tradicional piedad mariana del pueblo, el vacío se llena con
ideologías políticas. Es un fenómeno que se reproduce un poco en todas partes,
que viene a confirmar la importancia de la piedad mariana que es mucho más que
una mera devoción».
Seis motivos
para no olvidarla
Seis son los puntos en los cuales —de un modo
forzosamente sintético y, por lo tanto, incompleto— el cardenal resume la
función de equilibrio y planificación para la fe católica que ejerce la Virgen.
Oigámosle.
«Primer punto: Reconocer a María el puesto que
el Dogma y la Tradición le asignan significa hallarse sólidamente cimentados en
la cristología auténtica. (Vaticano II: «La Iglesia, meditando piadosamente
sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de
reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se
asemeja cada día más a su Esposo» [LG n.65]). Por lo demás, la Iglesia proclama
los dogmas marianos al servicio directo de la fe en Jesucristo —por lo tanto,
no por devoción a la Madre en primer lugar—: en un primer momento, la
virginidad perpetua y la maternidad divina, y más tarde, tras una larga y
madura reflexión, la concepción sin mancha de pecado original y la asunción a
los cielos. Estos dogmas salvaguardan la fe auténtica en Cristo como verdadero
Dios y verdadero hombre: dos naturalezas en una sola persona. Salvaguardan
también la indispensable tensión escatológica, al indicar en María asunta a los
cielos el destino inmortal que a todos nos espera. Y salvaguardan también la
fe, hoy amenazada, en Dios creador (y es éste uno de los significados de la
verdad sobre la virginidad perpetua de María, más incomprendida que nunca), que
puede intervenir libremente sobre la materia. En una palabra, como nos recuerda
el Concilio: «María, por su íntima participación en la historia de la
salvación, reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe»
(LG n.65)».
Segundo punto: «La mariología de la Iglesia
supone la justa relación y la necesaria integración entre Biblia y Tradición:
los cuatro dogmas marianos tienen en la Escritura su base indispensable. Hay
aquí como un germen que crece y fructifica en la vida cálida de la Tradición
tal como se expresa en la liturgia, en la intuición del pueblo creyente y en la
reflexión de la teología guiada por el Magisterio».
Tercer punto: «En su misma persona de doncella
judía que ha llegado a ser madre del Mesías, María vincula de modo vital e
inextricable el antiguo y el nuevo pueblo de Dios, Israel y el cristianismo, la
Sinagoga y la Iglesia. Ella es como el punto de unión sin el cual la fe (como
sucede hoy) corre peligro de perder el equilibrio, apoyándose únicamente sobre
el Antiguo Testamento o fundándose sólo sobre el Nuevo. En ella, en cambio,
podemos vivir la síntesis de la Escritura entera».
Cuarto punto: «La verdadera devoción mariana
garantiza a la fe la convivencia de la «razón», a todas luces indispensable,
con las no menos indispensables «razones del corazón», como diría Pascal. Para
la Iglesia, el hombre no es únicamente razón ni sólo sentimiento; es la unión
de estas dos dimensiones. La cabeza debe reflexionar con lucidez, pero el
corazón ha de estar caldeado: la devoción a María («despojada tanto de toda
falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la
singular dignidad de la Madre de Dios», como recomienda el Concilio) asegura de
este modo a la fe su dimensión humana completa».
Continuando la exposición de su síntesis,
Ratzinger indica un quinto punto: «Según las palabras mismas del Vaticano II,
María es «figura», «imagen» y «modelo» de la Iglesia. Dirigiendo hacia ella su
mirada, la Iglesia se aleja de aquella imagen machista a la que hacíamos
referencia, imagen que presenta la Iglesia como mero instrumento de acción
socio-pilítica. En María, su figura y modelo, la Iglesia descubre de nuevo su
rostro de Madre y por ello no puede degenerar hacia una involución que la
transforme en partido, en organización, en grupo de presión al servicio de
intereses humanos, por muy nobles que sean. Si en ciertas teologías y
eclesiologías no hay ya lugar para María, la razón es clara: han reducido la fe
a una abstracción. Y una abstracción no tiene necesidad de Madre».
Sexto y último punto de esta síntesis: «En
virtud de su destino de Virgen y Madre, María continúa proyectando luz sobre lo
que el Creador ha querido para la mujer de todos los tiempos, incluido el
nuestro. Más aún, tal vez sobre todo para nuestro tiempo, en el que —como
sabemos— se halla amenazada la esencia misma de la feminidad. Su virginidad y
su maternidad arraigan el misterio de la mujer en un destino altísimo del que
no puede ser despojada. María es la intrépida mensajera del Magnificat, pero es
también aquella que hace fecundos el silencio y la ocultación; aquella que no
teme permanecer al pie de la cruz, que asiste al nacimiento de la Iglesia; es
también aquella que, como subraya en varias ocasiones el evangelista, «guarda y
medita en su corazón» las cosas que ocurrían a su alrededor. Criatura del
coraje y de la obediencia, es (ahora y siempre) un ejemplo en el que todo
cristiano —hombre y mujer— puede y debe inspirarse».
Fátima y
aledaños
El juicio sobre las apariciones marianas corresponde
a una de las cuatro secciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la
sección llamada «disciplinar»).
Le pregunto: Cardenal Ratzinger, ¿ha leído usted
el llamado «tercer secreto de Fátima», el que sor Lucía, la única superviviente
del grupo de videntes, hizo llegar a Juan XXIII, y que el Papa, después de
haberlo examinado, confió al predecesor de usted, cardenal Ottaviani,
ordenándole que lo depositara en los archivos del Santo Oficio?
La respuesta es inmediata, seca: «sí, lo he
leído».
