lunes, 22 de junio de 2020

Siguiendo el ejemplo de Santo Tomás Moro, aceptemos perder todas las cosas para ganar a Cristo



«La consideración de la vida de los santos –con sus luchas y heroísmo– ha dado siempre muchos frutos en las almas de los cristianos. También hoy... los creyentes necesitan el ejemplo de esas vidas entregadas heroicamente al amor de Dios y, por Dios, a los demás hombres» (Documento de la Congregación del Clero sobre el sacerdocio, 19 de marzo de 1999). El ejemplo de los mártires es muy esclarecedor, como lo recordaba el Papa Pío XI con motivo de la canonización de Santo Tomás Moro: «Si bien no todos somos llamados a derramar nuestra sangre en defensa de las leyes de Dios, sin embargo sí que debemos todos, mediante el ejercicio de la abnegación evangélica, la mortificación cristiana de los sentidos y la búsqueda laboriosa de la virtud «ser mártires en deseo, para poder participar con ellos de la recompensa celestial», según la expresiva frase de San Basilio» (19 de mayo de 1935).

Tomás Moro nace en Londres el 6 de febrero de 1477. Recibe de sus padres una severa y cuidada educación, a la que responde dócilmente y mostrándose obediente y amable. Lo inscriben, de muy joven, en el colegio de San Antonio de Londres. Siendo apenas adolescente, ingresa, a petición de su padre, en casa del cardenal Morton, arzobispo de Canterbury y canciller del reino de Inglaterra (primer dignatario del Estado después del rey), donde, en las sesiones de entretenimiento, consigue encantar al prelado y a sus huéspedes con sus dotes de improvisación, que denotan un gran sentido de la observación.

A los 14 años, Tomás parte a Oxford para seguir sus estudios. En aquella institución, donde están los más destacados profesores, progresa rápidamente, especialmente en el conocimiento de las lenguas latina y griega, lo que le facultará para la lectura de las obras de los Padres de la Iglesia en sus textos originales. Se dedica, igualmente, al estudio del francés, de la historia, de la geometría, de las matemáticas y de la música. Al cabo de algunos años, su padre, que es abogado, lo manda llamar a Londres para que estudie derecho y, en 1501, Tomás se convierte también en abogado. Durante cuatro años se aloja con los cartujos de Londres, llevando una vida mitad religiosa mitad laica, compartiendo habitualmente los ejercicios de los religiosos e iniciándose en la teología, por lo que, durante toda su vida, observará un gran celo por la oración y la penitencia. En su profesión de abogado, ajeno a toda idea de avaricia, consigue armonizar los derechos de la más estricta justicia con los de la caridad más amable. En 1504, a la edad de 27 años, es elegido diputado en el parlamento.

En aquel mismo año de 1504, contrae matrimonio con Jane Colt, joven de dulces y sencillas costumbres. De esa unión nacerán tres hijas, Margarita, Cecilia e Isabel, y un hijo, Juan. Tomás lleva una vida sencilla, es afable y le gusta hacer rabiar a los suyos, pero sin herirlos. El mismo año de su matrimonio recibe en su domicilio a Erasmo de Rotterdam, religioso Agustino, quizás el sabio más universal de su tiempo. Ambos comparten el mismo ideal de humanismo cristiano.

Un esposo solícito


En 1511, Tomás llora la muerte de su esposa. Pero siente pronto la necesidad de ofrecer una nueva madre a sus hijos, uniéndose a Alicia Middleton, viuda de un mercader londinense y madre de una niña de diez años. Alicia, siete años mayor que Tomás, es una excelente ama de casa y una madre de familia cuidadosa. Según las opiniones de Erasmo, su marido «le demuestra tanta atención y gentileza como si de una mujer joven y de la más exquisita belleza se tratara. La gobierna con caricias y buenas palabras... Y ella, ¿qué podría negarle a su marido? Valga el ejemplo de que esa mujer, ya entrada en años, empezó a tocar, sin ninguna inclinación natural pero con gran asiduidad, la cítara, el arpa, el monicordio y la flauta, realizando todos los días los ejercicios que le indicaba su marido». Hacia el año 1524, los Moro se trasladan a los alrededores de Londres, a una enorme y hermosa casa con capilla privada y biblioteca. Nunca pasan por alto la oración en familia, sea por la mañana o por la tarde. Durante las comidas se da lectura a libros piadosos. Tomás explica su significado oculto, luego propone un tema de conversación menos serio y todos se divierten agradablemente.

