domingo, 29 de abril de 2018

Santa Catalina de Siena alimentó efectivamente con gran humildad la lámpara de su corazón, y mantuvo encendida la luz de la fe - San Juan Pablo II


HOMILÍA DE SU SANTIDAD 
SAN JUAN PABLO II
EN EL VI CENTENARIO DE LA MUERTE 
DE SANTA CATALINA DE SIENA

Basílica de San Pedro
Martes 29 de abril de 1980



1. Una innumerable falange de "vírgenes prudentes", como ésas alabadas por la parábola evangélica que hemos escuchado, han sabido, a lo largo de los siglos cristianos, esperar al Esposo con sus lámparas encendidas, bien provistas de aceite, para participar con El en la fiesta de la gracia en la tierra, y de la gloria en el cielo. Entre ellas, hoy fulgura ante nuestra mirada la grande y amada Santa Catalina de Siena, flor espléndida de Italia, gema preciosísima de la Orden Dominicana, estrella de incomparable belleza en el firmamento de la Iglesia, a la que honramos aquí en el sexto centenario de su muerte, acaecida una mañana de domingo, hacia las tres, el 29 de abril de 1380, mientras se celebraba la fiesta de San Pedro Mártir, tan amado por ella.

Feliz al poder daros una primera señal de mi viva participación en la celebración del centenario, os saludo cordialmente a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas que, para conmemorar dignamente la gloriosa fecha, os habéis reunido en esta Basílica Vaticana, donde parece aletear el espíritu ardiente de la gran Santa de Siena. Saludo de modo particular al maestro general de los Hermanos Predicadores, padre Vincent de Couesnongle, y al arzobispo de Siena, mons. Ismaele Mario Castellano, promotores principales de esta celebración; saludo a los miembros de la Tercera Orden Dominicana y de la Asociación Ecuménica de los Caterinos, y a los participantes en el Congreso internacional de estudios sobre Santa Catalina, y a todos vosotros, queridos peregrinos que habéis recorrido tantos caminos de Italia y de Europa para uniros en este centro de la catolicidad, un día de fiesta tan bello y significativo.

2. Nosotros miramos hoy a Santa Catalina ante todo para admirar en ella lo que inmediatamente impresionaba a cuantos se la acercaron: la extraordinaria riqueza de humanidad, que nada ofuscó, sino que más bien aumentó y perfeccionó la gracia, que hacía de ella casi una imagen viviente de ese auténtico y sano "humanismo" cristiano, cuya ley fundamental fue formulada por el hermano y maestro de Catalina, Santo Tomás de Aquino, con el conocido aforisma: "La gracia no suprime a la naturaleza, sino que la supone y perfecciona" (S. Th. I, q. 1, a. 8, ad 2). El hombre de dimensiones completas es aquel que se realiza en la gracia de Cristo.


Cuando en mi ministerio insisto en llamar la atención de todos sobre la dignidad y los valores del hombre, que hoy es necesario defender, respetar y servir, hablo sobre todo de esta naturaleza salida de las manos del Creador y renovada en la sangre de Cristo redentor: una naturaleza buena en sí, y por lo tanto sanable en sus debilidades y perfectible en sus dotes, llamada a recibir eso "de más" que la hace partícipe de la naturaleza divina y de la "vida eterna". Cuando este elemento sobrenatural se injerta en el hombre y puede actuar allí con toda su fuerza, se tiene el prodigio de la "nueva creatura", que en su altura trascendente no anula, sino que hace más rico, más denso, más sólido lo que es simplemente humano.

Así nuestra Santa, en su naturaleza de mujer dotada abundantemente de fantasía, de intuición, de sensibilidad, de vigor volitivo y operativo, de capacidad y de fuerza comunicativa, de disponibilidad a la entrega de sí y al servicio, se transfigura, pero no empobrecida, en la luz de Cristo que la llama a ser su esposa y a identificarse místicamente con El en la profundidad del "conocimiento interior", como también a comprometerse en la acción caritativa, social e incluso política, en medio de grandes y pequeños, de ricos y pobres, de doctos e ignorantes. Y ella, casi analfabeta, es capaz de hacerse oír, y leer, y ser tenida en cuenta por gobernadores de ciudades y de reinos, por príncipes y prelados de la Iglesia, por monjes y teólogos, muchos de los cuales la veneraban incluso como "maestra" y "madre".

Es una mujer prodigiosa, que en esa segunda mitad del siglo XIV muestra en sí de lo que es capaz una criatura humana —insisto—, una mujer hija de humildes tintoreros, cuando sabe escuchar la voz del único Pastor y Maestro, y nutrirse en la mesa del Esposo divino, al que, como "virgen prudente", ha consagrado generosamente su vida.

