OFICINA PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
DEL SUMO PONTÍFICE
¿Cómo celebrar? 1:
Signos y
símbolos, palabras y acciones (CIC 1145-1155)
La Constitución
conciliar Sacrosanctum Concilium define la sagrada liturgia
como «el ejercicio de la función (munus) sacerdotal de Jesucristo», en
el que «la santificación del hombre se expresa mediante signos sensibles y se
realiza de un modo propio en cada uno de ellos» (núm. 7). En la vida
sacramental de la iglesia, el "tesoro escondido en el campo", del que
habla Jesús en la parábola del evangelio (Mt. 13,44), se hace perceptible a los
fieles a través de los signos sagrados. Mientras que los elementos esenciales
de los sacramentos —la forma y la materia en términos de la teología
escolástica—, se distinguen con una humildad y sencillez maravillosa, la
liturgia, como acto sagrado, los envuelve en ritos y ceremonias que ilustran y
hacen comprender mejor la gran realidad del misterio. Por lo tanto, se da una
traducción en elementos sensibles, y por lo tanto más accesibles al
conocimiento humano, para que la comunidad cristiana —«sacris actionibus
erudita - instruida por las acciones sagradas», como dice una antigua
oración del Sacramentario Gregoriano (cf. Missale
Romanum 1962, Oración Colecta, Sábado después del primer domingo de la
Pasión)—, esté preparada a recibir la gracia divina.
Por el hecho de que la
celebración sacramental «está entretejida de signos y símbolos», se expresa «la
pedagogía divina de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica [CIC],
n. 1145), ya enunciada de modo elocuente por el Concilio de Trento.
Reconociendo que «la naturaleza humana es tal, que no fácilmente se aviene a la
meditación de las cosas divinas, sin recursos externos», la iglesia
«utiliza velas, incienso, vestidos y muchos otros elementos transmitidos
por la enseñanza y la tradición apostólica, con los que se destaca la
majestuosidad de un Sacrificio tan grande [la Santa Misa]; y las mentes de los
fieles son llevadas de estos signos visibles de la religión y la piedad, a la
contemplación de las cosas altas, que están ocultas en este Sacrificio»
(Concilio de Trento, Sesión XXII, 1562, Doctrina de ss. Missae
Sacrificio, c. 5, DS 1746).
En esta realidad que
expresa una exigencia antropológica: «Como ser social, el hombre necesita
signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos
y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios» (CIC, n. 1146), los
símbolos y signos en la celebración litúrgica pertenecen a aquellos aspectos
materiales que no se pueden desatender. El hombre, criatura compuesta de cuerpo
y alma, necesita usar también las cosas materiales en la adoración de Dios, por
que requiere alcanzar las realidades espirituales a través de signos visibles.
La expresión interna del alma, si es auténtica, busca al mismo tiempo una
manifestación externa del cuerpo; y a la vez, la vida interior está sostenida
por los actos externos, los actos litúrgicos.
Muchos de estos símbolos,
al igual que los gestos de la oración (los brazos abiertos, las manos juntas,
arrodillarse, ir en procesión, etc.), pertenecen al patrimonio común de la
humanidad, como lo demuestran las diversas tradiciones religiosas. «La liturgia
de la Iglesia presupone, integra y santifica elementos de la creación y de la
cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la gracia, de la
creación nueva en Jesucristo» (CIC, n. 1149).
De central importancia son
los signos de la Alianza, «símbolos de las grandes acciones de Dios a favor de
su pueblo», entre los que se incluyen «la imposición de las manos, los
sacrificios, y sobre todo la Pascua. La Iglesia ve en estos signos una
prefiguración de los sacramentos de la Nueva Alianza» (CIC, n. 1150). El mismo Jesús
utiliza estos signos en su ministerio terrenal, y le da un nuevo significado,
sobre todo en la institución de la Eucaristía. El Señor Jesús tomó pan, lo
partió y lo dio a sus apóstoles, haciendo así un gesto que corresponde a una
verdad profunda que la expresa de modo sensible. Los signos sacramentales, que
se han desarrollado en la Iglesia bajo la guía del Espíritu Santo, continúan
esta obra de santificación, y, al mismo tiempo, «prefiguran y anticipan la
gloria del cielo» (CIC, n. 1152).
Como la liturgia tiene su
propio lenguaje, que se expresa en signos y en símbolos, su comprensión no es
meramente intelectual, sino que implica al hombre por completo, incluida la
imaginación, la memoria, y de alguna manera los cinco sentidos. Sin embargo, no
debemos pasar por alto la importancia de la palabra: la Palabra de Dios
proclamada en la celebración sacramental y la palabra de fe que responde a
esta. Incluso san Agustín de Hipona señaló que la «causa eficiente» del
sacramento —que hace de un elemento material el signo de una realidad
espiritual, y le concede a aquel elemento el don de la gracia divina—, es la
palabra de bendición pronunciada en nombre de Cristo por el ministro de la
iglesia. Como escribe el gran Doctor de la iglesia referido al bautismo: «Elimina
la palabra, ¿y qué es el agua, sino agua? Se adosa la palabra al elemento, y se
tiene el sacramento (Accedit
verbum ad elementum et fit sacramentum)» (In Iohannis evangelium tractatus,
80, 3).
Por último, las palabras y
las acciones litúrgicas son inseparables y componen los sacramentos, a través
de los cuales el Espíritu Santo realiza «las "maravillas" de Dios que
son anunciadas por la misma Palabra: hace presente y comunica la obra del Padre
realizada por el Hijo amado» (CIC, n . 1155).
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