Tomás guía a sus hijos en el estudio de las ciencias y de las letras. Pero, ¿de qué les iba a servir el conocimiento del latín y del griego si esa ciencia les llevara a colmarse de orgullo? Por eso les pide a sus maestros que los conduzcan hacia la humildad; de ese modo, «su avidez por adquirir los tesoros de la ciencia no tendrá otro objetivo que ponerlos al servicio de la defensa de la verdad y de la gloria del Todopoderoso». Para conseguirlo, Tomás está dispuesto a todo: «Antes que permitir que mis hijos caigan en la pereza, y aunque mi fortuna tuviera que resentirse, escribe a su hija Margarita, nunca dudaría en abandonar la corte y los negocios para dedicarme únicamente a vosotros, sobre todo a ti, querida Margarita, a la que tanto quiero». Así es, pues Tomás siente una especial predilección por Margarita, y siempre lleva consigo las cartas que ella le envía, cuidadosamente escritas en latín. Su ternura hacia los suyos se manifiesta igualmente mediante los regalos que les trae de sus viajes: dulces, frutos, hermosas telas...

La cordial acogida de los Moro hace que su casa sea conocida como «el domicilio de las musas», la de «todas las virtudes» y de «todas las formas de la caridad». La caridad de Tomás no tiene límites, como lo atestiguan sus frecuentes y abundantes limosnas. Tiene la costumbre de recorrer por la noche los lugares más recónditos, para poder encontrar y socorrer a los pobres vergonzosos. Suele acercar a su mesa, con alegría y familiaridad, a los campesinos de la vecindad. Funda un hospital en el cual su hija adoptiva, Margaret Giggs, ejerce el papel de enfermera. Su fe en la Providencia es realmente profunda. Al enterarse un día del incendio de sus graneros, da tres consignas a su esposa: «Reunir a la gente de la casa para dar gracias a Dios; velar por que ninguno de sus vecinos sufra a causa del siniestro, y no despedir a ningún sirviente antes de haberle encontrado otro empleo».

¿Para qué tantos cirios?

Pero Tomás se distingue sobre todo por su permanente intimidad con Cristo. En una ocasión, alguien se burla de las devociones populares, diciendo: «¿Acaso Dios y los santos no ven bien, que siempre hay que rodearlos de cirios?»; pero él responde lo siguiente: «¿Acaso no dijo Jesucristo que María Magdalena sería enaltecida porque había derramado perfume sobre su cuerpo? De igual modo podríamos preguntar: «¿Qué beneficio puede causarle ese óleo perfumado a la cabeza de Jesucristo?». Lo que nos enseña el ejemplo de aquella santa mujer y las palabras de nuestro Salvador es que Dios se complace en ver el ferviente calor de la devoción de un corazón cuando bulle y se expande al exterior, y que le gusta que le sirvan con todos los bienes que le ha concedido al hombre». Desde la contemplación de Nuestro Señor, Tomás se eleva hasta identificarse con Él, poniendo de relieve la influencia de Jesucristo en todo el género humano. Esa presencia del Hombre-Dios en medio del mundo es la base del principal optimismo de Tomás, de su amor por la naturaleza, de su comprensión hacia la debilidad humana, de su dinamismo apostólico, de su confianza inquebrantable en el cristianismo, así como de su sentido del humor. Para él, nada en este mundo es un mal definitivo, y se esfuerza en encontrar el lado positivo de todos los acontecimientos.