Se trata de una obra maestra de la gracia renovadora y elevadora de la criatura hasta la perfección de la santidad, que es también realización plena de los valores fundamentales de la humanidad.

3. El secreto de Catalina al responder tan dócil, fiel y provechosamente a la llamada de su Esposo divino, se puede captar por las mismas explicaciones y aplicaciones de la parábola de las "vírgenes prudentes", que ella hizo muchas veces en las cartas a sus discípulos. Especialmente en la que envió a una joven sobrina que quiere ser "esposa de Cristo", fija una pequeña síntesis de vida espiritual, que vale sobre todo para quien se consagra a Dios en el estado religioso, pero que sirve de orientación y guía para todos.

«Si quieres ser verdadera esposa de Cristo —escribe la Santa—, te conviene tener la lámpara, el aceite y la luz».
«¿Sabes lo que se da a entender con esto, hijita mía?». .

Y he aquí el simbolismo de la lámpara. «Con la lámpara se da a entender el corazón, que debe asemejarse a una lámpara. Tú ves bien que la lámpara es ancha por arriba y estrecha por debajo: y así es de hecho nuestro corazón, Para significar que debernos tenerlo siempre ancho por arriba, mediante los pensamientos santos, las santas imaginaciones y la oración continua; con la memoria siempre dispuesta a recordar los beneficios de Dios y más que nada el beneficio de la Sangre por la que hemos sido rescatados...

“Te he dicho también que la lámpara es estrecha por debajo: así es también nuestro corazón, para significar que debe ser estrecho hacia estas cosas terrenas, no deseándolas ni amándolas desordenamente, ni apeteciéndolas en mayor cantidad de cuanto Dios nos las quiera dar, pero debemos darle gracias siempre, al admirar cómo El nos provee dulcemente, de manera que jamás nos falte nada...” (Carta 23).

En la lámpara se necesita el aceite. No bastaría la lámpara si no estuviese dentro el aceite. Y por aceite se entiende esa dulce virtud pequeña de la humildad profunda... Las cinco vírgenes necias, gloriándose sólo y vanamente de la integridad y virginidad del cuerpo, perdieron la virginidad del alma, porque no llevaron consigo el aceite de la humildad... (ib.).

«Finalmente, es necesario que la lámpara esté encendida y que arda su llama: de otro modo no sería capaz de hacernos ver. Esta llama es la luz de la fe santísima. Digo la fe viva, porque dicen los santos que la fe sin las obras está muerta...» (ib.; cf. Cartas 79, 360).

En su vida, Catalina alimentó efectivamente con gran humildad la lámpara de su corazón, y mantuvo encendida la luz de la fe; el fuego de la caridad, el celo de las buenas obras realizadas por amor de Dios, incluso en las horas de tribulación y de padecimientos, cuando su alma alcanzó la máxima conformación con Cristo crucificado, hasta que un día el Señor celebró con ella las bodas místicas en la pequeña celda donde habitaba, quedando toda fulgurante por aquella divina presencia (cf. Vida, núms. 114-115).

¡Si los hombres de hoy, y especialmente los cristianos, llegasen a descubrir de nuevo las maravillas que se pueden conocer y gozar en la "celda interior", y más aún en el corazón de Cristo! ¡Entonces, sí, el hombre volvería a encontrarse a sí mismo, las razones de su dignidad, el fundamento de cada uno de sus valores, la altura de su vocación eterna!

4. Pero la espiritualidad cristiana no se agota en un círculo intimista, ni impulsa a un aislamiento individualista y egocéntrico. La elevación de la persona se realiza en la sinfonía de la comunidad. Y Catalina, que aunque guarda para sí la celda de su casa y de su corazón, vive desde los años juveniles en comunión con muchos otros hijos de Dios; en los que siente vibrar el misterio de la Iglesia: con los religiosos de Santo Domingo, a los que se une en espíritu también cuando la campana los llama al coro, de noche, para Maitines; con las religiosas "Mantelatas" de Siena, entre las que fue admitida para el ejercicio de las obras de caridad y la práctica común de la oración; con sus discípulos, que van creciendo para constituir en torno a ella un cenáculo de cristianos fervientes, que acogen sus exhortaciones a la vida espiritual y los estímulos para la renovación y reforma que ella dirige a todos en el nombre de Cristo; y se puede decir, con todo el "Cuerpo místico de la Iglesia" (cf. Diálogo, c. 166), con el cual y por el cual Catalina ora, trabaja, sufre, se ofrece, y finalmente muere.