Circulan en el mundo —continúo— versiones nunca
desmentidas que describen el contenido de este «secreto» como inquietante,
apocalíptico y anunciador de terribles sufrimientos. El mismo Juan Pablo II, en
su visita pastoral a Alemania, pareció confirmar (si bien con prudentes rodeos,
hablando privadamente con un grupo de invitados cualificados) el contenido, no
precisamente alentador, de este escrito. Antes que él, Pablo VI, en su
peregrinación a Fátima, parece haber aludido también a los temas apocalípticos del
«secreto». ¿Por qué no se ha decidido nunca a publicarlo, aunque no fuera más
que para evitar suposiciones aventuradas?
«Si hasta ahora no se ha tomado esta decisión
—responde—, no es porque los papas quieran esconder algo terrible».
Entonces, insisto, ¿hay «algo terrible» en el
manuscrito de sor Lucía?
«Aunque así fuera —replica, escogiendo las
palabras—, esto no haría más que confirmar la parte ya conocida del mensaje de
Fátima. Desde aquel lugar se lanzó al mundo una severa advertencia, que va en
contra de la facilonería imperante; una llamada a la seriedad de la vida, de la
historia, ante los peligros que se ciernen sobre la humanidad. Es lo mismo que
Jesús recuerda con harta frecuencia; no tuvo reparo en decir: «Si no os
convertís, todos pereceréis» (Lc 13,3). La conversión —y Fátima nos lo recuerda
sin ambages— es una exigencia constante de la vida cristiana. Deberíamos
saberlo por la Escritura entera».
¿Quiere esto decir que no habrá publicación, al
menos por ahora?
«El Santo Padre juzga que no añadiría nada a lo
que un cristiano debe saber por la Revelación y, también, por las apariciones
marianas aprobadas por la Iglesia, que no hacen sino confirmar la necesidad
urgente de penitencia, de conversión, de perdón, de ayuno. Publicar el «tercer
secreto» significaría también exponerse a los peligros de una utilización
sensacionalista de su contenido».
¿Entran tal vez en consideración —aventuro—
implicaciones políticas, teniendo en cuenta que, al parecer, también aquí —como
en los otros dos secretos»— se menciona a Rusia?
Pero el cardenal dice que no puede extenderse
más sobre este punto y se niega con firmeza a entrar en más detalles. Por otro
lado, mientras se desarrollaba nuestro coloquio, no hacía mucho que el Papa
había consagrado de nuevo el mundo (con una mención particular al Este europeo)
al Corazón Inmaculado de María, respondiendo así a la exhortación de la Virgen
de Fátima. Y el mismo Juan Pablo II, herido en atentado un 13 de mayo
—aniversario de la primera aparición en la localidad portuguesa—, viajó a
Fátima en peregrinación de acción de gracias a María, «cuya mano —dice—, ha
guiado milagrosamente el proyectil», haciendo alusión, al parecer, a las
profecías que, a través de un grupo de niños, fueron transmitidas a la
humanidad y en las que se hace referencia también a la persona de los
pontífices.
Sobre el mismo tema, es de todos conocido que,
desde hace años, un pueblo de Yugoslavia, Medjugorje, se ha hecho centro de la
atención mundial por las repetidas «apariciones» que —verdaderas o no— han
atraído ya a millones de peregrinos, pero que también han provocado dolorosas
polémicas entre los franciscanos que rigen la parroquia y el obispo de la
diócesis local. ¿Es previsible una intervención clarificadora de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, suprema instancia en la materia,
contando naturalmente con la aprobación del Papa, indispensable para todos sus
documentos?
Responde: «En este terreno, más que en ningún
otro, la paciencia es un elemento fundamental de la política de nuestra
Congregación. Ninguna aparición es indispensable para la fe; la Revelación ha
llegado a su plenitud con Jesucristo; El mismo es la Revelación. Pero no
podemos ciertamente impedir que Dios hable a nuestro tiempo a través de
personas sencillas y valiéndose de signos extraordinarios que denuncian la
insuficiencia de las culturas que nos dominan, contaminadas de racionalismo y
de positivismo. Las apariciones que la Iglesia ha aprobado oficialmente
—Lourdes, ante todo, y posteriormente Fátima— ocupan un lugar preciso en el
desarrollo de la vida de la Iglesia en el último siglo. Muestran, entre otras
cosas, que la Revelación —aun siendo única, plena y, por consiguiente,
insuperable— no es algo muerto; es viva y vital. Por otra parte —al margen del
caso de Medjugorje, sobre el que no puedo expresar juicio alguno por estar
todavía sometido a examen en mi Congregación—, uno de los signos de nuestro
tiempo es que las noticias sobre «apariciones» marianas se están multiplicando
en el mundo. A nuestra sección disciplinar llegan informes de África, por
ejemplo, y de otros continentes».
Además del elemento tradicional de la paciencia
y de la prudencia, pregunto, ¿en qué criterios se apoya la Congregación para
emitir un juicio ante la multiplicación de estos hechos?
«Uno de nuestros criterios —dice— es distinguir
entre la verdadera o presunta «sobrenaturalidad» de las apariciones y sus
frutos espirituales. Las peregrinaciones de la antigua cristiandad se dirigían
hacia lugares que dejarían perplejo a nuestro espíritu crítico de hombres
modernos en cuanto a «verdad científica» de la tradición que a ellos se
vincula. Esto no quiere decir que aquellas peregrinaciones no fueran
fructíferas, beneficiosas e importantes para la vida del pueblo cristiano. El
problema no estriba tanto en la hipercrítica moderna (que acaba, por uno u otro
camino, en una nueva forma de credulidad), sino en la valoración de la
vitalidad de la ortodoxia de la vida religiosa que se desarrolla en estos
lugares».
En “Informe sobre la fe” Cap. VII
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