HOMILÍA DE SU SANTIDAD
SAN JUAN PABLO II
EN EL VI
CENTENARIO DE LA MUERTE
DE SANTA CATALINA DE SIENA
Basílica de San Pedro
Martes 29 de abril de 1980
Basílica de San Pedro
Martes 29 de abril de 1980
1. Una innumerable falange
de "vírgenes prudentes", como ésas alabadas por la parábola
evangélica que hemos escuchado, han sabido, a lo largo de los siglos
cristianos, esperar al Esposo con sus lámparas encendidas, bien provistas de
aceite, para participar con El en la fiesta de la gracia en la tierra, y de la
gloria en el cielo. Entre ellas, hoy fulgura ante nuestra mirada la grande y
amada Santa Catalina de Siena, flor espléndida de Italia, gema preciosísima de
la Orden Dominicana, estrella de incomparable belleza en el firmamento de la
Iglesia, a la que honramos aquí en el sexto centenario de su muerte, acaecida
una mañana de domingo, hacia las tres, el 29 de abril de 1380, mientras se
celebraba la fiesta de San Pedro Mártir, tan amado por ella.
Feliz al poder daros una primera señal de mi viva participación en
la celebración del centenario, os saludo cordialmente a todos vosotros,
queridos hermanos y hermanas que, para conmemorar dignamente la gloriosa fecha,
os habéis reunido en esta Basílica Vaticana, donde parece aletear el espíritu
ardiente de la gran Santa de Siena. Saludo de modo particular al maestro
general de los Hermanos Predicadores, padre Vincent de Couesnongle, y al
arzobispo de Siena, mons. Ismaele Mario Castellano, promotores principales de
esta celebración; saludo a los miembros de la Tercera Orden Dominicana y de la
Asociación Ecuménica de los Caterinos, y a los participantes en el Congreso
internacional de estudios sobre Santa Catalina, y a todos vosotros, queridos
peregrinos que habéis recorrido tantos caminos de Italia y de Europa para
uniros en este centro de la catolicidad, un día de fiesta tan bello y
significativo.
2. Nosotros miramos hoy a Santa Catalina ante todo para admirar en
ella lo que inmediatamente impresionaba a cuantos se la acercaron: la
extraordinaria riqueza de humanidad, que nada ofuscó, sino que más bien aumentó
y perfeccionó la gracia, que hacía de ella casi una imagen viviente de ese
auténtico y sano "humanismo" cristiano, cuya ley fundamental fue
formulada por el hermano y maestro de Catalina, Santo Tomás de Aquino, con el
conocido aforisma: "La gracia no suprime a la naturaleza, sino que la
supone y perfecciona" (S. Th. I, q. 1, a. 8, ad 2). El
hombre de dimensiones completas es aquel que se realiza en la gracia de Cristo.
Cuando en mi ministerio insisto en llamar la atención de todos
sobre la dignidad y los valores del hombre, que hoy es necesario defender,
respetar y servir, hablo sobre todo de esta naturaleza salida de las manos del
Creador y renovada en la sangre de Cristo redentor: una naturaleza buena en sí,
y por lo tanto sanable en sus debilidades y perfectible en sus dotes, llamada a
recibir eso "de más" que la hace partícipe de la naturaleza divina y
de la "vida eterna". Cuando este elemento sobrenatural se injerta en
el hombre y puede actuar allí con toda su fuerza, se tiene el prodigio de la
"nueva creatura", que en su altura trascendente no anula, sino que
hace más rico, más denso, más sólido lo que es simplemente humano.
Así nuestra Santa, en su naturaleza de mujer dotada abundantemente
de fantasía, de intuición, de sensibilidad, de vigor volitivo y operativo, de
capacidad y de fuerza comunicativa, de disponibilidad a la entrega de sí y al
servicio, se transfigura, pero no empobrecida, en la luz de Cristo que la llama
a ser su esposa y a identificarse místicamente con El en la profundidad del
"conocimiento interior", como también a comprometerse en la acción
caritativa, social e incluso política, en medio de grandes y pequeños, de ricos
y pobres, de doctos e ignorantes. Y ella, casi analfabeta, es capaz de hacerse
oír, y leer, y ser tenida en cuenta por gobernadores de ciudades y de reinos,
por príncipes y prelados de la Iglesia, por monjes y teólogos, muchos de los
cuales la veneraban incluso como "maestra" y "madre".
Es una mujer prodigiosa, que en esa segunda mitad del siglo XIV
muestra en sí de lo que es capaz una criatura humana —insisto—, una mujer hija
de humildes tintoreros, cuando sabe escuchar la voz del único Pastor y Maestro,
y nutrirse en la mesa del Esposo divino, al que, como "virgen
prudente", ha consagrado generosamente su vida.