Su gran sensibilidad por los problemas de la Iglesia de su tiempo se transforma así en una comunión con el Christus patiens y con la Ecclesia patiens. Esta comunión está en el origen de la misma actividad exterior que, en cierto momento, la Santa es impulsada a desarrollar primero con la acción caritativa y con el apostolado laical en su ciudad y, bien pronto, en un plano más amplio con el compromiso a nivel social, político, eclesial.

En todo caso, Catalina saca de esa fuente interior la valentía de la acción y esa inagotable esperanza que la sostiene incluso en las horas más difíciles, aun cuando todo parece perdido, y le permite influir sobre los demás, también a los más altos niveles eclesiásticos, con la fuerza de su fe y la fascinación de su persona completamente ofrecida a la causa de la Iglesia.

En una reunión de cardenales en presencia de Urbano VI, ateniéndonos a la narración del Beato Raimundo, Catalina «demostró que la Divina Providencia está siempre presente, máxime cuando la Iglesia sufre»; y lo hizo con tal ardor, que el Pontífice, al final, exclamó: «¿A quién debe temer el Vicario de Jesucristo, si aun cuando todo el mundo se le pusiese en contra, Cristo es más potente que el mundo, y no es posible que abandone su Iglesia?" (Vida, núm. 334).

5. Se trataba de un momento excepcionalmente grave para la Iglesia y para la Sede Apostólica. El demonio de la división había penetrado en el pueblo cristiano. Bullían por todas partes discusiones y peleas. En la misma Roma había quien tramaba contra el Papa, sin excluir amenazarlo de muerte. El pueblo se amotinaba.

Catalina, que no cesaba de reanimar a Pastores y fieles, sentía, sin embargo, que había llegado la hora de una suprema ofrenda de sí, como víctima de expiación y de reconciliación unida a Cristo. Y por esto oraba al Señor: «Por el honor de tu nombre y por tu Santa Iglesia, yo beberé gustosamente el cáliz de pasión y de muerte, como siempre lo he deseado beber; Tú eres testigo de ello, desde cuando, por tu gracia, comencé a amarte con toda la mente y con todo el corazón» (Vida, núm. 346).

Desde ese momento comenzó a debilitarse rápidamente. Cada mañana de esa Cuaresma de 1380, «iba a la iglesia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, donde oía Misa, permanecía largamente orando; no volvía a casa hasta la hora de Vísperas», agotada. Al día siguiente, muy de madrugada, «yendo por la calle llamada Vía del Papa (hoy de Santa Clara), donde estaba su casa, entre la Minerva y Campo dei Fiori, marchaba rápida, rápida a San Pedro, recorriendo un camino que cansaría hasta a un sano» (Vida, núm. 348; cf. Carta 373).

Pero a fines de abril no logró levantarse más. Reunió entonces en torno al lecho a su familia espiritual. En la larga despedida, declaró a sus discípulos: «Pongo la vida, la muerte y todo en las manos de mi Esposo eterno... Si le agrada que yo muera, tened por seguro, hijos queridísimos, que he dado la vida por la Santa Iglesia, y esto lo creo por gracia excepcional que me ha concedido el Señor» (Vida, núm. 363).

Poco después murió. Sólo tenía 33 años: una bellísima juventud ofrecida al Señor por la "virgen prudente" que había llegado al final de su espera y de su servicio.

Nosotros estamos aquí reunidos, a seiscientos años de aquella mañana (ib., núm. 348), para conmemorar esa muerte y sobre todo para celebrar esa suprema ofrenda de la vida por la Iglesia.

Mis queridos hermanos y hermana: Es consolador que vosotros hayáis acudido tan numerosos para glorificar e invocar a la Santa en esta fausta efemérides.

Es justo que el humilde Vicario de Cristo, lo mismo que tantos de sus predecesores, os inspire, os preceda y os guíe para tributar un homenaje de alabanza y de gratitud a aquella que tanto amó a la Iglesia, y tanto trabajó y sufrió por su renovación. Y yo lo he hecho de todo corazón.

Ahora permitidme que os deje un recuerdo final, que quiere ser un mensaje una exhortación, una invitación a la esperanza, un estímulo a la acción: lo saco de las palabras que Catalina dirigía a su discípulo Stefano Maconi y a todos sus compañeros de acción y de pasión por la Iglesia: "Si sois lo que debéis ser, pondréis fuego en toda Italia..." (Carta 568); más aún, yo añado: en toda la Iglesia, en todo el mundo. De este fuego tiene necesidad la humanidad también hoy, y quizá hoy más que ayer. La palabra y el ejemplo de Catalina susciten en muchas almas generosas el deseo de ser llamas que ardan y que, como ella, se consuman para dar a los hermanos la luz de la fe y el calor de la caridad "que jamás decae" (1 Cor 13, 8).


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