JUAN PABLO II
AUDIENCIA
Miércoles 7 de julio de
1999
Juicio y misericordia
El sentido de la justicia divina es
captado progresivamente en el Antiguo Testamento a partir de la situación de la
persona que obra bien y se siente injustamente amenazada. Es en Dios donde
encuentra refugio y protección. Esta experiencia la expresan en varias
ocasiones los salmos que, por ejemplo afirman: «Yo sé que el Señor hace justicia
al afligido y defiende el derecho del pobre. Los justos alabarán tu nombre; los
honrados habitarán en tu presencia» (Sal 140, 13-14).
En la sagrada Escritura la intervención
en favor de los oprimidos es concebida sobre todo como justicia, o sea, fidelidad
de Dios a las promesas salvíficas hechas a Israel. Por consiguiente, la
justicia de Dios deriva de la iniciativa gratuita y misericordiosa por la que
él se ha vinculado a su pueblo mediante una alianza eterna. Dios es justo
porque salva, cumpliendo así sus promesas, mientras que el juicio sobre el
pecado y sobre los impíos no es más que otro aspecto de su misericordia. El
pecador sinceramente arrepentido siempre puede confiar en esta justicia
misericordiosa (cf. Sal 50, 6. 16).
Frente a la dificultad de encontrar
justicia en los hombres y en sus instituciones, en la Biblia se abre camino la
perspectiva de que la justicia sólo se realizará plenamente en el futuro, por
obra de un personaje misterioso, que progresivamente irá asumiendo caracteres
mesiánicos más precisos: un rey o hijo de rey (cf. Sal 72, 1),
un retoño que «brotará del tronco de Jesé» (Is 11, 1), un «vástago
justo» (Jr 23, 5) descendiente de David.
2. La figura del Mesías, esbozada en
muchos textos sobre todo de los libros proféticos, asume, en la perspectiva de
la salvación, funciones de gobierno y de juicio, para la prosperidad y el
crecimiento de la comunidad y de cada uno de sus miembros.
La función judicial se ejercerá sobre
buenos y malos, que se presentarán juntos al juicio, donde el triunfo de los
justos se transformará en pánico y en asombro para los impíos (cf. Sb 4,
20-5, 23; cf. también Dn 12, 1-3). El juicio encomendado al
«Hijo del hombre», en la perspectiva apocalíptica del libro de Daniel, tendrá
como efecto el triunfo del pueblo de los santos del Altísimo sobre las ruinas
de los reinos de la tierra (cf. Dn 7, 18 y 27).
Por otra parte, incluso quien puede
esperar un juicio benévolo, es consciente de sus propias limitaciones. Así se
va despertando la conciencia de que es imposible ser justos sin la gracia
divina, como recuerda el salmista: «Señor, (...) tú que eres justo, escúchame.
No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre es inocente frente a ti» (Sal 143,
1-2).
3. La misma lógica de fondo se vuelve a
encontrar en el Nuevo Testamento, donde el juicio divino está vinculado a la
obra salvífica de Cristo.
Jesús es el Hijo del hombre, al que el
Padre ha transmitido el poder de juzgar. Él ejercerá el juicio sobre todos los
que saldrán de los sepulcros, separando a los que están destinados a una
resurrección de vida de los que experimentarán una resurrección de condena
(cf. Jn 5, 26-30). Sin embargo, como subraya el evangelista
san Juan, «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17). Sólo quien haya
rechazado la salvación, ofrecida por Dios con una misericordia ilimitada, se
encontrará condenado, porque se habrá condenado a sí mismo.
4. San Pablo profundiza, en sentido
salvífico, el concepto de «justicia de Dios», que se realiza «por la fe en
Jesucristo, para todos los que creen» (Rm 3, 22). La justicia de
Dios está íntimamente unida al don de la reconciliación: si por Cristo nos
dejamos reconciliar con el Padre, podemos llegar a ser, también nosotros, por
medio de él, justicia de Dios (cf. 2 Co 5, 18-21).
Así, justicia y misericordia se
entienden como dos dimensiones del mismo misterio de amor: «Pues Dios encerró a
todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11,
32). Por eso, el amor, que constituye la base de la actitud divina y debe
llegar a ser una virtud fundamental del creyente, nos impulsa a tener confianza
en el día del juicio, excluyendo todo temor (cf. 1 Jn 4, 18).
A imitación de este juicio divino, también el humano debe realizarse de acuerdo
con una ley de libertad, en la que debe prevalecer precisamente la
misericordia: «Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser
juzgados por la ley de la libertad, porque tendrá un juicio sin misericordia el
que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio» (St 2,
12-13).
5. Dios es Padre de misericordia y de
toda consolación. Por esto, en la quinta petición del Padre nuestro,
la oración por excelencia, «nuestra petición empieza con una confesión en
la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su misericordia» (Catecismo
de la Iglesia católica, n. 2839). Jesús, al revelarnos la plenitud de la
misericordia del Padre, también nos enseñó que a este Padre tan justo y misericordioso
sólo se accede por la experiencia de la misericordia que debe caracterizar
nuestras relaciones con el prójimo. «Este desbordamiento de misericordia no
puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos
han ofendido. (...) Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el
corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del
Padre» (ib., n. 2840).
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