ENCUENTRO CON
REPRESENTANTES DE LA SOCIEDAD
BRITÁNICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Westminster Hall - City of
Westminster
Viernes 17 de septiembre de 2010
Viernes 17 de septiembre de 2010
Señor Orador:
Gracias por sus palabras de
bienvenida en nombre de esta distinguida asamblea. Al dirigirme a ustedes, soy
consciente del gran privilegio que se me ha concedido de poder hablar al pueblo
británico y a sus representantes en Westminster Hall, un edificio de significación
única en la historia civil y política del pueblo de estas islas. Permítanme
expresar igualmente mi estima por el Parlamento, presente en este lugar desde
hace siglos y que ha tenido una profunda influencia en el desarrollo de los
gobiernos democráticos entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y
en el mundo de habla inglesa en general. Vuestra tradición jurídica —“common
law”— sirve de base a los sistemas legales de muchos lugares del mundo, y
vuestra visión particular de los respectivos derechos y deberes del Estado y de
las personas, así como de la separación de poderes, siguen inspirando a muchos
en todo el mundo.
Al hablarles en este histórico lugar, pienso en los innumerables
hombres y mujeres que durante siglos han participado en los memorables
acontecimientos vividos entre estos muros y que han determinado las vidas de
muchas generaciones de británicos y de otras muchas personas. En particular,
quisiera recordar la figura de Santo Tomás Moro, el gran erudito inglés y
hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la
integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar
al soberano de quien era un “buen servidor”, pues eligió servir primero a Dios.
El dilema que afrontó Moro en aquellos tiempos difíciles, la perenne cuestión
de la relación entre lo que se debe al César y lo que se debe a Dios, me ofrece
la oportunidad de reflexionar brevemente con ustedes sobre el lugar apropiado
de las creencias religiosas en el proceso político.
La tradición parlamentaria de este país debe mucho al instinto
nacional de moderación, al deseo de alcanzar un genuino equilibrio entre las
legítimas reivindicaciones del gobierno y los derechos de quienes están sujetos
a él. Mientras se han dado pasos decisivos en muchos momentos de vuestra
historia para delimitar el ejercicio del poder, las instituciones políticas de
la nación se han podido desarrollar con un notable grado de estabilidad. En
este proceso, Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que
valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política
y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y
deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si
bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común
con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la
dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y
en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien
común.
Con todo, las cuestiones fundamentales en juego en la causa de
Tomás Moro continúan presentándose hoy en términos que varían según las nuevas
condiciones sociales. Cada generación, al tratar de progresar en el bien común,
debe replantearse: ¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los
ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre de qué
autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos conducen
directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los principios
éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que
el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente
frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia.
La reciente crisis financiera global ha mostrado claramente la
inadecuación de soluciones pragmáticas y a corto plazo relativas a complejos
problemas sociales y éticos. Es opinión ampliamente compartida que la falta de
una base ética sólida en la actividad económica ha contribuido a agravar las
dificultades que ahora están padeciendo millones de personas en todo el mundo.
Ya que “toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral” (Caritas
in veritate, 37), igualmente en el campo político, la dimensión ética de la
política tiene consecuencias de tal alcance que ningún gobierno puede
permitirse ignorar. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en uno de los logros
particularmente notables del Parlamento Británico: la abolición del tráfico de
esclavos. La campaña que condujo a promulgar este hito legislativo estaba
edificada sobre firmes principios éticos, enraizados en la ley natural, y
brindó una contribución a la civilización de la cual esta nación puede estar
orgullosa.
Así que, el punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde
se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La
tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de
gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la
revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no
es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no
creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está
totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien
en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de
principios morales objetivos. Este papel “corrector” de la religión respecto a
la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones
deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que
pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su
vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención
insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la
religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de
la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es
manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la
consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho
abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y
otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías
totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el
mundo de la fe —el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias
religiosas— necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un
diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.
En otras palabras, la religión no es un problema que los
legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional.
Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la
creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en
algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la
tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al
menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la
celebración pública de fiestas como la Navidad deberían suprimirse según la
discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o
de ninguna. Y hay otros que sostienen —paradójicamente con la intención de
suprimir la discriminación— que a los cristianos que desempeñan un papel
público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos
son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de
los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino
también del legítimo papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar
a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar
medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos
de la vida nacional.
Vuestra disposición a actuar así ya está implícita en la invitación
sin precedentes que se me ha brindado hoy. Y se ve reflejada en la preocupación
en diversos ámbitos en los que vuestro gobierno trabaja con la Santa Sede. En
el ámbito de la paz, ha habido conversaciones para la elaboración de un tratado
internacional sobre el comercio de armas; respecto a los derechos humanos, la
Santa Sede y el Reino Unido se han congratulado por la difusión de la
democracia, especialmente en los últimos sesenta y cinco años; en el campo del
desarrollo, se ha colaborado en la reducción de la deuda, en el comercio justo
y en la ayuda al desarrollo, especialmente a través del International
Finance Facility, del International Immunization Bond, y
del Advanced Market Commitment.Igualmente, la Santa Sede tiene
interés en colaborar con el Reino Unido en la búsqueda de nuevas vías de
promoción de la responsabilidad medioambiental, en beneficio de todos.
Observo asimismo que el Gobierno actual compromete al Reino Unido a
asignar el 0,7% de la renta nacional a la ayuda al desarrollo hasta el año
2013. En los últimos años, ha sido alentador percibir signos positivos de un
crecimiento mundial de la solidaridad hacia los pobres. Sin embargo, para
concretar esta solidaridad en acciones eficaces se requieren nuevas ideas que
mejoren las condiciones de vida en muchas áreas importantes, tales como la
producción de alimentos, el agua potable, la creación de empleo, la educación,
el apoyo a las familias, sobre todo emigrantes, y la atención sanitaria básica.
Donde hay vidas humanas de por medio, el tiempo es siempre limitado: el mundo
ha sido también testigo de los ingentes recursos que los gobiernos pueden
emplear en el rescate de instituciones financieras consideradas “demasiado grandes
para que fracasen”. Desde luego, el desarrollo humano integral de los pueblos
del mundo no es menos importante. He aquí una empresa digna de la atención
mundial, que es en verdad “demasiado grande para que fracase”.
Esta visión general de la cooperación reciente entre el Reino Unido
y la Santa Sede muestra cuánto progreso se ha realizado en los años
transcurridos desde el establecimiento de relaciones diplomáticas bilaterales,
promoviendo en todo el mundo los muchos valores fundamentales que compartimos.
Confío y rezo para que esta relación continúe dando frutos y que se refleje en
una creciente aceptación de la necesidad de diálogo y de respeto en todos los
niveles de la sociedad entre el mundo de la razón y el mundo de la fe. Estoy
convencido de que, también dentro de este país, hay muchas áreas en las que la
Iglesia y las autoridades públicas pueden trabajar conjuntamente por el bien de
los ciudadanos, en consonancia con la histórica costumbre de este Parlamento de
invocar la asistencia del Espíritu sobre quienes buscan mejorar las condiciones
de toda la humanidad. Para que dicha cooperación sea posible, las entidades
religiosas —incluidas las instituciones vinculadas a la Iglesia católica—
necesitan tener libertad de actuación conforme a sus propios principios y
convicciones específicas basadas en la fe y el magisterio oficial de la
Iglesia. Así se garantizarán derechos fundamentales como la libertad religiosa,
la libertad de conciencia y la libertad de asociación. Los ángeles que nos
contemplan desde el espléndido cielo de este antiguo salón nos recuerdan la
larga tradición en la que la democracia parlamentaria británica se ha
desarrollado. Nos recuerdan que Dios vela constantemente para guiarnos y
protegernos; y, a su vez, nos invitan a reconocer la contribución vital que la
religión ha brindado y puede seguir brindando a la vida de la nación.
Señor Orador, le agradezco una vez más la oportunidad que me ha
brindado de poder dirigirme brevemente a esta distinguida asamblea. Les aseguro
mis mejores deseos y mis oraciones por ustedes y por los fructuosos trabajos de
las dos Cámaras de este antiguo Parlamento. Gracias y que les Dios bendiga a
todos ustedes.
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