"Conciencia y
verdad"
Artículo del
Cardenal Joseph Ratzinger
Publicado por
Humanitas
En el actual debate sobre la
naturaleza propia de la moralidad y sobre las modalidades de su conocimiento,
la cuestión de la conciencia se ha convertido en el punto crucial de la
discusión, sobre todo en el ámbito de la teología moral católica. El debate gira
en torno a los conceptos de libertad y de norma, de autonomía y de heteronomía,
de autodeterminación y de determinación desde el exterior mediante la
autoridad. En él a la conciencia se la presenta como el baluarte de la libertad
frente a las limitaciones de la existencia impuestas por la autoridad. En dicho
contexto están contrapuestas de este modo dos concepciones del catolicismo: por
una parte, la comprensión renovada de su esencia, que explica la fe cristiana
partiendo de la libertad y como principio de la libertad, y por otra, un modelo
superado, “preconciliar”, que somete la existencia cristiana a la autoridad, la
cual mediante normas regula la vida hasta en sus aspectos más íntimos y trata
de esta manera de mantener un poder de control sobre los hombres. Así pues
“moral de la conciencia” y “moral de la autoridad” parecen contraponerse entre
sí como dos modelos incompatibles; la libertad de los cristianos se pondría a
salvo apelándose al principio clásico de la tradición moral, según el cual la
conciencia es la norma suprema que siempre se debe seguir, incluso frente a la
autoridad. Y si la autoridad en este caso: el Magisterio eclesiástico quiere
tratar de la moral, desde luego que puede hacerlo, pero solamente proponiendo
elementos para que la conciencia se forme un juicio autónomo, si bien aquélla
ha de tener siempre la última palabra. Algunos autores conectan este carácter
de última instancia, propio de la conciencia, a la fórmula según la cual la
conciencia es infalible.
Llegados aquí se puede presentar una
contradicción. Ni que decir tiene que siempre se ha de seguir un dictamen claro
de la conciencia, o que por lo menos, nunca se puede ir contra él. Pero otra
cuestión es, si el juicio de conciencia, o lo que se toma como tal, tiene
también siempre razón, es decir, si es infalible. Si así fuera, querría decir
que no existe ninguna verdad, por lo menos en materia de moral y religión, es
decir en el ámbito de los fundamentos de nuestra existencia. Desde el momento
que los juicios de conciencia se contradicen, se tendría sólo una verdad del
sujeto, que se reduciría a su sinceridad. No habría ni puerta ni ventana que
pudiera llevarnos del sujeto al mundo circunstante y a la comunión de los
hombres.
Aquel que tenga el valor de llevar
esta concepción hasta sus últimas consecuencias llegará a la conclusión de que
no existe ninguna verdadera libertad y que lo que suponemos que son dictámenes
de la conciencia, no son en realidad más que reflejos de las condiciones
sociales. Esto tendría que llevar al convencimiento de que la contraposición
entre libertad y autoridad deja algo de lado; que tiene que haber algo aún más
profundo, si se quiere que libertad y, por consiguiente, humanidad tengan un
sentido.
La conciencia errónea
Una conversación sobre la conciencia
errónea y algunas primeras conclusiones
De esta manera se ha hecho evidente
que la cuestión de la conciencia nos lleva al centro del problema moral, de la
misma manera que la cuestión de la existencia humana. Ahora quisiera tratar de
exponer la referida cuestión, no como reflexión rigurosamente conceptual, sino
más bien de forma narrativa, como hoy se dice, contando antes que nada la
historia de mi acercamiento personal a este problema. La primera vez que fui
consciente de la cuestión, en toda su urgencia, fue al principio de mi
actividad académica. Una vez, un colega más anciano, muy interesado en la
situación del ser cristiano en nuestro tiempo, opinaba en una discusión que
había que dar gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres la
posibilidad de ser no creyentes en buena conciencia. Si se les hubiera abierto
los ojos y se hubieran hecho creyentes, no habrían sido capaces, en un mundo
como el nuestro, de llevar el peso de la fe y sus deberes morales. Sin embargo,
y puesto que recorren un camino diferente en buena conciencia, pueden
igualmente alcanzar la salvación. Lo que me asombró de esta afirmación no fue
tanto la idea de una conciencia errónea concedida por Dios mismo para poder
salvar con esta estratagema a los hombres, la idea, por así decir, de una
ceguera mandada por Dios mismo para la salvación de estas personas. Lo que me
turbó fue la concepción de que la fe es un peso difícil de sobrellevar y que
sólo pueden soportarlo naturalezas particularmente fuertes: casi una forma de
castigo, y siempre un conjunto oneroso de exigencias difíciles de afrontar.
Según esta concepción, la fe, en lugar de hacer más accesible la salvación, la
dificulta. Así pues, tendría que ser feliz precisamente aquel a quien no se le
carga con el peso de tener que creer y de tener que someterse al yugo moral,
que conlleva la fe de la Iglesia Católica. La conciencia errónea, que permite
vivir una vida más fácil e indica un camino más humano sería por lo tanto la
verdadera gracia, el camino normal hacia la salvación. La no verdad, el
quedarse lejos de la verdad, sería para el hombre mejor que la verdad. No sería
la verdad lo que le liberaría, sino más bien tendría que liberarse de ella.
Dentro de su propia casa el hombre estaría más en las tinieblas que en la luz;
la fe no sería un don del buen Dios, sino más bien una maldición. Así las
cosas, ¿cómo puede la fe provocar gozo? Más aún, ¿quién podría tener el valor
de transmitir la fe a los demás? ¿No será mejor ahorrarles este peso o incluso
mantenerlos lejos de él? En los últimos decenios, concepciones de este tipo han
paralizado visiblemente el impulso de la evangelización: quien entiende la fe
como una carga pesada, como una imposición de exigencias morales, no puede
invitar a los otros a creer; más bien prefiere dejarles en la presunta libertad
de su buena fe.
