HOMILÍA DEL
SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
Domingo 17 de
octubre de 2010
Queridos
hermanos y hermanas:
Se
renueva hoy en la plaza de San Pedro la fiesta de la santidad. Con alegría os
doy mi cordial bienvenida a vosotros, que habéis llegado, incluso de muy lejos,
para participar en ella. Un saludo particular a los cardenales, a los obispos y
a los superiores generales de los institutos fundados por los nuevos santos,
así como a las delegaciones oficiales y a todas las autoridades civiles. Juntos
procuremos acoger lo que el Señor nos dice en las Sagradas Escrituras que se
acaban de proclamar. La liturgia de este domingo nos ofrece una enseñanza
fundamental: la necesidad de orar siempre, sin cansarse. A veces nos cansamos
de orar, tenemos la impresión de que la oración no es tan útil para la vida,
que es poco eficaz. Por ello, tenemos la tentación de dedicarnos a la
actividad, a emplear todos los medios humanos para alcanzar nuestros objetivos,
y no recurrimos a Dios. Jesús, en cambio, afirma que hay que orar siempre, y lo
hace mediante una parábola específica (cf. Lc 18, 1-8).
En ella
se habla de un juez que no teme a Dios y no siente respeto por nadie, un juez
que no tiene una actitud positiva, sino que sólo busca su interés. No tiene
temor del juicio de Dios ni respeto por el prójimo. El otro personaje es una
viuda, una persona en una situación de debilidad. En la Biblia la viuda y el
huérfano son las categorías más necesitadas, porque están indefensas y sin medios.
La viuda va al juez y le pide justicia. Sus posibilidades de ser escuchada son
casi nulas, porque el juez la desprecia y ella no puede hacer ninguna presión
sobre él. Tampoco puede apelar a principios religiosos, porque el juez no teme
a Dios. Por lo tanto, al parecer esta viuda no tiene ninguna posibilidad. Pero
ella insiste, pide sin cansarse, es importuna; así, al final logra obtener del
juez el resultado. Aquí Jesús hace una reflexión, usando el argumento a
fortiori: si un juez injusto al final se deja convencer por el ruego de una
viuda, mucho más Dios, que es bueno, escuchará a quien le ruega. En efecto,
Dios es la generosidad en persona, es misericordioso y, por consiguiente,
siempre está dispuesto a escuchar las oraciones. Por tanto, nunca debemos
desesperar, sino insistir siempre en la oración.
La
conclusión del pasaje evangélico habla de la fe: «Pero cuando el Hijo del
hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8). Es una
pregunta que quiere suscitar un aumento de fe por nuestra parte. De hecho, es
evidente que la oración debe ser expresión de fe; de otro modo no es verdadera
oración. Si uno no cree en la bondad de Dios, no puede orar de modo
verdaderamente adecuado. La fe es esencial como base de la actitud de la
oración. Es lo que hicieron los seis nuevos santos que hoy se presentan a la
veneración de la Iglesia universal: Estanislao Sołtys, Andrés Bessette, Cándida
María de Jesús Cipitria y Barriola, María de la Cruz MacKillop, Julia Salzano y
Bautista Camila de Varano.
San
Estanislao Kazimierczyk, religioso del siglo XV, puede ser también para
nosotros ejemplo e intercesor. Toda su vida estuvo vinculada a la Eucaristía.
Ante todo en la iglesia del Corpus Christi en Kazimierz, en la actual
Cracovia, donde, junto a su madre y a su padre, aprendió la fe y la piedad;
donde emitió los votos religiosos en la Orden de los Canónigos Regulares; donde
trabajó como sacerdote, educador, dedicado al cuidado de los necesitados. Sin
embargo, estaba vinculado de forma especial a la Eucaristía mediante un amor
ardiente a Cristo presente bajo las especies del pan y del vino; viviendo el
misterio de la muerte y de la resurrección, que se realiza de modo incruento en
la santa misa; a través de la práctica del amor al prójimo, del cual la
Comunión es fuente y signo.
El
hermano Andrés Bessette, originario de Quebec, Canadá, y religioso de la
Congregación de la Santa Cruz, conoció muy pronto el sufrimiento y la pobreza,
que lo llevaron a recurrir a Dios mediante la oración y una vida interior
intensa. Portero del colegio de Nuestra Señora de Montreal, manifestó una
caridad sin límites y se esforzó por aliviar las miserias de quienes se
dirigían a él. Aunque estaba muy poco instruido, comprendió dónde se hallaba lo
esencial de su fe. Para él, creer significaba someterse libremente y por amor a
la voluntad divina. Lleno del misterio de Jesús, vivió la bienaventuranza de
los corazones puros, la de la rectitud personal. Gracias a esta sencillez hizo
que muchos vieran a Dios. Hizo construir el Oratorio San José de Mont Royal,
del que fue guardián fiel hasta su muerte en 1937. Fue testigo de innumerables
curaciones y conversiones. «No intentéis evitar las pruebas —decía—, más bien
pedid la gracia de soportarlas». Para él, todo hablaba de Dios y de su
presencia. Como él, busquemos también nosotros a Dios con sencillez para
descubrirlo siempre presente en el corazón de nuestra vida. Que el ejemplo del
hermano Andrés inspire la vida cristiana canadiense.
