BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 26 de marzo de 2008
La resurrección de Cristo
clave de bóveda del cristianismo
clave de bóveda del cristianismo
Queridos hermanos y hermanas:
«Et resurrexit tertia
die secundum Scripturas», «Resucitó al tercer día según las Escrituras».
Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección
de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del
cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de este gran misterio,
que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración
eucarística.
Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad
central de la fe cristiana se propone a los fieles de un modo más intenso en su
riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada vez más
y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada año, en el
«santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado», como lo llama
san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las
etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida
al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su
sepultura. Luego, al «tercer día», la Iglesia revive su resurrección: es la
Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en
plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la
certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente
nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es
también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza de
nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos no
envejece y Jesús está siempre vivo; y también sigue vivo su Evangelio.
«La fe de los cristianos —afirma san Agustín— es la resurrección de
Cristo». Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente:
«Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de
entre los muertos» (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la
muerte para demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías
esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una
causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.
La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha
amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es «prueba
segura», es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para
nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorificó. San
Pablo escribe en la carta a los Romanos: «Si confiesas con tu boca
que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los
muertos, serás salvo» (Rm 10, 9).
Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya
verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado,
no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan. El
debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como
consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia
la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario,
la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e
ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.
¿No es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido
valentía, audacia profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas?
¿No es el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos
hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen dejándolo todo
para seguirlo y poniendo su vida al servicio del Evangelio? «Si Cristo no
resucitó, —decía el apóstol san Pablo— es vana nuestra predicación y es vana
también nuestra fe» (1Co 15, 14). Pero ¡resucitó!
El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es
precisamente este: ¡Jesús ha resucitado! Es «el que vive» (Ap 1,
18), y nosotros podemos encontrarnos con él, como se encontraron con él las
mujeres que, al alba del tercer día, el día siguiente al sábado, se habían
dirigido al sepulcro; como se encontraron con él los discípulos, sorprendidos y
desconcertados por lo que les habían referido las mujeres; y como se encontraron
con él muchos otros testigos en los días que siguieron a su resurrección.
Incluso después de su Ascensión, Jesús siguió estando presente
entre sus amigos, como por lo demás había prometido: «He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). El
Señor está con nosotros, con su Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Los
miembros de la Iglesia primitiva, iluminados por el Espíritu Santo, comenzaron
a proclamar el anuncio pascual abiertamente y sin miedo. Y este anuncio, transmitiéndose
de generación en generación, ha llegado hasta nosotros y resuena cada año en
Pascua con una fuerza siempre nueva.
De modo especial en esta octava de Pascua, la liturgia nos invita a
encontrarnos personalmente con el Resucitado y a reconocer su acción
vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida diaria.
Por ejemplo, hoy, miércoles, nos propone el episodio conmovedor de los dos
discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Después de la
crucifixión de Jesús, invadidos por la tristeza y la decepción, volvían a casa
desconsolados. Durante el camino conversaban entre sí sobre todo lo que había
pasado en aquellos días en Jerusalén; entonces se les acercó Jesús, se puso a
conversar con ellos y a enseñarles: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para
creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24, 25-26). Luego,
empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que
se refería a él en todas las Escrituras.
La enseñanza de Jesús —la explicación de las profecías— fue para
los discípulos de Emaús como una revelación inesperada, luminosa y consoladora.
Jesús daba una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora todo quedaba claro,
precisamente orientado hacia este momento. Conquistados por las palabras del
caminante desconocido, le pidieron que se quedara a cenar con ellos. Y él
aceptó y se sentó a la mesa con ellos. El evangelista san Lucas refiere:
«Sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y se lo iba dando» (Lc 24, 30). Fue
precisamente en ese momento cuando se abrieron los ojos de los dos discípulos y
lo reconocieron, «pero él desapareció de su lado» (Lc 24, 31). Y
ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: «¿No estaba ardiendo nuestro
corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?» (Lc 24, 32).
En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y
en la semana de Pascua, el Señor está en camino con nosotros y nos explica las
Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de él. Esto también
debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros
ojos. El Señor está con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos
discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el pan,
también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de Emaús lo
reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan.
Y este partir el pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía,
celebrada en el contexto de la última Cena, donde Jesús partió el pan y así
anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.
Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace
presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre
nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra,
también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y
en la mesa del Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la comunidad revive así
la Pascua del Señor y recibe del Salvador su testamento de amor y de servicio
fraterno.
Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance
aún más nuestra adhesión fiel a Cristo crucificado y resucitado. Sobre todo,
dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección. Que María nos ayude
a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua para muchos hermanos
nuestros.
De nuevo os deseo a todos una feliz Pascua.
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