Quien hablaba de esta manera era un
sincero creyente, mejor dicho: un católico riguroso, que cumplía con su deber
con convicción y escrupulosidad. Sin embargo, expresaba de esta manera una
modalidad de experiencia de fe, que puede sólo inquietar y cuya difusión podría
ser fatal para la fe. La aversión, que llega a ser traumática en muchos, contra
lo que consideran un tipo de catolicismo “preconciliar” deriva, en mi opinión,
del encuentro con una fe de este tipo, que hoy casi no es más que un peso. Aquí
sí que surgen cuestiones de la máxima importancia: ¿Puede verdaderamente una fe
semejante ser un encuentro con la verdad? La verdad sobre el hombre y sobre
Dios, ¿es de veras tan triste y tan pesada, o en cambio la verdad no consiste,
precisamente, en la superación de un legalismo similar?
¿Es que no consiste en la libertad?
¿Pero adónde conduce la libertad? ¿Qué camino nos indica? En la conclusión
tendremos que volver a estos problemas fundamentales de la existencia cristiana
hoy; pero antes es menester volver al núcleo central de nuestro tema, a la
conciencia. Como ya he dicho, lo que me asustó del argumento antes mencionado
fue sobre todo la caricatura de la fe, que yo creí entrever. Sin embargo,
reflexionando desde otro ángulo, me pareció que era falso incluso el concepto
de conciencia del que se partía. La conciencia errónea protege al hombre de las
onerosas exigencias de la verdad y así la salva...: esta era la argumentación.
Aquí la conciencia no se presenta como la ventana desde la que el hombre abarca
con su vista la verdad universal, que nos funda y sostiene a todos y que una
vez reconocida por todos hace posible la solidaridad del querer y la
responsabilidad. En esta concepción la conciencia no es la apertura del hombre
hacia el fundamento de su ser, la posibilidad de percibir lo más elevado y
esencial. Más bien parece ser el cascarón de la subjetividad, en el que el
hombre se puede esconder huyendo de la realidad. Está aquí presupuesto, precisamente,
el concepto de conciencia del liberalismo. La conciencia no abre las puertas al
camino liberador de la verdad, la cual o no existe en absoluto o es demasiado
exigente para nosotros. La conciencia es la instancia que nos exime de la
verdad. Se transforma en la justificación de la subjetividad, que ya no se deja
poner en discusión, y así como en la justificación del conformismo social, que
como mínimo común denominador entre las diferentes subjetividades, tiene como
tarea el hacer posible la vida en la sociedad. Desaparece el deber de buscar la
verdad, como también las dudas sobre las tendencias generales predominantes en
la sociedad y todo lo que en ella se ha vuelto costumbre. Es suficiente estar
convencido de las propias opiniones, así como adaptarse a las de los demás. El
hombre queda reducido a sus convicciones superficiales que, cuanto menos
profundas sean tanto mejor para él.
Lo que en un principio me había
parecido sólo marginalmente claro, en esta discusión, se me mostró en toda su evidencia
algo después, durante una disputa entre colegas, a propósito del poder de
justificación de la conciencia errónea. Alguien objetó a esta tesis que, si
esto tuviera un valor universal, entonces hasta los miembros de las SS nazis
estarían justificados y tendríamos que buscarlos en el paraíso. Estos,
efectivamente, llevaron a cabo sus atrocidades con fanática convicción y
también con una absoluta certeza de conciencia. A lo que otro respondió con la
máxima naturalidad, que realmente era así: no hay ninguna duda de que Hitler y
sus cómplices, que estaban profundamente convencidos de su causa, no hubieran
podido obrar de otra manera y que por lo tanto, por mucho que sus acciones
hayan sido objetivamente espantosas, a nivel subjetivo, se comportaron moralmente
bien. Desde el momento que ellos siguieron su conciencia, por deformada que
estuviera, se tendría que reconocer que su comportamiento era para ellos moral
y por lo tanto no se pondría en tela de juicio su salvación eterna. Después de
esta conversación tuve la absoluta certeza de que había algo que no cuadraba en
esta teoría sobre el poder justificativo de la conciencia subjetiva, con otras
palabras: tuve la seguridad de que un concepto de conciencia que llevaba a
conclusiones semejantes tenía que ser falso. Una firme convicción subjetiva y
la consiguiente falta de dudas y escrúpulos no justifican absolutamente al
hombre. Unos treinta años después, encontré sintetizadas en las lúcidas
palabras del sicólogo Albert Gorres las intuiciones, que desde hacía mucho
tiempo también yo trataba de articular a nivel conceptual. Su elaboración
pretende constituir el núcleo de esta aportación. Gorres nos dice que el
sentimiento de culpa, la capacidad de reconocer la culpa pertenece a la esencia
misma de la estructura sicológica del hombre. El sentimiento de culpa, que
rompe con una falsa serenidad de conciencia y que se puede definir como una
protesta de la conciencia contra mi existencia satisfecha de sí misma, es tan
necesario para el hombre como el dolor físico, como síntoma, que permite
reconocer las disfunciones del organismo. Quien ya no es capaz de percibir la
culpa está espiritualmente enfermo, es “un cadáver viviente, una máscara de
teatro” como dice Gorres. “Son los monstruos, que entre otros brutos, no tienen
ningún sentimiento de culpa. Quizá Hitler, Himmler o Stalin carecían totalmente
de él. Quizá los padrinos de la mafia no tengan ninguno, o quizá los tengan
bien escondidos en el desván. También los sentimientos de culpa abortados...
Todos los hombres tienen necesidad de sentimientos de culpa”.