Por sus virtudes y su sabiduría, así como por las obras donde defiende la fe y la religión frente a los innovadores protestantes, Tomás se hace merecedor de la estima de todos, y en especial de la del rey Enrique VIII. Por eso se recurre a sus servicios en los asuntos públicos. En 1515, forma parte de una embajada a Flandes, y se dedica a escribir la «Utopía». Dos años después, se halla en Francia en otra misión oficial. En 1518, es miembro del consejo privado del rey, y después, en 1525, es canciller del ducado de Lancaster; finalmente, en octubre de 1529, es nombrado, a satisfacción de todo el reino, gran canciller de Inglaterra. Cuanto más asciende en dignidad, autoridad u honor, más supera a todos en modestia, probidad de carácter, paciencia y sentimientos humanos, lo que le hace tomar la vida por el lado bueno, como lo atestigua la anécdota siguiente. Al evadirse un prisionero tras forzar las puertas de la cárcel, el canciller manda llamar a su presencia al carcelero, que se encuentra más muerto que vivo, ordenándole severamente que proceda a reparar inmediatamente y sólidamente los daños producidos, y añade en un tono más suave: «a fin de que, si el fugitivo siente deseos de regresar, le resulte esta vez imposible destrozar las puertas de la cárcel para entrar».

Hastío peligroso

El rey Enrique VIII se comporta como fiel esposo durante los diez primeros años de su reinado. Pero después, cansado de su esposa Catalina de Aragón, que solamente le ha dado una hija, todavía viva, María Tudor, se dispone a buscar otra mujer. En 1522, llega a la corte de Inglaterra una joven de 15 años, de nombre Ana Bolena. Si bien carece de encantos, Ana suscita en el rey una violenta pasión, y se esmera con habilidad en incentivar la inclinación de Enrique, negándose a ceder a sus deseos hasta que no hayan contraído matrimonio. Detrás de ella se esconde un partido formado por su familia y algunos nobles, animados por diversos intereses.

Enrique VIII se había casado con Catalina de Aragón, viuda de su hermano mayor, gracias a una dispensa legítima concedida por el Papa Julio II. En su empeño por repudiarla, Enrique VIII examina la validez de su matrimonio, creyendo poder basar sus dudas en un texto de la Biblia (Lv 18, 16). Preguntado al respecto por el rey, Tomás se disculpa, alegando su incapacidad para decidir sobre una materia que compete al Derecho canónico. Entonces el rey le ordena que estudie el asunto con varios teólogos. Habiéndolo hecho, Tomás responde: «Señor, ninguno de los teólogos que he consultado puede daros un consejo independiente. Pero sé de unos consejeros que hablarán sin temor a vuestra majestad; son San Jerónimo, San Agustín y otros Padres de la Iglesia. He aquí la conclusión que he sacado de sus escritos: «No le está permitido a un cristiano casarse con otra mujer mientras viva la primera»». Aquello significaba afirmar que el matrimonio con Catalina era válido. El asunto se traslada a Roma. El Papa esperará 1534 para pronunciarse en favor de la validez del matrimonio de Enrique y de Catalina. Como canciller de Inglaterra, Tomás Moro desea seguir siendo leal a su soberano, pero al constatar el favor de que goza Ana Bolena y el servilismo del clero y de los amigos del rey, el 15 de mayo de 1532 dimite de su cargo de canciller, con objeto de no verse forzado a actuar contrariamente a las leyes de Dios y de la Iglesia.

¿Fidelidad o alta traición?

A principios de 1533, Enrique se casa en secreto con Ana Bolena y, a finales de primavera, celebra oficialmente esa unión. Para sancionar con mayor solemnidad su divorcio, Enrique manifiesta su deseo de que la princesa María Tudor sea desposeída de todos sus derechos; en contrapartida, Isabel, a la que Ana acaba de dar a luz, será proclamada la única y legítima heredera de la corona de Inglaterra. El parlamento se somete al rey y vota, el 30 de marzo de 1534, un «Acta de sucesión» en ese sentido. Todos los súbditos de la nación deben comprometerse mediante juramento a observar íntegramente esa nueva ley, y cualquiera que se oponga será culpable de alta traición. El juramento va precedido de un preámbulo donde queda formalmente rechazada la autoridad del Sumo Pontífice. Obispos, canónigos, sacerdotes, religiosos, profesores de los colegios, personal de los hospitales y de fundaciones piadosas, todos se someten y reconocen al rey como único jefe espiritual, consagrando de ese modo la separación de Roma. John Fischer, obispo de Rochester, y Tomás Moro son casi los únicos que rechazan ese juramento, y ambos lo pagarán con su vida.