Cuando
el Hijo del hombre venga para hacer justicia a los elegidos, ¿encontrará esta
fe en la tierra? (cf. Lc 18, 18). Hoy podemos decir que sí, con alivio y
firmeza, al contemplar figuras como la madre Cándida María de Jesús Cipitria y
Barriola. Aquella muchacha de origen sencillo, con un corazón en el que Dios
puso su sello y que la llevaría muy pronto, con la guía de sus directores
espirituales jesuitas, a tomar la firme resolución de vivir «sólo para Dios».
Decisión mantenida fielmente, como ella misma recuerda cuando estaba a punto de
morir. Vivió para Dios y para lo que él más quiere: llegar a todos, llevarles a
todos la esperanza que no vacila, y especialmente a quienes más lo necesitan.
«Donde no hay lugar para los pobres, tampoco lo hay para mí», decía la nueva
santa, que con escasos medios contagió a otras hermanas para seguir a Jesús y
dedicarse a la educación y promoción de la mujer. Nacieron así las Hijas de
Jesús, que hoy tienen en su fundadora un modelo de vida muy alto que imitar, y
una misión apasionante que proseguir en los numerosos países donde ha llegado
el espíritu y los anhelos de apostolado de la madre Cándida.
«Recordad
quiénes fueron vuestros maestros: de ellos podéis aprender la sabiduría que
lleva a la salvación por la fe en Jesucristo». Durante muchos años,
innumerables jóvenes, a lo largo y ancho de Australia, han sido bendecidos con
profesores que se han inspirado en el ejemplo santo y valiente de celo,
perseverancia y oración de la madre Mary MacKillop. Ella en su juventud se
dedicó a la educación de los pobres en la difícil y exigente zona rural de
Australia, impulsando a otras mujeres a unirse a ella en la primera comunidad
de religiosas de ese país. Atendió las necesidades de cada uno de los jóvenes
que se confiaron a ella, sin reparar en su posición social o su riqueza,
proporcionándoles tanto una formación espiritual como intelectual. A pesar de
los muchos desafíos, sus oraciones a san José y su incansable devoción al
Sagrado Corazón de Jesús, a quien dedicó su nueva congregación, confirieron a
esta santa mujer las gracias necesarias para permanecer fiel a Dios y a la
Iglesia. Que por su intercesión sus seguidores sigan sirviendo hoy a Dios y a
la Iglesia con fe y humildad.
En la
segunda mitad del siglo XIX, en Campania, en el sur de Italia, el Señor llamó a
una joven maestra de la escuela primaria, Julia Salzano, y la convirtió en
apóstol de la educación cristiana, fundadora de la congregación de las Hermanas
Catequistas del Sagrado Corazón de Jesús. La madre Julia comprendió bien la
importancia de la catequesis en la Iglesia y, uniendo la preparación pedagógica
al fervor espiritual, se dedicó a ella con generosidad e inteligencia,
contribuyendo a la formación de personas de toda edad y posición social.
Repetía a sus hermanas que deseaba impartir catecismo hasta la última hora de
su vida, demostrando con todo su ser que si «Dios nos ha creado para conocerlo,
amarlo y servirlo en esta vida», no se debía anteponer nada a esta tarea. Que
el ejemplo y la intercesión de santa Julia Salzano sostengan a la Iglesia en su
perenne tarea de anunciar a Cristo y formar auténticas conciencias cristianas.
Santa
Bautista Camila de Varano, monja clarisa del siglo XV, testimonió con todas sus
fuerzas el sentido evangélico de la vida, especialmente perseverando en la
oración. Entró a los 23 años en el monasterio de Urbino y se integró como
protagonista de aquel vasto movimiento de reforma de la espiritualidad femenina
franciscana que se proponía recuperar plenamente el carisma de santa Clara de
Asís. Promovió nuevas fundaciones monásticas en Camerino, donde fue elegida
abadesa en varias ocasiones, en Fermo y en San Severino. La vida de santa
Bautista, totalmente inmersa en las profundidades divinas, fue una ascensión
constante por el camino de la perfección, con un amor heroico a Dios y al
prójimo. Estuvo marcada por grandes sufrimientos y místicos consuelos; en
efecto, como ella misma escribe, había decidido «entrar en el Sagrado Corazón
de Jesús y ahogarse en el océano de sus dolorosísimos sufrimientos». En un
tiempo en el que la Iglesia sufría un relajamiento de las costumbres, ella
recorrió con decisión el camino de la penitencia y de la oración, animada por
el ardiente deseo de renovación del Cuerpo místico de Cristo.
Queridos
hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad, que
resplandece en la Iglesia y hoy se refleja en el rostro de estos hermanos y
hermanas nuestros. Jesús nos invita también a cada uno de nosotros a seguirlo
para tener en herencia la vida eterna.
Dejémonos
atraer por estos ejemplos luminosos, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para
que nuestra existencia sea un cántico de alabanza a Dios. Que nos obtengan esta
gracia la Virgen María y la intercesión de los seis nuevos santos, a los que
hoy con alegría veneramos. Amén.
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