Por lo demás una simple hojeada a la
Sagrada Escritura habría podido prevenir de semejantes diagnósticos y de
semejante teoría de la justificación mediante la conciencia errónea. En el
salmo 19,13 encontramos esta afirmación, que merece siempre ponderación:
“¿Quién será capaz de conocer los deslices? Límpiame de los que se me ocultan”.
Aquí no se trata de objetivismo veterotestamentario, sino de la más profunda
sabiduría humana: dejar de ver las culpas, el enmudecimiento de la voz de la
conciencia en tan numerosos ámbitos de la vida es una enfermedad espiritual
mucho más peligrosa que la culpa, que uno todavía está en condiciones de
reconocer como tal. Quien no es capaz de reconocer que matar es pecado, ha
caído más bajo de quien todavía puede reconocer la maldad de su comportamiento,
ya que se ha alejado mucho más de la verdad y de la conversión. No por nada en
el encuentro con Jesús, quien se autojustifica aparece como el que
verdaderamente está perdido. Si el publicano, con todos sus innegables pecados,
es más justificable ante Dios que el fariseo con todas sus obras verdaderamente
buenas (Lc, 18, 9-14), esto sucede no porque los pecados del publicano
dejen de ser verdaderamente pecados y las buenas obras del fariseo, buenas
obras. Esto no significa de ningún modo que el bien que hace el hombre no sea
bien ante Dios y que el mal no sea mal ante El y ni siquiera que esto no sea en
el fondo tan importante. La verdadera razón de este juicio paradójico de Dios
se entiende precisamente a partir de nuestra cuestión: el fariseo ya no sabe
que también él tiene culpas. Está completamente en paz con su conciencia. Pero
este silencio de la conciencia lo hace impenetrable para Dios y para los
hombres. En cambio el grito de la conciencia, que no da tregua al publicano,
hace que sea capaz de verdad y de amor. Por esto Jesús puede obrar con éxito en
los pecadores, porque estos no se han vuelto impermeables, escudándose en una
conciencia errónea, a ese cambio que Dios espera de ellos, así como de cada uno
de nosotros. El en cambio no puede tener éxito con los “justos”, precisamente
porque a ellos les parece que no tienen necesidad de perdón, ni de conversión;
efectivamente su conciencia ya no les acusa, si no que más bien los justifica.
Algo análogo podemos encontrar
también en San Pablo, el cual nos dice que los gentiles conocen muy bien,
incluso sin ley, lo que Dios espera de ellos (Rom 2,1-16). Toda la
teoría de la salvación mediante la ignorancia se viene abajo en este versículo:
en el hombre está inevitablemente presente la verdad, una verdad del Creador,
la cual fue puesta luego por escrito en la revelación de la historia de la
salvación. El hombre puede ver la verdad de Dios, por ser él un ser creado. No
verla es pecado. Deja de ser vista sólo cuando no se quiere ver. Este rechazo
de la voluntad, que impide el conocimiento, es culpable. Por eso, si la lucecita
no se enciende, ello es debido a una negación deliberada de todo lo que no
deseamos ver.
Llegados a este punto de nuestras
reflexiones es posible sacar las primeras consecuencias para responder a las
cuestiones sobre la naturaleza de la conciencia. Ahora podemos ya decir: no se
puede identificar la conciencia del hombre con la autoconciencia del yo, con la
certidumbre subjetiva de sí mismo y del propio comportamiento moral. Este
conocimiento, puede ser por una parte un mero reflejo de las opiniones
difundidas en el ambiente social. Por otra parte puede derivar de una falta de
autocrítica, de una incapacidad de escuchar las profundidades del espíritu.
Todo lo que ha salido a la luz después del hundimiento del sistema marxista en
la Europa Oriental, confirma este diagnóstico. Las personalidades más atentas y
nobles de los pueblos por fin liberados hablan de una enorme devastación
espiritual, que ha tenido lugar en los años de la deformación intelectual.
Notan una torpeza del sentimiento moral, que representa una pérdida y un
peligro mucho más grave que los daños económicos ocurridos. El nuevo patriarca
de Moscú lo denunció de manera impresionante al principio de su ministerio, en
el verano de 1990: La capacidad de percepción de los hombres, que han vivido en
un sistema basado en la mentira, se había obscurecido, según él. La sociedad
había perdido la capacidad de misericordia y los sentimientos humanos se habían
desvanecido. Toda una generación estaba perdida para el bien, para acciones
dignas del hombre. “Tenemos el deber de encarrilar la sociedad a los valores
morales eternos”, es decir: el deber de desarrollar nuevamente en el corazón de
los hombres el sentido auditivo, casi atrofiado para escuchar las sugerencias
de Dios. El error, la “conciencia errónea”, sólo a primera vista es cómoda. Si
no se reacciona, el enmudecimiento de la conciencia lleva a la deshumanización
del mundo y a un peligro mortal.
Dicho con otras palabras: la
identificación de la conciencia con el conocimiento superficial, la reducción
del hombre a su subjetividad no libera en absoluto, sino que esclaviza; nos
hace totalmente dependientes de las opiniones dominantes a las que incluso va
rebajando de nivel día tras día. Quien hace coincidir la conciencia con las
convicciones superficiales, la identifica con una seguridad seudorracional
entreverada de autojustificaciones, conformismo y pereza. La conciencia se
degrada a mecanismo de desculpabilización, mientras que lo que representa
verdaderamente es la transparencia del sujeto para lo divino y por lo tanto
también la dignidad y la grandeza específicas del hombre. La reducción de la
conciencia a la certidumbre subjetiva significa al mismo tiempo la renuncia a
la verdad. Cuando el salmo, anticipando la visión de Jesús sobre el pecado y la
justicia, ruega por la liberación de las culpas no conscientes, está llamando
la atención sobre esta conexión. Desde luego se debe seguir la conciencia
errónea. Sin embargo aquella renuncia a la verdad, ocurrida precedentemente y
que ahora se toma la revancha, es la verdadera culpa, una culpa que en un
primer momento mece al hombre en una falsa seguridad para después abandonarlo
en un desierto sin senderos.