Se trata de una obra maestra de la gracia renovadora y elevadora de
la criatura hasta la perfección de la santidad, que es también realización
plena de los valores fundamentales de la humanidad.
3. El secreto de Catalina al responder tan dócil, fiel y
provechosamente a la llamada de su Esposo divino, se puede captar por las
mismas explicaciones y aplicaciones de la parábola de las "vírgenes
prudentes", que ella hizo muchas veces en las cartas a sus discípulos.
Especialmente en la que envió a una joven sobrina que quiere ser "esposa
de Cristo", fija una pequeña síntesis de vida espiritual, que vale sobre
todo para quien se consagra a Dios en el estado religioso, pero que sirve de
orientación y guía para todos.
«Si quieres ser verdadera esposa de Cristo —escribe la Santa—, te
conviene tener la lámpara, el aceite y la luz».
«¿Sabes lo que se da a
entender con esto, hijita mía?». .
Y he aquí el simbolismo de la lámpara. «Con la lámpara
se da a entender el corazón, que debe asemejarse a una lámpara. Tú ves bien que
la lámpara es ancha por arriba y estrecha por debajo: y así es de hecho nuestro
corazón, Para significar que debernos tenerlo siempre ancho por arriba,
mediante los pensamientos santos, las santas imaginaciones y la oración
continua; con la memoria siempre dispuesta a recordar los beneficios de Dios y
más que nada el beneficio de la Sangre por la que hemos sido rescatados...
“Te he dicho también que la lámpara es estrecha por debajo:
así es también nuestro corazón, para significar que debe ser estrecho hacia
estas cosas terrenas, no deseándolas ni amándolas desordenamente, ni
apeteciéndolas en mayor cantidad de cuanto Dios nos las quiera dar, pero
debemos darle gracias siempre, al admirar cómo El nos provee dulcemente, de manera
que jamás nos falte nada...” (Carta 23).
En la lámpara se necesita el aceite. No bastaría la
lámpara si no estuviese dentro el aceite. Y por aceite se entiende esa dulce
virtud pequeña de la humildad profunda... Las cinco vírgenes necias,
gloriándose sólo y vanamente de la integridad y virginidad del cuerpo,
perdieron la virginidad del alma, porque no llevaron consigo el aceite de la
humildad... (ib.).
«Finalmente, es necesario que la lámpara esté encendida y que arda
su llama: de otro modo no sería capaz de hacernos ver. Esta llama
es la luz de la fe santísima. Digo la fe viva, porque dicen los santos que la
fe sin las obras está muerta...» (ib.; cf. Cartas 79,
360).
En su vida, Catalina alimentó efectivamente con gran humildad la
lámpara de su corazón, y mantuvo encendida la luz de la fe; el fuego de la
caridad, el celo de las buenas obras realizadas por amor de Dios, incluso en
las horas de tribulación y de padecimientos, cuando su alma alcanzó la máxima
conformación con Cristo crucificado, hasta que un día el Señor celebró con ella
las bodas místicas en la pequeña celda donde habitaba, quedando toda fulgurante
por aquella divina presencia (cf. Vida, núms. 114-115).
¡Si los hombres de hoy, y especialmente los cristianos, llegasen a
descubrir de nuevo las maravillas que se pueden conocer y gozar en la
"celda interior", y más aún en el corazón de Cristo! ¡Entonces, sí,
el hombre volvería a encontrarse a sí mismo, las razones de su dignidad, el fundamento
de cada uno de sus valores, la altura de su vocación eterna!
4. Pero la espiritualidad cristiana no se agota en un círculo
intimista, ni impulsa a un aislamiento individualista y egocéntrico. La
elevación de la persona se realiza en la sinfonía de la comunidad. Y Catalina,
que aunque guarda para sí la celda de su casa y de su corazón, vive desde los
años juveniles en comunión con muchos otros hijos de Dios; en los que
siente vibrar el misterio de la Iglesia: con los religiosos de Santo
Domingo, a los que se une en espíritu también cuando la campana los llama al
coro, de noche, para Maitines; con las religiosas "Mantelatas" de
Siena, entre las que fue admitida para el ejercicio de las obras de caridad y
la práctica común de la oración; con sus discípulos, que van creciendo para
constituir en torno a ella un cenáculo de cristianos fervientes, que acogen sus
exhortaciones a la vida espiritual y los estímulos para la renovación y reforma
que ella dirige a todos en el nombre de Cristo; y se puede decir, con todo el "Cuerpo
místico de la Iglesia" (cf. Diálogo, c. 166), con el cual y
por el cual Catalina ora, trabaja, sufre, se ofrece, y finalmente muere.
