PRIMERA PARTE
LA PROFESIÓN DE LA FE
LA PROFESIÓN DE LA FE
SEGUNDA SECCIÓN:
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA
CAPÍTULO TERCERO
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
ARTÍCULO 12
“CREO EN LA VIDA ETERNA”
“CREO EN LA VIDA ETERNA”
1020 El cristiano
que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la
entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras
de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por
última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento
para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad:
«Alma cristiana, al
salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te
creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el
nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz
y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María
Virgen, Madre de Dios, con san José y todos los ángeles y santos [...] Te
entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu
Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu
encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos [...] Que puedas
contemplar cara a cara a tu Redentor» (Rito de la Unción de Enfermos y de su
cuidado pastoral, Orden de recomendación de moribundos, 146-147).
I. El juicio particular
1021 La muerte pone
fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la
gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El
Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del
encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura
reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte
de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre
Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al
buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo
Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9,
27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16,
26) que puede ser diferente para unos y para otros.
1022 Cada hombre,
después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio
particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf.
Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento:
DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf.
Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001;
Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para
siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de
Florencia: DS 1306).
«A la tarde te
examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias,
57).
II. El cielo
1023 Los que mueren
en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para
siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal
cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13,
12; Ap 22, 4):
«Definimos con la
autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de
todos los santos [...] y de todos los demás fieles muertos después de recibir
el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron
[...]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén
purificadas después de la muerte [...] aun antes de la reasunción de sus
cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador,
Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino
de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los
ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y
ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de
ninguna criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000;
cf. LG 49).
1024 Esta vida
perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella,
con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el
cielo" . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones
más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1025 Vivir en el
cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1,
23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más,
tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre
(cf. Ap 2, 17):
«Pues la vida es
estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino»
(San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).
1026 Por su muerte
y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de
los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención
realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que
han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la
comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a
Él.
1027 Este misterio
de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo,
sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de
ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del
Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman"
(1 Co 2, 9).
1028 A causa de su
transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo
abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para
ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la
Iglesia "la visión beatífica":
«¡Cuál no será tu
gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en
las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor
tu Dios [...], gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de
los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (San Cipriano de
Cartago, Epistula 58, 10).
1029 En la gloria
del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de
Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con
Cristo; con Él "ellos reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22,
5; cf. Mt 25, 21.23).
III. La purificación final o purgatorio
1030 Los que mueren
en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque
están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una
purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría
del cielo.
1031 La Iglesia
llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que
es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha
formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los
Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La
tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura
(por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de
un fuego purificador:
«Respecto a ciertas
faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego
purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno
ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será
perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta
frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo,
pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4,
41, 3).
1032 Esta enseñanza
se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya
habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio
expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del
pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia
ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en
particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez
purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también
recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de
los difuntos:
«Llevémosles
socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por
el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de
dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo?
[...] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras
plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia
41, 5).
IV. El
infierno
1033 Salvo que
elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos
amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra
nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que
aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida
eterna permanente en él" (1 Jn3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte
que estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de
los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25,
31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor
misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por
nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la
comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra
"infierno".
1034 Jesús habla
con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se
apaga" (cf. Mt5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48)
reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y
donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10,
28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles [...] que
recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno
ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la
condenación:" ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25,
41).
1035 La enseñanza
de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de
los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos
inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno,
"el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351;
1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno
consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el
hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las
afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del
infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el
hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen
al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad
por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que
lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha
la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la
encuentran" (Mt 7, 13-14):
«Como no sabemos ni
el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar
continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra
vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los
santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a
las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes"»
(LG48).
1037 Dios no
predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es
necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él
hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los
fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie
perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3, 9):
«Acepta, Señor, en
tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu
paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus
elegidos (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano)
V. El Juicio
final
1038 La
resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los pecadores"
(Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será "la hora en
que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan
hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la
condenación" (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá "en
su gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él
todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa
las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su
izquierda [...] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida
eterna." (Mt 25, 31. 32. 46).
1039 Frente a
Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de
la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio
final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de
bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:
«Todo el mal que
hacen los malos se registra y ellos no lo saben. El día en que "Dios no se
callará" (Sal 50, 3) [...] Se volverá hacia los malos:
"Yo había colocado sobre la tierra —dirá Él—, a mis pobrecitos para
vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero
en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo,
eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la
tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a
mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en
Mí"» (San Agustín, Sermo 18, 4, 4).