Newman y Sócrates: guías para la
conciencia
Me gustaría ahora hacer una breve
digresión. Antes de intentar formular respuestas coherentes a las cuestiones
sobre la naturaleza de la conciencia, es preciso que ampliemos un poco las
bases de la reflexión, más allá de la dimensión personal de la que hemos
partido. A decir verdad, no tengo intención de desarrollar aquí un docto
tratado sobre la historia de las teorías de la conciencia, argumento sobre él
que recientemente se han publicado diferentes estudios. En cambio preferiría
seguir tratando la materia de modo ejemplificador y por decir así, narrativo.
Para empezar detengámonos por un momento en el Cardenal Newman, cuya vida y
obra podrían muy bien definirse como un único y gran comentario al problema de
la conciencia. Pero ni siquiera aquí podremos estudiar a Newman de manera
particularizada. En este marco no podemos detenernos en las particularidades
del concepto newmaniano de conciencia. Quisiera sólo indicar el lugar que la
idea de conciencia tiene en el conjunto de la vida y del pensamiento de Newman.
Las perspectivas así adquiridas ahondarán en los problemas actuales y abrirán
conexiones con la historia, es decir, conducirán a los grandes testigos de la
conciencia y a los orígenes de la doctrina cristiana sobre la vida según la
conciencia. ¿Quién no recuerda, a propósito del tema “Newman y la conciencia”
la famosa frase de la Carta al Duque de Norfolk: “Si yo tuviera que llevar la
religión a un brindis después de una comida lo que no es muy oportuno hacer
desde luego brindaría por el Papa. Pero antes por la conciencia y después por
el Papa...”. Según la intención de Newman esto tenía que ser en contraposición
con las afirmaciones de Gladstone un claro reconocimiento del papado, pero
también contra las deformaciones ultramontanas una interpretación del papado,
el cual es entendido correctamente sólo cuando es considerado conjuntamente a
la primacía de la conciencia, por lo tanto no contrapuesto a ella, sino más
bien garantizado y fundado sobre ella. Comprender esto es difícil para el
hombre moderno, que piensa a partir de la contraposición entre autoridad y
subjetividad. Para él la conciencia está de parte de la subjetividad y es
expresión de la libertad del sujeto, mientras que la autoridad parece limitar,
amenazar o hasta negar dicha libertad. Así, pues, tenemos que profundizar más
para aprender a comprender de nuevo una concepción, en la que este tipo de
contraposición ya no es válido.
Para Newman el término medio que
asegura la conexión entre los dos elementos de conciencia y de la autoridad es
la verdad. No dudo en afirmar que la idea de verdad es la idea central de la
concepción intelectual de Newman; la conciencia ocupa un lugar central en su
pensamiento precisamente porque en el centro está la verdad. Con otras
palabras: la centralidad del concepto de conciencia va unida en Newman con la
precedente centralidad del concepto de verdad y se puede comprender sólo
partiendo de ésta. La presencia preponderante de la idea de conciencia en
Newman no significa que, en el siglo XIX y en contraposición con el objetivismo
de la neoescolástica, él haya sostenido una filosofía o teología de la
subjetividad. Desde luego es verdad que en Newman el sujeto encuentra una
atención que no había recibido, en el ámbito de la teología católica, quizá
desde los tiempos de San Agustín.
Pero se trata de una atención en la
línea de San Agustín, y no en la de la filosofía subjetivista de la modernidad.
Al ser elevado a cardenal, Newman confesó que toda su vida había sido una
batalla contra el liberalismo.
Podríamos añadir: también contra el
subjetivismo en el cristianismo, tal y como él lo encontró en el movimiento
evangélico de su época y que, a decir verdad, constituyo para él la primera
etapa de aquel camino de conversión que duró toda su vida. La conciencia no
significa para Newman que el sujeto es el criterio decisivo frente a las
pretensiones de la autoridad, en un mundo en que la verdad está ausente y que
se sostiene mediante el compromiso entre exigencias del sujeto y exigencias del
orden social. Más bien la conciencia significa la presencia perceptible e
imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la
superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del
hombre y la verdad procedente de Dios. Es significativo el verso que Newman
compuso en Sicilia en 1833: “Me gusta elegir y entender mi camino. Ahora en
cambio rezo: ¡Señor, guíame tú!”. La conversión al catolicismo no fue para
Newman una elección determinada por el gusto personal, por necesidades
espirituales subjetivas. Así se expresaba en 1844, cuando estaba todavía, por
así decir, en el umbral de la conversión: “Nadie puede tener una opinión más
desfavorable que la mía sobre el estado actual de los católicos-romanos”. Lo
que para Newman, en cambio, era importante era el tener que obedecer más a la
verdad reconocida que a su propio gusto, incluso el enfrentamiento con sus
propios sentimientos, con los vínculos de amistad y de una formación común. Me
parece significativo que Newman, en la jerarquía de las virtudes subraye la
primacía de la verdad sobre la bondad o, para expresarnos más claramente: que
ponga de relieve la primacía de la verdad sobre el consenso, sobre la capacidad
de acomodo de grupo. Por lo tanto diría que cuando hablamos de un hombre de
conciencia, nos referimos a alguien dotado de las citadas disposiciones
interiores. Es aquel que, si el precio es la renuncia a la verdad, nunca
comprará el consenso, el bienestar, el éxito, la consideración social, la
aprobación de la opinión dominante. En esto Newman se relaciona con el otro gran
testigo inglés de la conciencia: Tomás Moro, para el que la conciencia no fue
de ninguna manera la expresión de una testarudez subjetiva o de terco heroísmo.