Tomás contará su comparecencia para prestar juramento en una carta a su hija: «Cuando llegué a Lambeth, donde se hallaba reunida la comisión real... pedí que se me entregara el texto del juramento que se exigía... Después de leerlo atentamente y de examinarlo durante largo tiempo... declaré, con la mayor sinceridad que me permitía mi conciencia, que, sin bien no negaba mi juramento por la sucesión en sí misma, no podía consentir en prestarlo tal como se hallaba formulado, a menos de exponer mi alma a la condenación eterna. Cuando terminé de hablar, el gran canciller del reino tomó la palabra y me declaró que los asistentes se sentían profundamente afligidos de oírme hablar de ese modo, y que era el primero de entre todos los súbditos de su majestad en negarse a prestar el juramento que el rey exigía... Me presentaron una larga lista de adherentes... pero yo declaré de nuevo que mi decisión, lejos de haber cambiado, era inquebrantable».

La responsabilidad de mi alma

Para Tomás, la fidelidad al testimonio de la conciencia resulta necesaria para la salvación eterna. «Hay quienes creen que, si hablan de una manera y piensan de otra, Dios prestará más atención a sus corazones que a sus labios, escribe a su hija Margarita. Por mi parte, no puedo actuar como ellos en un tema tan importante; no omitiría el juramento si mi conciencia me dictara que lo hiciera, aunque los demás lo rechazaran, y tampoco prestaría juramento contra mi conciencia, aunque todo el mundo lo suscribiera». El carácter inalienable de la conciencia no significa que haya que seguir ciegamente sus exhortaciones, explica también Tomás. Cada uno debe formar su conciencia mediante el estudio y el consejo de personas sensatas, pues la conciencia debe regularse según la verdad objetiva (cf. Encíclica Veritatis splendor del 6 de agosto de 1993). Antes de llegar a una conclusión que se pueda imponer a su conciencia, Tomás se ha dedicado a estudiarlo escrupulosamente, pero él permanece sumiso a la Iglesia y reconoce que la autoridad de ésta prevalece sobre sus propias conclusiones. Pero las autoridades humanas nada pueden contra una conciencia recta y segura: «Solamente yo llevo la responsabilidad de mi alma», afirma. De ese modo, contra las falsas acusaciones de las que es víctima, contra los falsos testimonios, contra los abusos de autoridad del rey, contra la depravación del sentido moral que «llama blanco a lo que es negro y malo a lo que es bueno», su conciencia resiste hasta la muerte.

Una dolorosa renuncia

La actitud de Tomás Moro ilumina nuestra época. El Papa Juan Pablo II afirma que las leyes que pretenden legitimar el aborto o la eutanasia «no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7; 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29)... La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres rectos ante difíciles problemas de conciencia... A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera... Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios... En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo» (Encíclica Evangelium vitæ, 25 de marzo de 1995, 73-74).

El 17 de abril, Tomás es encerrado en la Torre de Londres. El tiempo en que estará preso lo dedicará a prepararse para la muerte, mediante la composición de destacadas obras de devoción. Ya en una obra inacabada de 1522, Los cuatro novísimos, había resaltado la utilidad de pensar en la muerte, explicándolo así: si en los mercados se vendiera un remedio contra todos los males, los hombres harían lo imposible para procurárselo. Ahora bien, ese remedio existe y se llama «pensar en la muerte»; pero, por desgracia, muy pocos recurren a él. Solamente la meditación de los postreros momentos puede rectificar su juicio.