Su gran sensibilidad por los problemas de la Iglesia de su tiempo
se transforma así en una comunión con el Christus patiens y
con la Ecclesia patiens. Esta comunión está en el origen de la
misma actividad exterior que, en cierto momento, la Santa es impulsada a
desarrollar primero con la acción caritativa y con el apostolado laical en su
ciudad y, bien pronto, en un plano más amplio con el compromiso a nivel social,
político, eclesial.
En todo caso, Catalina saca de esa fuente interior la valentía de
la acción y esa inagotable esperanza que la sostiene incluso en las horas más
difíciles, aun cuando todo parece perdido, y le permite influir sobre los
demás, también a los más altos niveles eclesiásticos, con la fuerza de su fe y
la fascinación de su persona completamente ofrecida a la causa de la Iglesia.
En una reunión de cardenales en presencia de Urbano VI,
ateniéndonos a la narración del Beato Raimundo, Catalina «demostró que la
Divina Providencia está siempre presente, máxime cuando la Iglesia sufre»; y lo
hizo con tal ardor, que el Pontífice, al final, exclamó: «¿A quién debe temer
el Vicario de Jesucristo, si aun cuando todo el mundo se le pusiese en contra,
Cristo es más potente que el mundo, y no es posible que abandone su
Iglesia?" (Vida, núm. 334).
5. Se trataba de un momento excepcionalmente grave para la Iglesia
y para la Sede Apostólica. El demonio de la división había penetrado en el
pueblo cristiano. Bullían por todas partes discusiones y peleas. En la misma
Roma había quien tramaba contra el Papa, sin excluir amenazarlo de muerte. El
pueblo se amotinaba.
Catalina, que no cesaba de reanimar a Pastores y fieles, sentía,
sin embargo, que había llegado la hora de una suprema ofrenda de sí, como
víctima de expiación y de reconciliación unida a Cristo. Y por esto oraba al
Señor: «Por el honor de tu nombre y por tu Santa Iglesia, yo beberé
gustosamente el cáliz de pasión y de muerte, como siempre lo he deseado beber;
Tú eres testigo de ello, desde cuando, por tu gracia, comencé a amarte con toda
la mente y con todo el corazón» (Vida, núm. 346).
Desde ese momento comenzó a debilitarse rápidamente. Cada mañana de
esa Cuaresma de 1380, «iba a la iglesia de San Pedro, Príncipe de los
Apóstoles, donde oía Misa, permanecía largamente orando; no volvía a casa hasta
la hora de Vísperas», agotada. Al día siguiente, muy de madrugada, «yendo por
la calle llamada Vía del Papa (hoy de Santa Clara), donde
estaba su casa, entre la Minerva y Campo dei Fiori, marchaba rápida, rápida a
San Pedro, recorriendo un camino que cansaría hasta a un sano» (Vida,
núm. 348; cf. Carta 373).
Pero a fines de abril no logró levantarse más. Reunió entonces en
torno al lecho a su familia espiritual. En la larga despedida, declaró a sus
discípulos: «Pongo la vida, la muerte y todo en las manos de mi Esposo
eterno... Si le agrada que yo muera, tened por seguro, hijos queridísimos, que
he dado la vida por la Santa Iglesia, y esto lo creo por gracia excepcional que
me ha concedido el Señor» (Vida, núm. 363).
Poco después murió. Sólo tenía 33 años: una bellísima juventud
ofrecida al Señor por la "virgen prudente" que había llegado al final
de su espera y de su servicio.
Nosotros estamos aquí reunidos, a seiscientos años de aquella
mañana (ib., núm. 348), para conmemorar esa muerte y sobre todo
para celebrar esa suprema ofrenda de la vida por la Iglesia.
Mis queridos hermanos y hermana: Es consolador que vosotros hayáis
acudido tan numerosos para glorificar e invocar a la Santa en esta fausta
efemérides.
Es justo que el humilde Vicario de Cristo, lo mismo que tantos de
sus predecesores, os inspire, os preceda y os guíe para tributar un homenaje de
alabanza y de gratitud a aquella que tanto amó a la Iglesia, y tanto trabajó y
sufrió por su renovación. Y yo lo he hecho de todo corazón.
Ahora permitidme que os deje un recuerdo final, que quiere ser un
mensaje una exhortación, una invitación a la esperanza, un estímulo a la
acción: lo saco de las palabras que Catalina dirigía a su discípulo Stefano
Maconi y a todos sus compañeros de acción y de pasión por la Iglesia: "Si
sois lo que debéis ser, pondréis fuego en toda Italia..." (Carta 568);
más aún, yo añado: en toda la Iglesia, en todo el mundo. De este fuego tiene
necesidad la humanidad también hoy, y quizá hoy más que ayer. La palabra y el
ejemplo de Catalina susciten en muchas almas generosas el deseo de ser llamas
que ardan y que, como ella, se consuman para dar a los hermanos la luz de la fe
y el calor de la caridad "que jamás decae" (1 Cor 13, 8).
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