El mismo se colocó entre aquellos mártires angustiados que solamente después de
indecisiones y muchas preguntas se obligaron a sí mismos a obedecer a la
conciencia: a obedecer a esa verdad, que tiene que estar en mayor altura de
cualquier instancia social y de cualquier forma de gusto personal. Se nos
presentan pues dos criterios para discernir la presencia de una auténtica voz
de la conciencia: ésta no coincide con los propios deseos y los propios gustos;
no se identifica con lo que socialmente es más ventajoso, con el consenso de
grupo o con las exigencias del poder político o social.
Aquí nos es de utilidad echar un
vistazo a la problemática actual. El individuo no puede pagar su progreso, su
bienestar con una traición a la verdad conocida. Ni siquiera la humanidad
entera puede hacerlo. Tocamos aquí el punto verdaderamente crítico de la modernidad:
la idea de verdad ha sido eliminada en la práctica y sustituida por la de
progreso. El progreso mismo “es” la verdad. Sin embargo, en esta aparente
exaltación se queda sin dirección y se desvanece. Efectivamente, si no hay
ninguna dirección todo podría ser lo mismo: progreso como regreso. La teoría de
la relatividad formulada por Einstein, concierne como tal al mundo físico. Pero
a mí me parece que puede describir oportunamente también la situación del mundo
espiritual de nuestro tiempo. La teoría de la relatividad afirma que dentro del
universo no hay ningún sistema fijo de referencia. Cuando ponemos un sistema
como punto de referencia y partiendo de él tratamos de medir el todo, en
realidad se trata de una decisión nuestra, motivada por el hecho de que sólo
así podemos llegar a algún resultado. Sin embargo la decisión habría podido ser
diferente de lo que fue. Lo que se ha dicho, a propósito del mundo físico,
refleja también la segunda revolución copernicana en nuestra actitud
fundamental hacia la realidad: la verdad como tal, lo absoluto, el verdadero
punto de referencia del pensamiento ya no es visible. Por eso, tampoco desde el
punto de vista espiritual, hay ya un arriba y un abajo. En un mundo sin puntos
fijos de referencia dejan de existir las direcciones. Lo que miramos como
orientación no se basa en un criterio verdadero en sí mismo, sino en una
decisión nuestra, últimamente en consideraciones de utilidad. En un contexto
“relativista” semejante, una ética teleológica o consecuencialista se vuelve al
final nihilista, aunque no lo perciba. Y todo lo que en esta concepción de la
realidad es llamado “conciencia”, si lo estudiáramos a fondo vemos que no es
más que un modo eufemístico para decir que no hay ninguna conciencia, en
sentido propio, es decir, ningún “consaber” con la verdad. Cada uno determina
por sí mismo sus propios criterios y en la universal relatividad, nadie puede
ni siquiera ayudar a otro en este campo, y menos aún prescribirle nada.
Está clara pues, la extrema
radicalidad de la actual disputa sobre la ética y su centro, la conciencia. Me
parece que un paralelo adecuado en la historia del pensamiento se puede
encontrar en la disputa entre Sócrates-Platón y los Sofistas. En ella se pone a
prueba la decisión crucial entre dos actitudes fundamentales: por una parte, la
confianza de que el hombre tiene la posibilidad de conocer la verdad, y por
otra parte una visión del mundo en la que el hombre crea por sí mismo los
criterios para su vida. El hecho de que Sócrates, un pagano, haya podido llegar
a ser, en un cierto sentido, el profeta de Jesucristo, encuentra, a mi modo de
ver, su justificación en esta cuestión fundamental. Ello supone que se ha
concedido al modo de filosofar inspirado en él, un privilegio histórico
salvífico, llamémoslo así, y que se le ha hecho molde adecuado para el Logos
cristiano, por tratarse de una liberación a través de la verdad y por la
verdad. Si prescindimos de las contingencias históricas, en las que se
desarrolló la controversia de Sócrates, se advierte en seguida lo mucho que en
el fondo aunque con argumentos diferentes y otra terminología afecta a la misma
cuestión ante la que nos encontramos nosotros hoy. La renuncia a admitir la
posibilidad de que el hombre conozca la verdad lleva en primer lugar a un uso
puramente formalista de las palabras y los conceptos. A su vez la pérdida de
los contenidos lleva a un mero formalismo de los juicios, ayer como hoy. En
muchos ambientes uno no se pregunta, hoy, qué piensa un hombre. Se tiene ya
preparado un juicio sobre su pensamiento, en la medida en que se le puede
catalogar con unas de las correspondientes etiquetas formales: conservador,
reaccionario, fundamentalista, progresista, revolucionario. La catalogación en
un esquema formal hace que sea superflua la confrontación con los contenidos.
Se puede ver lo mismo, y de manera todavía más clara, en el arte: lo que una
obra de arte expresa es totalmente indiferente; puede exaltar a Dios o al
Diablo; el único criterio es su realización técnico-formal. Hemos llegado así
al punto verdaderamente candente de la cuestión: cuando los contenidos ya no
cuentan, cuando lo que predomina es una mera praxología, la técnica se
convierte en el criterio supremo. Pero esto significa que el poder, ya sea
revolucionario o reaccionario, se convierte en la categoría que domina todo.
Esta es precisamente la forma perversa de la semejanza con Dios, de la que
habla la narración del pecado original: el camino de una mera capacidad
técnica, el camino del puro poder es contrafacción de un ídolo y no realización
de la semejanza con Dios. Lo específico del hombre, en cuanto hombre, consiste
en su interrogarse no sobre el “poder” sino sobre el “deber”, en abrirse a la
voz de la verdad y de sus exigencias. En mi opinión este fue el contenido
último de la investigación socrática y éste es también el sentido más profundo
del testimonio de todos los mártires: atestiguan la capacidad de verdad del
hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina. Es
precisamente en este sentido en que los mártires son los grandes testigos de la
conciencia de la capacidad concedida al hombre de percibir, además del poder,
también el deber, y por eso de abrir el camino al verdadero progreso, al
verdadero ascenso.