1040 El Juicio
final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la
hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces Él pronunciará
por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia.
Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda
la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los
que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El Juicio
final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias
cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte
(cf. Ct 8, 6).
1041 El mensaje del
Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía
"el tiempo favorable, el tiempo de salvación" (2 Co 6,
2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de
Dios. Anuncia la "bienaventurada esperanza" (Tt 2, 13) de
la vuelta del Señor que "vendrá para ser glorificado en sus santos y
admirado en todos los que hayan creído" (2 Ts 1, 10).
VI. La esperanza de los cielos nuevos
y de la tierra nueva
1042 Al fin de los
tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los
justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el
mismo universo será renovado:
La Iglesia [...]
«sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo [...] cuando llegue el
tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el
universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a
través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo» (LG 48).
1043 La sagrada
Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta renovación
misteriosa que trasformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13;
cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del
designio de Dios de "hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está
en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1, 10).
1044 En este
"universo nuevo" (Ap 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios
tendrá su morada entre los hombres. "Y enjugará toda lágrima de sus ojos,
y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo
viejo ha pasado" (Ap 21, 4; cf. 21, 27).
1045 Para el
hombre esta consumación será la realización final de la unidad del
género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia
peregrina era "como el sacramento" (LG 1). Los que estén unidos
a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21,
2), "la Esposa del Cordero" (Ap 21, 9). Ya no será herida
por el pecado, las manchas (cf. Ap 21, 27), el amor propio,
que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión
beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos,
será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
1046 En cuanto
al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo
material y del hombre:
«Pues la ansiosa
espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios [...]
en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción [...] Pues
sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.
Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu,
nosotros mismos gemimos en nuestro interior [...] anhelando el rescate de
nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).
1047 Así pues, el
universo visible también está destinado a ser transformado, "a fin de que
el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté
al servicio de los justos", participando en su glorificación en Jesucristo
resucitado (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 5, 32, 1).
1048 "Ignoramos
el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no
sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo,
deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una
nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya
bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en
los corazones de los hombres"(GS 39).
1049 "No
obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar
la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva
familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por
ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del
crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que
puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de
Dios" (GS 39).
1050 "Todos
estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras
haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato,
los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y
universal" (GS 39; cf. LG 2). Dios será entonces "todo
en todos" (1 Co 15, 22), en la vida eterna:
«La vida subsistente
y verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre
todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia, nosotros
también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna»
(San Cirilo de Jerusalén, Catecheses illuminandorum 18, 29).
Resumen
1051 Al morir
cada hombre recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio
particular por Cristo, juez de vivos y de muertos.
1052 "Creemos
que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo [...]constituyen
el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el
día de la Resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos" (Credo
del Pueblo de Dios, 28).
1053 "Creemos
que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el
paraíso, forma la Iglesia celestial, donde ellas, gozando de la bienaventuranza
eterna, ven a Dios como Él es, y participan también, ciertamente en grado y
modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las
cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y
con su fraterna solicitud ayudan grandemente a nuestra flaqueza" (Credo
del Pueblo de Dios, 29).
1054 Los que
mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados,
aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de
su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de
Dios.
1055 En virtud
de la "comunión de los santos", la Iglesia encomienda los difuntos a
la misericordia de Dios y ofrece sufragios en su favor, en particular el santo
sacrificio eucarístico.
1056 Siguiendo
las enseñanzas de Cristo, la Iglesia advierte a los fieles de la "triste y
lamentable realidad de la muerte eterna" (DCG 69), llamada
también "infierno".
1057 La pena principal
del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien solamente puede
tener el hombre la vida y la felicidad para las cuales ha sido creado y a las
cuales aspira.
1058 La Iglesia
ruega para que nadie se pierda: "Jamás permitas [...] Señor,
que me separe de ti" (Oración antes de la Comunión, 132:
Misal Romano). Si bien es verdad que nadie puede salvarse a sí mismo,
también es cierto que "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1
Tm 2, 4) y que para Él "todo es posible" (Mt 19,
26).
1059 "La
misma santa Iglesia romana cree y firmemente confiesa que [...] todos
los hombres comparecerán con sus cuerpos en el día del juicio ante el tribunal
de Cristo, para dar cuenta de sus propias acciones (DS 859;
cf. DS 1549).
1060 Al fin de
los tiempos, el Reino de Dios llegará a su plenitud. Entonces, los justos
reinarán con Cristo para siempre, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo
universo material será transformado. Dios será entonces "todo en
todos" (1 Co 15, 28), en la vida eterna.
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