sábado, 26 de octubre de 2013

Domingo XXX (ciclo c) San Agustín

El fariseo y el publicano

Dado que la fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes, a algunos que se creían justos y despreciaban a los demás, propuso esta parábola: Subieron al templo a orar dos hombres. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo decía: Te doy gracias, ¡oh Dios!, porque no soy como los demás hombres. ¡Si al menos hubiese dicho «como algunos hombres»! ¿Qué significa como los demás hombres, sino todos a excepción de él? «Yo, dijo, soy justo; los demás, pecadores». No soy como los demás hombres, que son injustos, ladrones, adúlteros. La cercana presencia del publicano te fue ocasión de mayor hinchazón. Como este publicano, dijo. «Yo, dijo, soy único; ése es de los demás». «Por mis acciones justas no soy como ése. Gracias a ellas no soy malvado». Ayuno dos veces en semana y doy la décima parte de cuanto poseo. ¿Qué pidió a Dios? Examina sus palabras y encontrarás que nada. Subió a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino alabarse a sí mismo; más aún, subió a insultar al que rogaba. El publicano, en cambio, se mantenía en pie a lo lejos, pero el Señor le prestaba su atención de cerca. El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se exaltan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, desde lejos. Las cosas elevadas las conoce desde lejos, pero en ningún modo las desconoce. Escucha aun la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos. Ni siquiera alzaba sus ojos al cielo. Para ser mirado rehuía el mirar él. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba. Escucha aún más: Golpeaba su pecho. El mismo se aplicaba los castigos. Por eso el Señor le perdonaba al confesar su pecado: Golpeaba su pecho diciendo: Señor, séme propicio a mí que soy un pecador. Pon atención a quien ruega. ¿De qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano; escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde; escucha ahora al juez: En verdad os digo. Dice la Verdad, dice Dios, dice el juez: En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo. Dinos, Señor, la causa. Veo que el publicano desciende del templo más justificado; pregunto por qué. ¿Preguntas el porqué? Escúchalo: Porque todo el que se exalta será humillado, y todo el que se humilla será exaltado. Escuchaste la sentencia. Guárdate de que tu causa sea mala. Digo otra cosa: Escuchaste la sentencia, guárdate de la soberbia.

Abran, pues, los ojos; escuchen estas cosas no sé qué charlatanes y óiganlas quienes, presumiendo de sus fuerzas, dicen: «Dios me hizo hombre, pero soy yo quien me hago justo» ¡Oh hombre, peor y más detestable que el fariseo! Aquel fariseo, con soberbia, es cierto, se declaraba justo, pero daba gracias a Dios por ello. Se declaraba justo, pero, con todo, daba gracias a Dios. Te doy gracias, ¡oh Dios!, porque no soy como los demás hombres. Te doy gracias, ¡oh Dios! Da gracias porque no es como los demás hombres y, sin embargo, es reprendido por soberbio y orgulloso. No porque daba gracias a Dios, sino porque daba la impresión de que no quería que le añadiese nada. Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son injustos. Luego tú eres justo; luego nada pides; luego ya estás lleno; luego ya vives en la abundancia, luego ya no tienes motivo para decir: Perdónanos nuestras deudas. ¿Qué decir, pues, de quien impíamente ataca a la gracia, si es reprendido quien soberbiamente da gracias?

(San Agustín, Obras Completas, X-2º, Sermones, BAC, Madrid, 1983, Pág. 870-872)

 

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