Dos niveles de la conciencia
a) Anamnesis
Después de todas estas correrías a
través de la historia del pensamiento, ha llegado el momento de sacar
conclusiones, es decir, de formular un concepto de conciencia. La tradición
medieval había individuado, justamente, dos niveles del concepto de conciencia,
que se tienen que distinguir cuidadosamente, pero que también tienen que estar
siempre en relación. Muchas tesis inaceptables sobre el problema de la
conciencia, me parece que dependen del hecho que se ha desatendido, o la
distinción o la correlación entre los dos elementos. La corriente principal de
la escolástica ha llamado a los dos niveles de la conciencia con los conceptos
de sindéresis y de conciencia. El término sindéresis llegó a la tradición
medieval sobre la conciencia desde la doctrina estoica del microcosmos. Pero no
quedó claro su significado exacto y así llegó a ser un obstáculo para un
esmerado desarrollo de la reflexión sobre este aspecto esencial de la cuestión
global acerca de la conciencia. Quisiera por eso, sin entrar en el debate sobre
la historia del pensamiento, sustituir este término problemático por el
concepto platónico, mucho más claramente definido, de anamnesis, el cual no
sólo tiene la ventaja de ser lingüísticamente más claro, más profundo y más
puro, sino que también y sobre todo de concordar con temas esenciales del
pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la Biblia.
Con el término anamnesis se debe entender aquí, lo que, precisamente, San
Pablo, en el segundo capítulo de la carta a los Romanos, expresó con estas
palabras: “Cuando los paganos, que no tienen Ley, hacen espontáneamente lo que
ella manda, aunque la Ley les falte, son ellos su propia Ley; y muestran que
llevan escrito dentro el contenido de la Ley cuando la conciencia aporta su
testimonio...” (2,14s.). La misma idea se encuentra desarrollada de modo
impresionante en la gran regla monástica de San Basilio. Podemos leer allí: “El
amor de Dios no depende de una disciplina impuesta desde fuera, sino que está
constitutivamente inscrito en nosotros como capacidad y necesidad de nuestra
naturaleza racional”. San Basilio, acuñando una expresión que después será
importante en la mística medieval, habla de la “chispa del amor divino que ha
sido escondida en lo más íntimo de nuestro ser”. En el espíritu de teología de
San Juan, sabe que el amor consiste en cumplir los mandamientos y que, por lo
tanto, la chispa del amor, infusa por el Creador en nosotros, significa esto:
“Hemos recibido interiormente una originaria capacidad y prontitud para cumplir
todos los mandamientos divinos... Estos no son algo que se nos impone desde
fuera”. Es la misma idea, que a este propósito, también afirma San Agustín,
llevándola a su núcleo esencial: “En nuestros juicios no sería posible decir
que una cosa es mejor que otra si no tuviéramos imprimido dentro de nosotros un
conocimiento fundamental del bien”. Esto significa, que el primer nivel
ontológico, llamémoslo así, del fenómeno de la conciencia consiste en el hecho
que ha sido infundido en nosotros algo semejante a una originaria memoria del
bien y de lo verdadero (las dos realidades coinciden); que hay una tendencia
íntima del ser del hombre, hecho a imagen de Dios, hacia todo lo que es
conforme a Dios. Desde su raíz el ser del hombre advierte una armonía con
algunas cosas y se encuentra en contradicción con otras. Esta anamnesis del
origen, que deriva del hecho que nuestro ser está constituido a semejanza de
Dios, no es un saber ya articulado conceptualmente, un cofre de contenidos que
están esperando sólo que los saquen. Es, por decir así, un sentimiento
interior, una capacidad de reconocimiento, de modo que quien es interpelado,
sino está interiormente replegado en sí mismo, es capaz de reconocer dentro de
sí su eco. Él se da cuenta: “Esto es a lo que propende mi naturaleza y lo que
ella busca”. Sobre esta anamnesis del Creador, que se identifica con el
fundamento mismo de nuestra existencia, se basa la posibilidad y el derecho de
la misión. El Evangelio puede, es más, tiene que ser predicado a los gentiles,
porque ellos mismos, en su interior, lo esperan (cfr. Is 42,4). En
efecto, la misión se justifica si los destinatarios, en el encuentro con la
palabra del Evangelio, reconocen: “He aquí, esto es precisamente lo que yo
esperaba”. En este sentido San Pablo puede decir que los paganos “son ellos su
propia Ley”, no en el sentido de la idea moderna y liberalista de autonomía,
que impide toda trascendencia del sujeto, sino en el sentido mucho más profundo
de que nada me pertenece menos que mi mismo yo, que mi yo personal es el lugar
de la más profunda superación de mí mismo y del contacto con aquello de lo que
provengo y hacia lo que me dirijo. En estas frases San Pablo expresa la
experiencia que había tenido como misionero entre los paganos y que ya antes
Israel tuvo que experimentar en relación con los denominados “temerosos de
Dios”. Israel había podido adquirir experiencia en el mundo pagano de lo que
los apóstoles de Jesucristo encontraron nuevamente confirmado: su predicación
respondía a una expectativa. Esta salía al encuentro a un conocimiento
fundamental antecedente sobre los elementos constantes y esenciales de la
voluntad de Dios, que fueron puestos por escrito en los mandamientos, pero que
es posible encontrar en todas las culturas y que puede ser explicado más
claramente cuando menos intervenga un poder cultural arbitrario en la
deformación de este conocimiento primordial. Mientras más vive el hombre en el
temor de Dios confróntese la historia de Cornelio más se vuelve concreta y
claramente eficaz esta anamnesis. Tomemos de nuevo en consideración una idea de
San Basilio: el amor de Dios, que se concreta en los mandamientos, no se nos
impone desde fuera subraya este Padre de la Iglesia por el contrario nos es
infuso precedentemente. El sentido del bien ha sido imprimido en nosotros,
declara San Agustín. A partir de esto podemos ahora comprender correctamente el
brindis de Newman antes por la conciencia y sólo después por el Papa. El Papa
no puede imponer a los fieles católicos ningún mandamiento sólo porque él lo