Inversión de los valores

Esa meditación presupone tener fe. La fe, explica Tomás, invierte el significado de los valores comúnmente admitidos por los hombres. Ella nos dice que la Santísima Trinidad reside por completo en el alma que se encuentra en estado de gracia, incluso en tiempos de adversidad; que nuestros enemigos son amigos que nos hacen un gran bien; que el agradecimiento debe ir menos del prisionero hacia el visitante que del bienhechor al desdichado. Por encima de todo, la fe descubre el valor sobrenatural del sufrimiento, y nos enseña a convertir la propia enfermedad en remedio. Para Tomás, el motivo principal de todas nuestras tribulaciones reside en suscitar en nosotros el deseo de ser consolados por Dios. Sin embargo, también nos ayudan a purificarnos de nuestros antiguos pecados, nos preservan de los pecados venideros, disminuyen las penas del purgatorio y acrecientan la recompensa final del Cielo. «Quien medite estas verdades y las guarde en su espíritu... podrá evaluar con paciencia el precio de la adversidad, se percatará de lo alto que es ese precio y enseguida se considerará un privilegiado... su alegría hará menguar sobremanera su pena y le impedirá buscar en otras partes vanos consuelos» (Diálogo del consuelo en la adversidad). Tales frases, escritas en plena adversidad, no son palabras vanas. La alegría sobrenatural que Dios regala a Tomás en la prisión le procura serenidad, consiguiendo desarrollar en él su natural sentido del humor. En consideración a la alta posición que había ocupado en el Estado, Tomás es invitado a la mesa del gobernador de la Torre. Un día en que éste se excusa educadamente por la frugalidad de la comida, el antiguo canciller le responde: «Si alguien de nosotros no está contento de vuestra mesa, que se vaya y que busque alojamiento en otra parte».

El 1 de julio de 1535, Tomás es condenado a muerte por alta traición. Los jueces le preguntan si quiere añadir alguna cosa. «Tengo poco que decir, salvo esto: que el bienaventurado apóstol Pablo se hallaba presente y consintiente en el martirio de San Esteban, y ahora ambos son santos en el Cielo. Aunque hayáis contribuido a mi condena, rezaré con fervor para que vosotros y yo nos encontremos juntos en el Cielo. De igual modo, deseo que Dios Todopoderoso preserve y defienda a su majestad el rey, y que le envíe un buen consejo». Un último asalto pone de nuevo a prueba la constancia del prisionero. Su esposa lo visita y le dice: «¿De verdad quieres abandonarnos, a mí y a mi desdichada familia? ¿De verdad quieres renunciar a la vida del hogar, que en otro tiempo tanto te agradaba? — ¿Cuántos años crees, querida Alicia, que podré disfrutar aquí en la tierra de los placeres terrenales que con tan persuasiva elocuencia me describes? – Por lo menos veinte años, si Dios lo quiere. – Querida esposa mía, no eres buena comerciante: ¿qué son veinte años comparados con una eternidad feliz?».

«No traicionó»

El 6 de julio es conducido al lugar del suplicio. La escala que sube hasta el cadalso se halla en muy mal estado, y Tomás necesita la ayuda del teniente para subir: «Os lo ruego, dice, conducidme hasta arriba, que para bajar podré hacerlo solo». Como quiera que el rey le había pedido que fuera parco en palabras en sus últimos momentos, él dice simplemente: «¡Muero siendo leal a Dios y al rey, pero ante todo a Dios!». Mientras se arrodilla en el cadalso, sus labios rezan: «¡Ten piedad de mí, Dios mío!». Abraza al verdugo y le dice: «Mi cuello es muy corto; ten cuidado de no golpear de través. Tu honor depende de ello». Él mismo se venda los ojos. El verdugo tiene ya el hacha en la mano: «Un momento, le dice Tomás retirándose la barba; ella no traicionó». La cabeza cae al primer golpe. Tomás se encuentra en el Cielo para siempre.

Siguiendo el ejemplo de Santo Tomás Moro, aceptemos perder todas las cosas para ganar a Cristo, para hacernos semejantes a Él en su muerte y conseguir llegar con Él de ese modo a la resurrección (cf. Flp 3, 8-11). Es la gracia que pedimos a San José, para usted y para todos sus seres queridos.

Dom Antoine Marie osb
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Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com



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