quiera o porque lo considere útil. Una concepción moderna y voluntarista
semejante de la autoridad puede solamente deformar el auténtico significado
teológico del papado. De este modo, la verdadera naturaleza del ministerio de
San Pedro se ha vuelto totalmente incomprensible en la época moderna
precisamente porque en este horizonte mental se puede pensar a la autoridad
sólo con categorías que ya no permiten ningún puente entre sujeto y objeto. Por
eso todo lo que no procede del sujeto puede ser sólo una determinación impuesta
desde fuera. Pero las cosas se presentan totalmente diferentes partiendo de una
antropología de la conciencia, como hemos tratado de delinear poco a poco en
estas reflexiones. La anamnesis infusa en nuestro ser necesita, por decir así,
una ayuda externa para llegar a ser consciente de sí misma. Pero este “desde
fuera” no es, de ningún modo, nada que se contraponga, es más bien algo
dirigido hacia ella: tiene una función mayéutica, no le impone nada desde
fuera, pero lleva a cabo lo que es propio de la anamnesis, su interior y
específica apertura a la verdad. Cuando se habla de la fe y de la Iglesia, cuyo
radio que parte del Logos redentor se extiende más allá del don de la creación,
tenemos que tener en cuenta, sin embargo, una dimensión todavía más vasta, que
está desarrollada sobre todo en la literatura de San Juan. San Juan conoce la
anamnesis del nuevo “nosotros”, en el que participamos mediante la
incorporación en Cristo (un solo cuerpo, es decir, un único yo con él). En diferentes
momentos del Evangelio se encuentra que ellos comprendieron mediante un acto de
la memoria. El encuentro original con Jesús ofreció a sus discípulos lo que
ahora todas las generaciones reciben mediante su encuentro fundamental con el
Señor en el bautismo y en la eucaristía: la nueva anamnesis de la fe, que
análogamente a la anamnesis de la creación, se desarrolla en un diálogo
permanente entre la interioridad y la exterioridad. En contraste con la
pretensión de los doctores gnósticos, los cuales querían convencer a los fieles
que su fe ingenua habría tenido que ser comprendida y aplicada de manera
totalmente diferente, San Juan pudo afirmar: “Vosotros no necesitáis otros
maestros, desde el momento que, como ungidos (bautizados) tenéis ya
conocimiento” (cfr. 1Jn 2,20-27). Esto no significa que los creyentes
posean una omnisciencia de hecho, sino que indica más bien la certeza de la
memoria cristiana. Esta naturalmente aprende sin intermisión, pero partiendo de
su identidad sacramental, llevando a cabo interiormente un discernimiento entre
lo que es un desarrollo de la memoria y lo que es una destrucción o una
falsificación de la misma. Hoy nosotros, justo en la crisis actual de la
Iglesia, estamos experimentando de una manera nueva, la fuerza de esta memoria
y la verdad de la palabra apostólica: lo que lleva al discernimiento de los
espíritus, más que las directivas de la jerarquía, es la capacidad de
orientación de la memoria de la fe sencilla. Sólo en este contexto se puede
comprender correctamente la primacía del Papa y su correlación con la
conciencia cristiana. El significado auténtico de la autoridad doctrinal del
Papa consiste en el hecho de que él es el garante de la memoria. El Papa no
impone desde fuera sino que desarrolla la memoria cristiana y la defiende. Por
ello, el brindis por la conciencia ha de preceder al del Papa, porque sin
conciencia no habría ningún papado. Todo el poder que él tiene es poder de la
conciencia: servicio al doble recuerdo, sobre el que se basa la fe y que tiene
que ser continuamente purificada, ampliada y defendida contra las formas de
destrucción de la memoria, que está amenazada tanto por una subjetividad que ha
olvidado el propio fundamento, como por las presiones de un conformismo social
y cultural.
b) Conscientia
Después de estas consideraciones
sobre el primer nivel esencialmente ontológico del concepto de conciencia,
tenemos que pasar ahora a su segunda dimensión, el nivel del juzgar y del
decidir, que en la tradición medieval fue denominado con el único término de
conscientia-conciencia. Presumiblemente esta tradición terminológica ha
contribuido no poco a la moderna limitación del concepto de conciencia. Desde
el momento que Santo Tomás, por ejemplo, llama con el término “conscientia”
solo a este segundo nivel, es coherente desde su punto de vista que la
conciencia no sea ningún “habitus”, es decir, ninguna cualidad estable
inherente al ser del hombre, sino más bien un “actus”, un evento que se cumple.
Naturalmente, Santo Tomas presupone como dato el fundamento ontológico de la
anamnesis (synderesis); describe esta última como una íntima repugnancia hacia
el mal y una íntima atracción hacia el bien. El acto de la conciencia aplica
este conocimiento básico a las situaciones particulares. Según Santo Tomás este
se subdivide en tres elementos: reconocer (recognocere), testimoniar
(testificari) y por último juzgar (iudicare). Se podría hablar de interacción
entre una función de control y una función de decisión. Partiendo de la
tradición aristotélica Santo Tomás concibe este proceso según el modelo de un
razonamiento deductivo, de tipo silogístico. Sin embargo, señala con fuerza lo
específico de este conocimiento de las acciones morales, cuyas conclusiones no
derivan sólo del mero conocimiento o razonamientos. En este ámbito si una cosa
es reconocida o no reconocida siempre depende también de la voluntad, que
cierra el camino al reconocimiento o bien encamina hacia él. Ello depende,
pues, de una impronta moral ya dada, que por consiguiente puede ser o
ulteriormente deformada o mayormente purificada. También en este nivel, el de
juzgar (el de la conscientia en sentido estricto) vale el principio que también
la conciencia errónea obliga. Esta afirmación es plenamente inteligible en la
tradición del pensamiento de la escolástica. Nadie puede obrar contra sus
convicciones, como ya había dicho San Pablo (Rom 14,23). Sin embargo que
la convicción adquirida sea obviamente obligatoria en el momento en que se
actúa, no significa ninguna canonización de la subjetividad. No es nunca una
culpa seguir las convicciones que nos hemos formado, al contrario deben
seguirse.
Pero del mismo modo puede ser una
culpa que uno haya llegado a formarse convicciones tan equivocadas y haya
pisoteado la repulsión hacia ellas que advierte la memoria de su ser. La culpa,
pues, se encuentra en otro lugar, más en lo profundo, no en el acto del
momento, no en el juicio que en ese momento da la conciencia, sino en esa
desatención hacia mi mismo ser, que me impide de oír la voz de la verdad y sus sugerencias
interiores. Por esta razón, también los criminales que obran con convicción
siguen siendo culpables. Estos ejemplos macroscópicos no deben servir para
tranquilizarnos, sino más bien para despertarnos y hacer que tomemos en serio
la gravedad de la súplica: “Límpiame de los que se me ocultan” (Sal
19,13).
Epílogo
Al final de nuestro camino queda
todavía abierta la cuestión de la que hemos partido: la verdad, por lo menos
tal y como nos la presenta la fe de la Iglesia, ¿no es quizá demasiado alta y
difícil para el hombre? Después de todas las consideraciones que hemos venido
haciendo, podemos responder ahora: por supuesto, el camino alto y arduo que
conduce a la verdad y al bien no es un camino cómodo. Es un desafío al hombre.
Pero quedarse tranquilamente encerrados en sí mismos no libera, antes bien,
actuando así nos malogramos y nos perdemos. Escalando las alturas del bien, el
hombre descubre cada vez más la belleza, que hay en la ardua fatiga de la
verdad y descubre también que justo en ella está para él la redención. Pero con
esto no hemos dicho todavía todo. Disolveríamos el cristianismo en un moralismo
si no estuviese claro un anuncio, que supera nuestro propio hacer. Sin tener
que gastar demasiadas palabras, ello puede resultar evidente en una imagen
sacada del mundo griego, en la que podemos ver al mismo tiempo cómo la
anamnesis del Creador nos empuja dentro de nosotros hacia el Redentor y cómo
cada hombre puede reconocerlo como Redentor, desde el momento que él responde a
nuestras más íntimas expectativas. Me refiero a la historia de la expiación del
matricidio de Orestes. Este cometió el homicidio como un acto conforme a su
conciencia, hecho que el lenguaje mitológico describe como obediencia a la
orden del dios Apolo. Pero ahora es perseguido por las Erinias, a las que hay
que ver como personificación mitológica de la conciencia, que desde la memoria
profunda le reprocha, atormentándolo, que su decisión de conciencia, su
obediencia a la “orden divina” era en realidad culpable. Todo lo trágico de la
condición humana emerge en esta lucha entre los “dioses”, en este conflicto
íntimo de la conciencia. En el tribunal sacro, la piedra blanca del voto de
Atenea lleva a Orestes la absolución, la purificación, por cuya gracia las
Erinias se transforman en Euménides, en espíritus de la reconciliación. En este
mito está representado algo más que la superación del sistema de la venganza de
la sangre a favor de un justo ordenamiento jurídico de la comunidad. Hans Urs
von Balthasar ha expresado de la siguiente manera este algo más: “...la gracia
apaciguadora es siempre para él, el restablecimiento común de la justicia, no
la del antiguo tiempo carente de gracia de las Erinias, sino la de un derecho
lleno de gracia”. En este mito percibimos la voz nostálgica de que la sentencia
de culpabilidad objetivamente justa de la conciencia y la pena interiormente
lacerante que se deriva, no son la última palabra, sino que hay un poder de la
gracia, una fuerza de expiación, que puede cancelar la culpa y hacer que la
verdad sea finalmente liberadora. Se trata de la nostalgia de que la verdad no
se reduzca sólo a interrogarnos con exigencia, sino que también nos transforme
mediante la expiación y el perdón. Mediante ellas como dice Esquilo “la culpa
es lavada” y nuestro mismo ser se transforma desde el interior, más allá de
nuestras capacidades. Ahora bien, ésta es precisamente la novedad específica
del cristianismo: el Logos, la Verdad en persona, es también al mismo tiempo la
reconciliación, el perdón que transforma más allá de todas nuestras capacidades
e incapacidades personales. En esto consiste la verdadera novedad, sobre la que
se funda la más grande memoria cristiana, la cual es también, al mismo tiempo,
la respuesta más profunda a lo que la anamnesis del Creador aguarda de
nosotros. Allí donde no sea suficientemente proclamado o percibido este centro
del mensaje cristiano, allí la verdad se transforma de hecho en un yugo, que
resulta demasiado pesado para nuestros hombros y del que tenemos que tratar de
liberarnos. Pero la libertad obtenida de este modo está vacía. Nos transporta a
la tierra desolada de la nada y así se destruye ella misma. El yugo de la
verdad se ha hecho “blando” (Mt 11,30), cuando la Verdad ha llegado, nos
ha amado y ha quemado nuestras culpas en su amor. Sólo cuando conocemos y
experimentamos interiormente todo esto, adquirimos la libertad de escuchar con
gozo y sin ansia el mensaje de la conciencia.
Cardenal Joseph Ratzinger
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